Él lo recuerda mejor que yo y no solo porque aquel día, como todos los 29 de agosto desde hace 52 años, fuera su cumpleaños, sino porque una de las grandes cualidades de Gervasio Sánchez es su prodigiosa memoria. Pero aquel 29 de agosto de 1992 nos conocimos en Sarajevo (¿dentro de poco hará veinte años?), cercado por los radicales serbios, y no solo trabamos una amistad que ha perdurado, sino que casi de modo natural, y no solo porque yo no supiera conducir (todavía no me he sacado el carné), empezamos a trabajar juntos. Para mí era el primer contacto con la muerte y con la guerra. Él ya la había sentido cerca en El Salvador, Nicaragua y Guatemala, y mucho más cerca en Croacia. Hubo otros dos viajes a Sarajevo, además de muchos otras por carreteras desgarradas de Bosnia-Herzegovina a los que yo no he podido o no he sabido volver, pese a que los recuerdos han dejado huellas que no quiero ni puedo borrar: Tuzla, Zenica, Mostar, Jablanica, Vitez… (donde nos robaron el coche a punta de fusil, donde conocimos al mismo Gilles Peress que luego haría una cobertura tan extraordinaria como controvertida del genocidio ruandés). Recuerdo la redacción de Oslobodenje, el diario de la capital bosnia (“porque un periódico es tan importante como el pan”); a Edo, el guardián de las cenizas, a quien encontramos jugando en las ruinas de la biblioteca nacional de Sarajevo; a Gabriela, en cuya casa no lejos del río Miljacka y del frente pernoctamos varias veces, y que había padecido las dos guerras mundiales, pero ninguna tan atroz como la guerra civil; la entrevista con Susan Sontag (con quien compartíamos mesa en el hotel Holiday Inn), que había ido a la ciudad sitiada a dirigir Esperando a Godot; o los actores del Teatro de Guerra de Sarajevo, que habían decidido que era más importante para mantener el espíritu de la ciudad seguir haciendo teatro que combatir en el frente…
Pero iba a hablar de Gervasio Sánchez y me he puesto a hablar… de mí, de Bosnia, de aquel Sarajevo al que (a diferencia de Gerva), no he sabido volver. Ayer por la mañana, antes de la inauguración oficial de su Antología en la antigua Tabacalera (calle de Embajadores, número 53, donde los barrios madrileños de Lavapiés y Embajadores se dan la mano), nos recibió a la puerta de un edificio que podría servir para rodar una película sobre la guerra civil… bosnia, o española. Hacía un frío de mil demonios en los corredores umbríos, desconchados, como en muchas casas y en las calles de Sarajevo en el invierno de la guerra. La entrada está coronada por una claraboya sucia, como de fábrica abandonada, por la que se filtra una luz que no caldea ni ilumina. En una gran pantalla se proyectaban algunas de las imágenes que luego, en la red de corredores como de un hospital de una ciudad en guerra, o de un refugio antiáereo, nos íbamos a encontrar. A ambos lados, colgando de cinco arcos de medio punto, las cinco ramas en las que Gervasio Sánchez se ha dejado impregnar por el dolor. No ha salido indemne, aunque sí ileso: América Latina (1984-1992), Balcanes (1991-1999), África (1994-2004), Vidas minadas (1995-2007) y Desaparecidos (1998-2010). Y de atmósfera sonora una grabación que no había vuelto a oír. Gervasio le pidió al técnico que subiera el volumen. “¿Recuerdas?”, me pregunta. “Diciembre de 1992”. Aquella noche fue de mucha lumbre. Tiraban contra el hotel, que retumbaba como una gran catedral de hierro y cemento. Fuimos sigilosamente hacia la fachada que daba al Miljacka y a la Avenida de los Francotiradores, bien batida desde las colinas por los serbios. Abrimos la puerta de una de las habitaciones. La pared había volado. Pisando cristales, escuchamos el estropicio de la artillería serbia y la respuesta de este lado, de las ametralladoras y fusiles. No había vuelto a oír aquella cinta que Gervasio había grabado aquella noche de miedo en la ciudad sitiada.
A partir del año del genocidio ruandés de 1994 recorrimos juntos muchos caminos africanos: desde Goma en el verano de aquel año, cuando tras el fin de la guerra civil en Ruanda un millón de hutus cruzó a Congo-Kinshasa y una epidemia de cólera se convirtió en una máquina de matar. Estuvimos soñando con cadáveres durante muchos días y semanas. Volveríamos a la República Democrática de Congo, uno de los lugares más ricos, injustos y desgraciados de la tierra, a causa de otra epidemia, esta vez del temible virus ébola, que se declaró en Kikwit. Recorrimos Burundi, Somalia, Sudán, Liberia… Lo cuenta con mucho tino en las páginas del sobrecogedor catálogo que acompaña esta exposición que tiene la virtud de no dejar indiferente, de doler, de ayudar (como quería Simone Weil) a ponerse en el lugar del otro: uno de los empeños más constantes de Gervasio Sánchez desde que empezó a usar el dinero que cada verano conseguía ahorrar sirviendo paellas en la costa catalana para ir a cubrir guerras en Centroamérica.
Ahora que el periodismo se degrada a marchas forzadas, y que algunos medios parecen empeñados en aniquilar el sentido de lo que hacen, de lo que les dio prestigio y sobre todo razón de ser, Gervasio abre las puertas de su Antología para que no dejemos de recordar, y yo, mientras regreso en metro al periódico, y hago esfuerzos por contener la rabia, la pena, la emoción viendo algunas de las fotografías que le vi tomar en Liberia, en Congo, en Sarajevo… me pregunto qué estoy haciendo aquí, qué estamos haciendo. Gervasio vuelve a Afganistán dentro de algunos días. No es el único fotoperiodista, el único reportero, que resiste la estafa de esta época, de este tiempo en el que hace tanta falta el periodismo, como recuerda la película Page One, que habla del New York Times, del respeto que debemos a los lectores y a nosotros mismos, a la sociedad a la que servimos y al mundo que se derrumba ante nuestros ojos perplejos, cobardes, estúpidos.
Gervasio Sánchez dedica esta exposición a compañeros muertos en algunas de las guerras y conflictos que el propio reportero ha cubierto: “A Juantxu Rodríguez (muerto en Panamá en 1989), Jordi Pujol (muerto en Sarajevo en 1992), Luis Valtueña (muerto en Ruanda en 1997), Miguel Gil (muerto en Sierra Leona en 2000), Julio Fuentes (muerto en Afganistán en 2001), José Couso y Julio Anguita Parrado (muertos en Irak en 2003) y Ricardo Ortega (muerto en Haití en 2004). Todos ellos murieron o fueron asesinados mientras ejercían el periodismo con mayúsculas en la delgada línea que separa la vida de la muerte. Todos ellos embellecieron, fortalecieron y dignificaron este oficio tantas veces pisoteado por hombres y mujeres sin escrúpulos que, desde sus puestos directivos, se dedican a defender a cualquier precio los intereses enmascarados de sus empresas”. Gracias, Gerva.
(Gervasio Sánchez ante sus propias fotografías proyectadas en una gran pantalla en la antesala de Antología: Adis Smajic, con la cara desfigurada por la explosión de una mina en Sarajevo; niños corriendo entre las tumbas del cementerio de la capital bosnia; víctimas camboyanas de las minas; el camboyano Sokheurm Man, víctima de una mina antipersona en Siem Reap, y desaparecidos en América Latina)