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Mientras tantoLos Panero: esa familia feliz

Los Panero: esa familia feliz


 

Imagen de la película El desencanto

 

Fue en Buenos Aires hace ya muchos años.  Me quedaban pocas semanas para regresar a España y abandonar los alfajores, el fernet y la parrilla. Estaba en casa estudiando cuando empezó a sonar una canción que hablaba de un tal Michi Panero. El cantante no era otro que mi ahora queridísimo Nacho Vegas, pero entonces tampoco sabía quién era.  Por aquellos tiempos vivíamos en una casa que se caía a trozos en el barrio de San Telmo. La casa tenía humedades, fugas de agua, un horno eléctrico y ratas a mansalva, pero éramos felices; es difícil no ser feliz en Buenos Aires cuando se tienen 22 años. Escuché esa canción hasta la saciedad pero no fue hasta algún tiempo después cuando empecé a leer acerca de los Panero. Su historia, como a muchos, me conmovió. Empecé por el final, como siempre suelo hacer y leí Los últimos días de Michi Panero, de Miguel Barrero. El libro no es ningún prodigio pero para mi fue la necesaria continuación de la canción de Nacho Vegas, cuyo título enigmático era El hombre que casi conoció a Michi Panero. La canción y el libro sellaron mi amor incondicional por el escritor sin obra, la oveja negra –si es que no todos eran ovejas negras- de la familia Panero.

Hay dos películas documentales que me impresionaron mucho en su momento: El desencanto y Después de tantos años. Ambas están dedicadas a los Panero, símbolo de la decadencia de la familia burguesa en las épocas más rancias del franquismo y post-franquismo español. El desencanto (1976), el documental ya de culto de Jaime Chávarri, es un testimonio desolador que  ahonda en la mentira de esa familia católica y patriarcal que eran los Panero. Pero no sólo aborda la fragmentación y aniquilación de una supuesta unidad familiar, sino que logra hacer una radiografía de esa  vieja España que se descompone en tristezas: la metáfora de una España disfuncional que aún hoy consigue erizarnos el pelo. Porque da miedo, esa España da mucho miedo. Por otro lado, Después de tantos años es la continuación de El desencanto y si bien tiene menos fuerza que la primera, es algo así como un desenlace. El colofón de una historia de terror mucho más triste y terrible. Porque en El desencanto queda lugar para la esperanza del futuro, en Después de tantos años ya no.

Se ha hablado mucho acerca de El desencanto y de ese malditismo que recorre la historia de esta familia afincada en Astorga. Leopoldo Panero, el gran poeta, el intelectual de derechas al que se le permitía todo en el hogar familiar, ese padre y marido ejemplar de puertas para fuera; Felicidad Blanc, esa mujer fascinante que vivió a la sombra más absoluta del genio y caprichos de su marido; y esos tres hijos algo más que descentrados. Leopoldo María, el niño genio, Juan Luís, a la sombra del niño genio y Michi, a la sombra de todos, ese niño más normal que no se salvó tampoco de la quema de los Panero.

“Éramos tan felices, ¿no?”. Esta era la frase que el pequeño de los Panero, Michi, repitió durante días, incesantemente, después de la muerte de su padre. El autoengaño de la felicidad fue, a mi juicio, la verdadera desgracia de personajes como Felicidad Blanc o Michi. Ayer leí el guión de El desencanto, con un espectacular aunque anacrónico prólogo de Jorge Semprún, y me maravillaba al descubrir diálogos y anécdotas que había olvidado por completo. Hay una escena que no se me borrará nunca de la cabeza, esa en la que Felicidad Blanc decide acabar con una camada de cachorros y los mete en una caja de cartón que va a tirar al río. Pero antes de deshacerse de la caja, hace unos agujeros en la caja para dulcificar la muerte de los cachorros. No puedo asegurarlo, pero pondría la mano en el fuego de que tuve pesadillas después de ver esta escena que ayer volví a leer. Hay algo tétrico pero también de desarmante humanidad en Felicidad. No sé qué es, pero me fascina.

Leí también esta semana -casualidades- un ensayo que pertenece a Una vida absolutamente maravillosa, de Enrique Vila-Matas. En él hablaba de Michi en «El último Panero». Narraba como la tristeza embargó también, finalmente, al más vitalista de los Panero: al pequeño Michi, para el que los días del recuerdo llegaron prematuramente. Perteneció a la estirpe de «escritores» malditos que pulularon por Malasaña, adeptos a la vida de los bares y el alcohol, como Leopoldo, su propio hermano. Pero Michi no escribió ni formará parte de la historia de la literatura de este país, como sus hermanos o su padre. Lo suyo fueron algunos cuentos de los que apenas hay trazas, y crónicas televisivas.  Pero eso sí, nos dejó una gran frase que siempre me viene a la cabeza en los momentos menos esperados: “En la vida puedes ser de todo menos un coñazo”.

 «Todas las familias felices se parecen entre sí; las infelices son desgraciadas en su propia manera.» Tolstoi

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