“Un adulto –escribe Simone de Beauvoir– es tan solo un niño inflado por los años”. Me encanta esta definición por poner de manifiesto el estúpido argumentario de mis mayores. Se han empeñado los malditos en hacerme creer que el paso de los años les confiere una cátedra sobre la que dictaminar conclusiones irrefutables para quienes hemos nacido mucho después. Es una egolatría absurda que odio especialmente durante estas fechas, pues tengo que sentarme frente a personas que quieren enseñarte a vivir a partir de sus propias vidas. Qué quieren que les diga, yo no tengo la suerte de que en mi mesa se sienten personas que inspiren ganas de vivir. Más bien todo lo contrario. Me pregunto entonces qué patria es la mía, si además de renegar de naciones, banderas e himnos, ahora también reniego de algo tan grueso como la condición de adulto. Tengo que decirles que reconozco que mi deserción frente a esta etapa que todo ser humano parece estar obligado a vivir es una de las más insensatas decisiones que me atribuyo, pero es que pienso que la sensatez ha adquirido en nuestros tiempos un significado patológico. Pensadlo, la política española ha estado y está llena de hombres sensatos que se sientan, como se sientan tus padres, abuelos y tíos frente a ti en la jodida cena de Navidad a decirte qué es sensato y qué no, utilizando argumentos desde hace mucho caducados y tan solo alzados por una voz ronca de vejez.
Me temo, pues, que mi patria tampoco es la política y, al parecer, hasta hace poco, muchos se expatriaban de la misma ahogados por el desencanto de ver cómo votar, en un país como el nuestro, no servía de mucho. Me atrevería incluso a decir, que muchos se expatriaron, como yo, de la edad adulta, y se concedieron el privilegio de cuestionar la sensatez tal y como se había entendido hasta el momento dicho término. Se hicieron, de algún modo, mucho más jóvenes y en consecuencia, insaciables, tratándose, por cierto, de una juventud no dictaminada por los años, sino por el espíritu. Pero al poder nada de esto importó demasiado hasta que los nuevos “no adultos” se convirtieron en contrincantes que se afincaban en el mismo terreno de juego que ellos. Fue entonces, cuando la política española se dio cuenta de que en casa la mesa se comenzaba a quedar vacía incluso los veinticinco de diciembre y que quizás era imprescindible un lavado de cara para que al menos la gente se apuntase al postre. Pero el llamado cambio generacional del que tanto se habla, más que resultar un verdadero giro en el ideario de ciertos partidos (a pesar de los esfuerzos de sus dirigentes por vestir vaqueros en vez de traje) a lo que en verdad se parece es a una de esas menopausicas que deciden comenzar a mentir acerca de sus años, olvidando que las arrugas también se perciben a través de la voz.