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Mientras tantoLos otros virus

Los otros virus


Los nacionalismos y los populismos son otro tipo de virus tan dañinos y peligrosos como el que actualmente nos afecta. La historia enseña que nunca han traído nada bueno para el planeta. Al contrario: alientan la división. Son de una habilidad y una tenacidad inimaginables. La vacuna llamada democracia teóricamente atenúa su existencia y expansión, pero cuando se cree que han sido dominados e incluso exterminados mutan sus cepas y reaparecen con la misma fiereza de fanatismo no exento de idiotez.

El presidente francés, Emmanuel Macron, al referirse a la gravedad de la pandemia del Covid-19, ya advirtió hace una semana que si la Unión Europea no respondía unida a la catástrofe sanitaria, social y económica las consecuencias serían trágicas pues alentaría el fortalecimiento de los populismos y a la postre de los nacionalismos. En esa línea se han expresado también los jefes de gobierno de España, Portugal e Italia. La UE está dando pequeños pasos para encontrar una respuesta común a la crisis, pero queda aún mucha letra pequeña por acordar. Y en Bruselas se conoce bien esa máxima deportiva de que hasta el último minuto hay partido, porque en los detalles está el diablo. Todo va lento. La capital comunitaria prohíbe siempre el reloj y sugiere entretanto una lista de tranquilizantes a adquirir en farmacias de guardia en el barrio europeo. El edificio se resquebraja, pero los señores del Titanic piden a la Comisión Europea y a sus sherpas de gobierno que elaboren más papeles hasta encontrar el mínimo, no el máximo, común denominador.

Yo tengo ideas extrañas. Las he tenido antes, durante y probablemente después del coronavirus. De ahí que me gaste los cuartos llamando con frecuencia a Jamaica para hablar y ser aconsejado por ese Lacan del siglo XXI que es mi psicoanalista mulato Jacques-Marie McFarlane. A lo mejor son descabelladas y estrafalarias, pero creo mucho en el cara a cara, en poner a la gente en situaciones imprevistas. Estudiar su comportamiento y observar la reacción. No es que busque un papel de mediador entre dos partes, de escuchar a unos y a otros y de acercar posturas. Mi capacidad no llega a tanto. Mi intelecto es limitado y tengo, además, la desventaja de ser un humano asocial, tendente a rata pacífica sin demasiadas expectativas de curación.

«Lo que me está diciendo es la mayor estupidez que he oído desde que nos conocemos», me dijo ayer entre risas el doctor jamaicano tras escuchar mi propuesta. «Conmigo no cuente», remató. Esta última frase la dijo en perfecto español aprendido en la almohada un verano en Granada y después de muchas lecturas de autores contemporáneos hispanos.

Y esta propuesta no era otra que la de reunirme, una vez que termine la pesadilla, la desescalada progrese y el desconfinamiento airee las ventanas de mi cueva, con un pequeño ramillete de voces sobresalientes del independentismo catalán. Convocaría a los indepes no en tierra hostil para ellos, sino en la masía pirenaica de la familia Pujol durante un fin de semana relajado, informal y sin ningún tipo de agenda o guión preestablecido. Llevaríamos novelas policíacas de Vázquez Montalbán y Dolores Redondo, naipes, el monópoly, pelis de Totó y Berlanga y naturalmente un buen avituallamiento gastronómico preparado por Carme Ruscalleda y pagado por los Pujol en un gesto desinteresado de buen rollo.

No seríamos muchos los asistentes. Ni siquiera contaríamos con la participación del patriarca y propietario de la mansión para evitar que él monopolizara la conversación, el juego y hasta el examen después del visionado de los filmes. Evitar al máximo prejuicios y rencores. Invitaría al encuentro a Carles Puigdemont, a su valido y actual presidente de la Generalitat, Quim Torra, y a su leal consejera y portavoz, Meritxell Budó. Imprescindible sería McFarlane, pues entre juego y juego, aperitivo y aperitivo, peli y peli, éste iría llevando a cada uno de los indepes al diván para tratar de entender mejor sus actos y sus juicios. La única regla que deberían aceptar sería que las sesiones no fueran privadas -el vino y el cava nos habrían desinhibido para entonces- y que si el médico lo estimaba oportuno accedieran a la hipnosis. Me temo que esto último despertaría el recelo de más de uno. Desde luego, si entre los invitados hubiese figurado Jordi Pujol, el molt honorable se habría resistido sin duda como gato panza arriba y acusado al jamaicano de ser un vendido del nacionalismo español.

Allí el admirador de Lacan pondría en situación, por ejemplo, al exiliado de Waterloo para que explicara su idea de convertir la Diada próxima en un acontecimiento mundial con una coreografía gigantesca. «¿Respetaría los protocolos de distanciamiento social de un metro o metro y medio?», preguntaría Jaqcues-Marie. «Naturalmente. Si lo han hecho los israelíes también lo podemos hacer los catalanes. Y, por supuesto, mucho mejor», respondería Puigdemont. «¿Y cuánto espacio ocuparía la concentración?», inquiriría atónito McFarlane. «Toda la ciudad y si fuera preciso todo el perímetro de nuestro país».

Torra, muy nervioso pero firme y vehemente en el verbo, repetiría en inglés, catalán y castellano que Madrid ha gestionado fatal la epidemia y que, en realidad, ha decretado otro artículo 155 encubierto por la vía de los hechos recentralizando competencias: «Si nos hubieran dejado a nosotros…». «Dígame, mister Quim, sinceramente ¿odia tanto al Ejército español?». «Con toda mi alma, Jacques-Marie. Es una fuerza de ocupación extranjera». «Pero tengo entendido que usted públicamente se resistió a la participación de los soldados en la desinfección de residencias de mayores y la puesta en marcha de hospitales de campaña , pero en privado les pedía auxilio…» «No, eso no se ajusta exactamente a la realidad». «Hay pruebas, señor Torra». «¿Y usted qué sabe, doctor mulato, si viene de un país subdesarrollado muy distinto al mío», gritaría el valido de Puigdemont con una mirada de súplica a éste.

Meritxell Budó, al ser la última en pasar por el diván y sabedora de lo que se le venía encima, no podría controlar una risa nerviosa y se adelantaría a la intervención del psicoanalista: «Ya sé perfectamente lo que me va a preguntar. A mí me rogó el president Torra que dijera en la tele que en una Cataluña independiente no habría habido tantos muertos e infectados. Habríamos decretado el estado de alarma dos semanas antes que Madrid». «¿Y así lo piensa usted, miss Budó?». «Escuche. Yo no pienso nada. A mí me vienen las órdenes de mis superiores , actúo y punto», concluiría en estado de agitación la portavoz.

«Por favor, por favor, amigos y amiga. No perdamos los nervios ni nos alteremos. Hemos venido a descansar y a relajarnos, ¿verdad, Jacques-Marie?», intervendría yo, esta vez sí, en actitud de mediador. ¿De mediador entre quiénes, entre ellos, entre ellos y yo, entre ellos, yo y McFarlane?, me dije por un instante pero aparté inmediatamente ese extraño dilema por temor a confundirme todavía más. «Pasemos entonces a la mesa y disfrutemos de la maravilloso cena que ha preparado Ruscalleda. Mañana será otro día», exclamaría ante el aplauso y los vivas de los demás.

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