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Los ojos entrecerrados de Víctor Erice

 

Tengo una conversación pendiente con Víctor Erice, aunque no estoy seguro de si me la concederá. Si me habrá perdonar por aquella desafortunada portada de ABC Cultural sobre la supuesta novela de Elvira Navarro inspirada en Adelaida García Morales, su ex esposa. No sé si con la ayuda de Elsa Fernández-Santos y la invocación a Ángel Fernández-Santos lograría romper sus explicables reticencias.

Con motivo del premio Donostia del Festival de Cine de San Sebastián y el estreno de su última película, Cerrar los ojos,La 2 proyectó El espíritu de la colmena y El Sur, con una conversación en el intermedio (en vez de “visite nuestro bar”), con la presencia del propio cineasta, de Ana Torrent y de Elsa F.-S., convocados por Elena S. Sánchez, la presentadora del espacio: Historia de nuestro cine.

Escuchar a Erice es como recobrar el respeto por lo que el cine tiene de arte y espectáculo popular al mismo tiempo, ese cóctel que es una cristalización del siglo XX: un arte de masas (pequeñas masas encerradas en un cuarto oscuro, que reciben individualmente, pero en común, al mismo tiempo, el haz de luz) que se sirve de un mecanismo que adeuda parte de su fascinación al mundo de los sueños, tiene padres que lo vinculan con la infancia menos envilecida, es un traficante de memorias y puede suscitar emociones hondas y perdurables en públicos de tradiciones, clases y lugares de toda condición.

Un cine que, como el propio Erice no deja de lamentar, está en franca decadencia por haber descuidado la verdad de la imagen, la ambición de los guiones (de la palabra que ilumina y es acción), en manos de la charlatanería y la interesada conversión del entretenimiento en alienación y vulgar forma de matar el tiempo.

Volver a ver El espíritu de la colmena (que ha resistido sin un rasguño el paso del tiempo: no se puede decir lo mismo de El Sur, a pesar de sus indudables hallazgos) es recuperar todo lo que el cine tiene de lenguaje genuino, capaz de transmitir sus emociones a través de imágenes más que de palabras. El propio Erice reconoce sus deudas con el cine mudo. Pero no dejó de mencionar ciertos manierismos a la hora de componer escenas o fotogramas que parecen cuadros clásicos, con su luz, su atmósfera y su misterio, y avisó de que esas citas pudieran coagular la trama, el fluido dramático, y menoscabar el valor de una película que, cuando hace medio siglo recibió la Concha de Oro en San Sebastián, fue recibida con división de opiniones, y el comentario despectivo de alguno que llegó a decir que “parecía una película checoslovaca”.

Erice nos practica una trampilla a la infancia y a las potencias perturbadoras y de conocimiento del cine. Esa noche descubrí que el público del pueblo castellano donde se rodó el filme (y la propia Ana Torrent niña) vieron aquel día por primera vez Frankenstein, y que los rostros que Erice y Luis Cuadrado tuvieron la pericia de filmar eran los del genuino asombro, la emoción verdadera al asomarse a una cumbre del cine de todos los tiempos, el terror y la inocencia. Con todas sus consecuencias. Y los ojos de la niña Ana Torrent bebiéndose aquel maravilloso espanto como agua que quema. Como la propia película revela. Lo que Erice logra también con este espíritu que me emociona profundamente cada vez que viene a verme, o lo visito.

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Los susurros forman parte de la forma de comunicarse los niños, sobre todo de noche, cuando no quieren que los adultos descubran que, en vez de dormir, hablan. Pero en El espíritu de la colmena, donde tan pocas palabras se dicen, y que empieza casi como El Quijote, esos susurros son los que dan cuenta de un país donde reinaba el miedo a hablar abiertamente, sobre todo de la guerra.

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No lo dudamos.

Sentimos el deseo de volver al cine.

Nos cuesta hacerlo.

Seguimos teniendo fe en su capacidad para encender y encadenar sueños, recuerdos y deseos.

Pero no es fácil mantenerla.

Nos defrauda.

El comercio lo corrompe casi todo.

No todo.

Víctor Erice todavía cree.

Ha vuelto, aunque él dice que nunca se ha ido. Que no ha dejado de hacer ni de decir a su manera. Cerrar los ojos es su nueva carta después de tanto tiempo.

Es frágil, arriesgada, porque se desnuda y nos invita a desnudarnos con él.

Su cine es tan respetuoso que no cae en el impudor.

Yo creo que si Ángel Fernández-Santos todavía viviese y hubiera trabajado en el guion con él se habrían evitado algunos bajíos por los que a mi juicio pasa la barca de la película y amenaza su flotación. Hubiera habido (creo) más elipsis. Todavía menos palabras.

Porque la película dice demasiadas cosas. Aunque también permite que las leamos por nosotros mismos.

¿Era necesario que la hija del rey triste apareciera?

¿Era necesario que el rey triste muriera cantando?

Es significativo que ese rey triste que encarna José María Pou (que está mejor al principio que al final, más convincente, aunque hay que tener en cuenta que la muerte es derretirse) recurra al agua de un jarrón de rosas blancas para borrar el maquillaje de su hija rescatada de Shanghái: de lo que su madre había hecho de ella. ¿Una prostituta? ¿Una cantante? ¿Una actriz?

Cuando ambos cantan sobre el suelo de la mansión en un lugar borroso de las afueras de París (acaso no lejos de donde vive Peter Handke) la película entra en un terreno incierto.

Luego vemos los primeros planos de los rostros iluminados en la oscuridad del alma de cada uno, en la butaca de su vida en un cine cerrado y reabierto para este instante terapéutico (en realidad, milagroso) del cine para restaurar una memoria, una vida, una película.

El cine no es la vida. Y es bueno que no lo sea. No solo porque no pueda serlo. Se quiere parecer a la vida, y en su empeño resulta pueril. Pero es un juego muy serio. El que los actores interpretan sometiéndose a las reglas de un jugador más poderoso (un rey triste) para que sus gestos, muecas, rictus, voces, digan, sean… como el director (sumo hacedor) quiera: un pequeño dios que se sirve de criaturas inventadas por su imaginación y soñadas por su deseo para que imiten a la vida y nos hagan pasar un rato en el que suspendamos nuestro escepticismo, nuestra incredulidad, nuestra prisa, nuestro cinismo, y volvamos a ser niños.

Como cuando empezamos a ir al cine.

Ahora que casi hemos dejado de ir, esta película hace mucho para que el cuerpo recuerde: el neurólogo dice que somos algo más que memoria.

Ojalá.

El cuerpo recuerda.

El mar resuena detrás de la nuca, detrás de la tapia, detrás de los ojos, detrás del tiempo.

Y una canción de una vieja película del Oeste (Río Bravo) cantada en Castell de Ferro, un pueblo de la costa de Granada, abre las compuertas de una emoción que acaso la música y tal vez las imágenes consiguen encender como un faro en la noche más oscura.

“Soy Ana”, dice Ana Torrent, y vemos cómo a través de esa trampilla celeste que es el cine se comunican la Ana niña de El espíritu de la colmena con la Ana adulta de Cerrar los ojos cuyo padre ha perdido la memoria y por tanto la conciencia de quién es.

Ella trabaja en el Museo del Prado enseñando obras maestras a extranjeros. Un trabajo hermoso que sin embargo la rutina degrada.

¿Como la imagen que no se cuida?

Y José Coronado, que aquí encarna seguramente el papel de su vida, vacía el agua de lluvia que ha llenado sus zapatos y acaso nos diga que desnudos (descalzos) llegamos y que descalzos (desnudos) nos vamos.

Mientras tanto el cine nos da la mano para que cerremos los ojos y vemos esa verdad que es invisible a los ojos. Como quería Antoine de Saint-Exupéry.

Cerrar los ojos es una toma de conciencia. Aunque eso no nos salva.

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El protagonista de Cerrar los ojos, Manolo Solo, trasunto de Víctor Erice, podría en realidad también ser una proyección de mí mismo. De lo que me espera. Cuando se revele la impostura. Cuando se resquebraje la máscara. Cuando te das cuenta y se da cuenta de que ese tú, este yo, era en realidad un personaje (iba a escribir “de ficción. Pero sería una redundancia: todos los personajes son de ficción. Incluso los que son recibidos y tratados de tales. Personajes. Por eso le incomodaba tanto a Rafael Sánchez Ferlosio que le trataran de personaje. Difícil hallar mayor menosprecio).

La película habla de un actor que desapareció. Y la trama es un tanteo por esa niebla en la que se desvaneció. Y el recorrido que el director que no pudo terminar su película de Shanghái emprende a su pesar para dar con su amigo, que muchos pensaban (no él) que se había quitado (literalmente) de en medio. ¿Por eso dejó los zapatos junto al acantilado?

Yo he soñado con hacerlo. Con desaparecer, con irme, y empezar mi vida en otro lugar donde nadie me conozca (en un lugar perdido acaso de Chad o de Bolivia).

Pero quien más me interpela es ese director que dejó de rodar, que apenas escribe, que sobrevive haciendo traducciones y pescando (como marinero, en un pequeño barco de un amigo), viviendo en un chamizo que es la ampliación de una vieja caravana, que es donde está su cama, varada en la costa de Granada, en un terreno que codician los que hacen de la codicia un modo rentable e inescrupuloso de vivir.

Manolo Solo vive solo. Su vida se ha convertido en eso. En esa soledad. Con un puñado de amigos con el que cantar de noche una canción melancólica del viejo Oeste. Al margen de la vida que vivió. Con unos cuantos libros y la certeza del fracaso fundamental de la vida. Hasta que la muerte venga un día a reclamarlo. Y le derrita esas ojeras, que son el maquillaje que ya no se podrá quitar mientras viva.

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No dejo de recordar momentos, motivos, capas, fogonazos de Cerrar los ojos. Es como si la película de Víctor Erice (con quien espero reconciliarme un día. Aunque es posible que ni siquiera se acuerde del episodio, o no me tenga en su cajón de rencores) estuviera hecha para eso: para recordar historias propias (del cineasta) y ajenas (mías, y de otros): de todos los que podemos caer bajo su influencia, contaminados por parecidos sueños e ilusiones que son la sustancia química y metafísica del cine, un arte tan caleidoscópico, tan popular y elevado al mismo tiempo, tan de barracón de feria y capaz también de mostrarnos el sentido remoto e inextricable de los sueños, como una suerte de viaje alucinado y alucinante a lo que somos y no somos capaces de nombrar, o no nos atrevemos. El arte mayor que parece condenado a dejar de serlo. Por codicia, por desidia, por amor al comercio, por pereza, vulgaridad, cobardía. Porque parece como si hubiéramos elegido vivir una vida sin sentido.

¿Es Erice un mitómano, un profeta, un iluminado, un artista? Lo es. Es un poco todo eso, aunque él no quiera y se quite importancia, aunque la tenga. No es de extrañar que, como de pasada, sin querer, se cite a Dreyer en medio de Cerrar los ojos. Porque es cierto que en muy pocas películas ocurren milagros como en Ordet. Pero en Cerrar los ojos hay una pequeña revelación, que concierne a un solo ser humano que ha perdido la memoria y por lo tanto la llave de su identidad, ese quién es que nosotros, cada uno, cree saber y con esa certeza de cimientos movedizos vive cada día, y cada noche. Como todos y cada uno de los pasajeros y la tripulación de este gran caballo de hierro que embiste el mar con su espolón de energía y reduce la distancia entre un continente y una isla, a base de potencia, conocimiento del medio (física e ingeniería) y de las cartas de navegación (geografía) y no pocas raciones de razón y voluntad.

El episodio en cuestión es cuando el antiguo cineasta le pregunta a su antiguo amigo, el protagonista de su ambiciosa cinta inacabada (que es un trasunto de El embrujo de Shanghái, que Erice nunca pudo rodar), si le reconoce. Ni siquiera cuando le muestra la fotografía del servicio militar que ambos hicieron en la Armada, a bordo del destructor Rayo. Ni se reconoce ni le reconoce: “Ese no soy yo. Y ese no eres tú”. Y acierta de pleno. ¿En qué medida seguimos siendo los que fuimos? Nos gusta pensar que sí, pero no es más que una fantasía. Tenía razón Unamuno cuando decía que la existencia es un constante desnacer.

El cineasta reconvertido en traductor y pescador (oficios cargados se sentido bíblico. No olvidemos que Ordet se traduce como La palabra) le pregunta a su amigo sin sombra si le puede ayudar en las tareas del asilo donde le han acogido, y donde hace honor a su condición de manitas. En vez de hacer sombras, hacer cosas con las manos. La vieja disyuntiva marxista del trabajo manual e intelectual aquí se resuelve de la forma dialécticamente más suave, menos sangrienta. El actor le pregunta qué es lo que sabe hacer. Creo recordar. (Esta película, como El espíritu de la colmena, hay que verla muchas veces. Como todas las buenas películas). Y Manolo Solo le confiesa que nada. Pero le pide el actor que encarna Coronado que le muestre las manos, y se da cuenta de que son las manos de alguien que (a pesar de escritor, a pesar de traductor, a pesar de cineasta) ha hecho cosas con ellas, las ha empleado en sobrevivir. Es entonces cuando le dice: “Vamos a encalar”. Será uno de los momentos más hermosos del filme, ellos encaramados a sendas escaleras de mano, encalando un depósito de agua, y la cámara enfocándolos, en suave contrapicado, a través del blanco restallante de la ropa tendida, sábanas blancas con un leve hervor de añil que remiten a otras escenas del cine que Erice sabrá nombrar con los ojos cerrados, y que a mí me remite al neorrealismo italiano y al vanguardismo soviético, y que acaso sutilmente evocan esa máxima que dice que lo importante no es vivir sino navegar. Como esta noche en medio del Atlántico en la que también recuerdo otro momento milagroso de Cerrar los ojos, sin palabras, cuando Manolo Solo le pide al desmemoriado actor que haga los mismos nudos que él acaba de hacer, como aprendieron en la Marina, como me enseñó mi padre. Y las manos del actor recuerdan sin conciencia de saber lo que sabían. El cuerpo tiene memoria. Tal vez seamos algo más que memoria. Polvo enamorado. Materia de los sueños. Un haz de luz para que suban al cielo las polillas.

 

 

Fotografías de Corina Arranz. Alcabre, verano de 2023.

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