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AcordeónLos pasajes comerciales de Madrid en el siglo XIX

Los pasajes comerciales de Madrid en el siglo XIX

 

En el siglo XIX los pasajes comerciales crearon en toda Europa una arquitectura original y unas formas de intercambio comercial que imprimieron carácter a la vida urbana e introdujeron nuevos modelos de relación social y comercial. Los primeros pasajes fueron los de París y al terminar la centuria fue rara la ciudad europea de cierta importancia que no poseyera una galería comercial.

 

Construidos como galerías que conectaban dos puntos de una zona urbana, al hacerlo la ponían al abrigo de las adversidades climáticas y del tráfico. En ellos la vida urbana fluía animadamente bajo el impulso del capital privado. Una oferta amplia y variada de objetos, exhibidos en vitrinas, competían ante los ojos del paseante-comprador. La luz que se filtraba por sus cubiertas acristaladas hacía muy  placentero su recorrido. Actividades complementarias: cafés, restaurantes, música… inducían al ciudadano a transitar por su interior.

 

Hacia 1900 el modelo comercial parece agotarse en sí mismo. Aunque todavía se construyen algunos pasajes en el siglo XX es ya una fórmula que ha entrado en crisis. En su declive influye la aparición de nuevas formas de distribución y venta del comercio minorista y los planes finiseculares de expansión de las grandes ciudades, París, Londres. Berlín… Los pasajes comerciales parecen no tener ya sentido en un mundo urbano cada vez más grande, más masificado y atento a otros canales de intercambio y exposición de productos.

 

Es el momento, mediando el siglo, en el que Walter Benjamin empezó a trabajar en el manuscrito del Libro de los pasajes. Su reflexión se hacía al hilo de unos hechos que ya poco tenían que ver con las primeras décadas del ochocientos. Su pensamiento sobre la evolución de la sociedad se detuvo en la observación de los pasajes y arrojó luz y sensibilidad al hecho. Sus ideas se construían con su experiencia personal y las aportaciones y datos ya escritos y publicados sobre los declinantes espacios. En sus Apuntes y materiales aparecen los pasajes, la moda, la figura del flânneur…, todos los elementos de esa incipiente forma de consumo moderno.

 

La construcción de pasajes comerciales empieza en Madrid con la monarquía de Isabel II. La actividad económica toma impulso con el régimen isabelino  debido en parte  a las medidas desamortizadoras de los bienes del clero realizada por el ministro Mendizábal en 1836, que se completa y redondea con la llamada desamortización general de Madoz en 1855. Con las dos operaciones se ponen a la venta bienes pertenecientes a la Iglesia, a los municipios y al Estado. Dichas operaciones abren la puerta a la inversión privada. Liberar una parte de suelo urbano y ponerlo en manos de inversores privados era una forma de dar paso en la ciudad a la nueva economía moderna  de signo capitalista.

 

En el Madrid isabelino la monarquía tomará un papel conductor en este proceso al acometer ella misma la primera remodelación interna de la ciudad, la de la Puerta del Sol. Con esta operación atrajo hacia las arterias aledañas a los negociantes privados. Ellos fueron los primeros constructores de galerías comerciales en la ciudad. Es evidente que éstos, al imaginar formas nuevas de intercambio comercial, pensaban en París. Es probable que muchos conocieran personalmente esos pasajes parisinos o a través de imágenes ya muy difundidas por periódicos y revistas. Además, en este momento la idea de este tipo de tiendas era defendida con entusiasmo por Mesonero Romanos, uno de los inspiradores de la ciudad del ochocientos desde su doble vertiente de hombre público y de cronista de la villa.

 

El suelo urbano en Madrid, como en París, se convertiría en uno de los buenos negocios modernos. Tanto para los aristócratas propietarios, poseedores de grandes espacios físicos en la ciudad, como para los compradores burgueses de suelo desamortizado. En una ciudad carente de materias primas que hiciesen posible un desarrollo industrial, sin tradición de actividad económica ligada a mercados exteriores su condición de capital del Estado le dará acceso a nuevas formas de enriquecimiento con el negocio inmobiliario.

 

Las actividades financieras, las inversiones de capital extranjero, la construcción de infraestructura y comunicaciones eran decisiones políticas que se tomaban desde Madrid. La ciudad no poseía un mercado exterior e interior propicio al desarrollo de una industria textil moderna como Barcelona, tampoco disponía de materias primas, por lo que  su desarrollo futuro va a estar ligado a nuevas actividades y dentro de ellas la vida comercial será un sector en crecimiento que irá perfilando la vocación comercial de la urbe.

 

El crecimiento general de la población, la consolidación del Estado liberal, el aumento de la población empleada en su administración y gestión irán atrayendo a la villa a un grupo creciente de negociantes grandes y medianos que invertirán en formas nuevas de comercio ciudadano que venían de otras partes de la  Europa más desarrollada del momento. Especialmente de París.

 

 

Pasaje de San Felipe

 

El primer testimonio sobre los pasajes comerciales de Madrid aparece en el Diccionario de Madoz. Es muy precisa la información que nos da sobre ellos en 1848, año de la publicación de su magna obra. Nos habla de cinco establecimientos de este tipo, uno todavía no terminado para esa fecha. Un año después completa la información escrita con una gráfica en el plano  que  acompaña a su obra.  

 

El pasaje de San Felipe se levantó en 1839 y formaba parte de un conjunto dedicado a uno de los primeros mercados cubiertos de la ciudad. Se erigió en un solar hasta entonces perteneciente al convento de San Felipe Neri. Se encontraba entre la calle de Bordadores y la de Hileras. Madoz destaca que a pesar de lo sólido y moderno de su construcción resultaba difícil atraer a los vendedores hacia sus instalaciones. Es evidente que la transición hacia formas de venta y distribución comercial se hizo con esfuerzo en una ciudad anclada en el Antiguo Régimen. Por ello seguramente se completó la construcción del mercado con el pasaje comercial del mismo nombre. Se pensaría que podría atraer hacia allí un flujo más grande de clientes creando otro tipo de servicios que dinamizarían un espacio en aquel momento carente de atractivo comercial.

 

Disponía de tres entradas, una por la calle de Bordadores, otra por Hileras y otra por la plazuela de Herradores, que comunicaba directamente con el mercado. Tenía una galería de 70 metros de longitud, un pavimento de losas cuadradas y una cubierta de cristales que era uno de los elementos de referencia de estos espacios en toda Europa por esas fechas. Estaba concebido como un espacio multicomercial y disponía de tiendas a cada uno de los lados de la galería con una oferta muy diversa: quincalla, estampas, y “otras frioleras”, en palabras de Madoz. Es interesante señalar que asimismo contaba con un gabinete de lectura de periódicos, práctica muy extendida en las ciudades europeas que por esos años se abrían a la modernidad. Igualmente contaba con espacios para alquiler de despachos de empresas y para artesanos. No me consta que tuviese cafés o restaurantes.

 

Si se compara la arquitectura de este pasaje, el primero y más antiguo de Madrid, con los parisinos coetáneos, resalta en el madrileño la cubierta acristalada. La huella del pasaje de la Ópera parisino o de la cubierta interior de la galería Vivienne es perceptible. Sin embargo en el edificio madrileño hay unos elementos decorativos muy arcaicos, inspirados en el arte medieval. La pugna entre lo viejo y lo nuevo es evidente en su ornamentación.

 

 

Pasaje Mateu o Matheu

 

Unos años más tarde se levanta cerca de la Puerta del Sol, que se estaba convirtiendo en el centro neurálgico de la ciudad, otro pasaje del que existe abundante documentación. Se trata del Pasaje Mateu o Matheu, también llamado de la Villa de Madrid. En la documentación guardada  en el Archivo Histórico de Madrid se puede seguir paso a paso todo el proceso de su construcción.

 

El pasaje se levanta en terrenos expropiados al convento de la Victoria entre las calles de Espoz y Mina y de la Victoria y se culmina en 1847. Es un proyecto inmobiliario que se aparta de las inversiones tradicionales y que se apoya en un promotor de suelo urbano, Manuel Mateu, que desea convertir el convento demolido en un negocio destinado a crear una oferta y unos servicios  nuevos en la ciudad. Decide construir en su suelo varias viviendas y un pasaje comercial. En su momento la construcción debió ser la más importante de la ciudad en su tipo.

 

Disponía de una galería de dos pisos de 141 metros de largo y 8’5 metros de ancho cubierta en el centro por una estructura acristalada. No se escatimó nada en su decoración, muy parecida a sus homólogas europeas. La prensa resaltó que el local, por su comodidad y dimensiones, era el mejor de la corte y que competía dignamente con los pasajes de Londres y París. Parece que artistas franceses cubrieron de adornos la enorme extensión del pasaje. Seguramente a su promotor la decoración del pasaje de San Felipe, el único hasta entonces de la ciudad, le resultaba un poco arcaica.

 

No obstante, en su acabado intervino un diseñador español y el arquitecto fue igualmente nacional. El ornato interior de las tiendas estaba inspirado en el gusto francés y la prensa madrileña subrayó esa influencia. Efectivamente, el pasaje comercial se parecía bastante a los parisinos de la época y sin duda las pautas del modelo original estuvieron muy presentes en los decoradores franceses y españoles que intervinieron en su creación.

 

En años sucesivos se continuaron construyendo pasajes en Madrid, pero los dos anteriores fueron los pioneros. A pesar de la solidez de su construcción ambos tuvieron problemas para resultar económicamente rentables y pasar a forma parte de las pautas y hábitos ciudadanos. El de San Felipe desapareció bajo la piqueta y hoy no queda huella del mismo. El de Mateu pervivió más tiempo. Arrasado por los usos y especulaciones urbanas posteriores dejó de ser una galería comercial, perdió sus tiendas y su bóveda acristalada, pero siguió siendo un pasaje entre calles muy transitadas que todavía hoy conserva el nombre de su constructor y las dimensiones del pasado. 

 

 

Pasaje Murga 

 

En el plano de Madrid de 1849, obra de Francisco Coello de 1849, aparece el pasaje Murga entre las calles de la Montera y la de Tres Cruces. Muy próximo a la Puerta del Sol, ya que en su construcción debió tener bastante importancia la remodelación de esta plaza. Las obras de la misma obligaron a replantear toda la zona, con lo que ello significó desde el punto de vista inmobiliario y especulativo. Cuando en 1859 se aprobó un Plano general de la Puerta y sus calles adyacentes aparecía como propietario de varias fincas en la calle de la Montera José Murga, que tenía su domicilio muy cerca, en la calle Mayor. Era uno de los miembros de la familia Murga, saga de comerciantes y financieros vascos que se había iniciado con Mateo Murga.

 

La fortuna de los Murga había empezado con actividades comerciales. En 1841, Mateo el patriarca de la familia, solicitó al Ayuntamiento de Madrid su matrícula como comerciante. Luego amplió sus negocios hacia el mundo financiero, especialmente en la década de los cuarenta, momento estelar en la vida de Mateo. En 1843 representó al grupo político progresista en las Cortes y figuró en los consejos de administración de innumerables sociedades, una de ellas con el nombre familiar.

 

Debió de ser de los primeros inversores urbanos que atisbó el valor comercial que iban a tener las fincas situadas cerca de la Puerta del Sol. Así, en 1841 solicitó licencia al Ayuntamiento para construir una casa de nueva planta en su finca de la calle de la Montera número 33.Unos años más tarde, en 1845, volvió de nuevo a pedir al Ayuntamiento permiso para construir un edificio en la calle de la Montera número 45, derribando una casa llamada Posada de la Gallega y levantando en su lugar un nuevo inmueble.

 

Dicho proyecto se concretó en la construcción de un pasaje comercial entre la calle de la Montera y la de Tres Cruces. El pasaje comunicaba ambas calles y se adaptaba a la arquitectura comercial imperante. En un principio fue destinado a bazar de la Compañía General de Comercio, pero más tarde se convirtió en una vía peatonal y cambió su fisonomía. Se transformó, tomó vida y se instaló pronto entre las tiendas un café que pronto fue uno de los mejores y más concurridos de la corte, según recogía la prensa. 

 

Para entonces Mateo Murga ya era uno de los capitalistas más importantes del Madrid isabelino. En una relación de grandes propietarios elaborada en 1846 urbanos aparecía como poseedor de siete fincas en la ciudad con una renta en reales muy elevada. Atravesó sin grandes sobresaltos el final del reinado de Isabel II y la llegada de la I República. La muerte de dos de sus hijos y la suya propia le brindó la oportunidad a su hijo José de reunir un importante patrimonio al llegar la Restauración de Cánovas. En 1870 las propiedades de la familia en Madrid se elevaban a treinta y seis, muchas de ellas situadas en las zonas más cotizadas de la ciudad. La presencia de la familia Murga en los negocios inmobiliarios madrileños, elevada a la aristocracia con el marquesado de Linares, se prolonga hasta la construcción de la Gran Vía en la segunda mitad del siglo XIX.

 

Del pasaje Murga, conocido durante mucho tiempo en la ciudad con el nombre de la rica familia propietaria, quedan  actualmente muchos vestigios. El tiempo ha sido bastante clemente con él, ha mantenido la apariencia exterior del edificio y ha conservado los espacios comerciales interiores. Emplazado en una zona que refleja como ninguna otra de la ciudad el primer desarrollo capitalista madrileño, ha logrado capear los vaivenes históricos y pervive modestamente encerrado en sí mismo, aunque  no se hayan potenciado sus posibilidades, como en estos últimos años se ha hecho en París, Roma, Milán… con estos edificios comerciales del siglo XIX.

 

 

Pasaje del Iris

 

Después de esos tres primeros pasajes todo parece indicar que la creación de una nueva galería comercial ya dejó de ser una novedad exótica en la ciudad. En 1847 se abrió uno nuevo: el pasaje del Iris, situado otra vez en el centro neurálgico de la ciudad. Muy cerca de la Puerta del Sol, comunicando la calle de Alcalá con la carrera de San Jerónimo, a la altura del número 10 de la primera calle, dos vías muy transitadas. Su emplazamiento entre esas dos calles le dio al pasaje del Iris un carácter muy funcional. Tardó bastante tiempo en construirse, pero cuando se terminó los madrileños se vieron recompensados por sus magníficas instalaciones. Estaba compuesto por tres galerías, dos laterales, llamadas de París y Londres, donde se instalaron tiendas, y una central, llamada de Madrid, en la que se instaló un café. Su decoración se atenía a la moda del momento. Los techos de las tres galerías estaban cubiertos de espejos y en el centro de la galería de Madrid había una bóveda acristalada. El interior de las tiendas estaba lujosamente decorado con mostradores de caoba, columnas, terciopelo…

 

El café, denominado con el nombre del pasaje, tenía el mismo carácter suntuoso y elegante. Con objeto de multiplicar la oferta de ocio y atraer a una clientela numerosa fue de los primeros cafés de la ciudad que tuvo música instrumental, novedad que en aquel momento tenían muy pocos cafés de la capital. Entre sus amenidades, contó con un reloj de música que ejecutaba danzas y contradanzas.

 

Seguramente debido a esa propuesta tan variada el pasaje del Iris se convirtió en uno de los lugares más atractivos de la urbe. Las tiendas de joyas, tejidos, artículos de regalo y la distracción añadida del café sedujeron a las mujeres de la burguesía acomodada, que reservaban mesas con anticipación y allí se reunían. Este tinglado no solo atrajo a las damas, también parece que fue el lugar predilecto de personajes como el torero Frascuelo y punto obligado de tertulias teatrales y políticas. Sin embargo, desapareció sin dejar huella arrollado por las obras de expansión de la calle de Alcalá.

 

 

Pasaje Jordá

 

La atracción de la Puerta del Sol explica en parte el porqué muy cerca del pasaje Mateu y del Iris se abrió poco después, en 1848, el Jordá. Seguramente las sinergias comerciales explicarían su aparición. Se llamó Nueva Galería, sin duda para distinguirla de las que estaban próximas, y fue destinada a la venta de sedería, bisutería y artículos de lujo. Constaba de una planta de sótanos, piso bajo y entresuelo. En su fachada destacaban las puertas y ventanas con arquerías y un interior muy iluminado por una rotonda central cubierta con una armadura de hierro y cristales. Todo el edificio tenía un toque más italianizante que francés.

 

El pasaje comercial se apuntó a las pautas establecidas y para competir en la oferta de ocio con los rivales abrió un café en el que actuaban pianistas y cantantes. La música instrumental ya no sería suficiente y para prevalecer tendría que recurrir a las actuaciones en vivo. A pesar de los esfuerzos, como sus competidores, el Jordá desapareció sin dejar huellas visibles en la ciudad.

 

 

Galería de la Exportación Comercial

 

Pasadas las convulsiones políticas derivadas de la revolución de Septiembre de 1868, los inversores volvieron a interesarse por los negocios comerciales. La Restauración de la monarquía impulsó enormemente los negocios inmobiliarios urbanos. El Plan Castro de Expansión de Madrid, que se había aprobado al borde de los conflictos políticos que expulsaron del trono a Isabel II, tomó impulso con la  restauración de la monarquía. Las nuevas circunstancias políticas favorecieron los intereses mercantiles y financieros y la estabilidad política propició el pacto entre conservadores y progresistas, animando las iniciativas empresariales y los negocios grandes y pequeños. Durante unas décadas, hasta la crisis de la última guerra colonial y  el Desastre de 1898, una mentalidad capitalista pareció adueñarse de la ciudad.

 

Así, en 1876, se pide licencia al Ayuntamiento para levantar otro pasaje comercial en la ciudad. Según Madoz y Fernandez de los Ríos, historiadores y conocedores de la ciudad, los pasajes isabelinos no habían tenido gran éxito en la villa. Sin embargo, los comerciantes madrileños no debían ser de la misma opinión y estaban dispuestos en 1876 a seguir apostando por ellos. Era este un momento en que en toda Europa se estaban levantando pasajes comerciales muy sobresalientes. En Madrid la formula seguiría vigente hasta terminar el siglo.

 

La urbe del último tercio del siglo XIX amplió su población y con ello su capacidad de consumo. Se transformó en un centro de atracción de actividades comerciales y financieras que fueron creando en ella una clientela más propia de este tipo de negocios. La continuidad espacial será una nota a destacar en su ubicación, pero los límites se irán ampliando de forma significativa.

 

Por ello, una empresa familiar que disponía de un local en la calle de Espoz y Mina conocido como Bazar de la Unión Comercial, elevó  una petición al consistorio para trasladar su negocio a la calle de Carretas. Este enlazaba de forma cubierta los locales a través de las citadas calles y se abría al callejón de Cádiz. Se creaba así un nuevo pasaje comercial que se llamaría Galería de la Exportación Comercial, cuyas obras las llevaría a cabo el arquitecto Francisco de Cubas.

 

Éste expone en la petición del proyecto las características tanto técnicas como decorativas del pasaje. Por aquellos años Cubas era uno de los arquitectos de más prestigio de la ciudad y es sintomático que se embarcara en un proyecto que tentó igualmente en todo el mundo a profesionales renombrados. La elección cuidadosa del arquitecto empieza a ser así uno de los signos de la expansión urbana capitalista, que tiende a asociar maestría técnica con talento e inversión inmobiliaria con pingües ganancias. Todo ello posibilitaba la obra personal y original de estos profesionales a la vez que ampliaba enormemente su clientela potencial.

 

El nuevo pasaje, aunque en parte conservaba la ubicación de los anteriores, desplazaba el acceso principal del edificio a la calle de Carretas. Ello era un indicador de la importancia que empezaba a tener por esas fechas esa calle de la ciudad y abría un precedente de cierta importancia en esta vía urbana. 

 

Poco después se levantaría en los números 23 y 25 de la misma calle todo un inmueble destinado a la explotación comercial. Poco a poco su actividad la convertiría en una de las arterias más comerciales y dinámicas de las calles adyacentes a la Puerta del Sol. La tendencia iría transformando esta zona en un nuevo centro de consumo y ocio urbano. En él se instaló el Teatro Romea, muy frecuentado y popular hasta su desaparición en un incendio, y poco después el cine Carretas.

 

Hasta tiempos muy recientes en la trayectoria comercial de esta calle ha existido una continuidad histórica. Durante la II Republica se creó en ella uno de los grandes almacenes de la época, Sederías Carretas. Actualmente la calle es una de las zonas más comerciales del centro de Madrid, sede de las casas comerciales más representativas de la industria de la moda nacional.

 

Por otro lado, los empresarios que se reunieron en ese nuevo espacio comercial pusieron en práctica  originales estrategias publicitarias para atraer el consumo. Utilizaron la ejecución de música en determinados días de la semana y contrataron a empleadas femeninas para atender a la clientela. Ambos hechos están hablando de que en la ciudad algo empezaba a cambiar. Ya no solo el sector doméstico, la costura, el lavado y planchado podían dar trabajo a la mano de obra femenina en expansión creciente. Aparecía un nuevo sector ocupacional para las mujeres que llegaban a la ciudad en busca de trabajo llamado a tener bastante significación numérica y laboral en el Madrid del siglo veinte.

 

Por ello, es de especial interés que en esa calle dinámica, viva, pero muy deteriorada por el desarrollo inmobiliario contemporáneo, se conserve como un vestigio del pasado la portada de Francisco de Cubas. La fotografía oculta bajo la hojarasca publicitaria los detalles arquitectónicos y decorativos del proyecto original. Pero siguen ahí, testigos de la evolución  histórica de la calle.

 

 

Pasaje Grases Riera

 

Al terminar el siglo se proyecta el último de los pasajes madrileños del XIX. Se concibe como una vía  de enlace entre la calle de Alcalá y la Red de San Luis, zona de la ciudad que ya estaba consolidada comercialmente.

 

El proyecto lo va a realizar Grases Riera, por esos años uno de los arquitectos de más renombre de la ciudad. Aunque había estudiado en Barcelona, donde fue compañero de Gaudí, se trasladó a Madrid y trabajó mucho en la capital. Un rico banquero de la Restauración, Javier González Longoria, le encargó la construcción de su vivienda particular, a la vez sede de sus actividades financieras. En ella Grases dejó una de las pocas huellas modernistas de la villa, la actual sede de la Sociedad General de Autores.

 

Su prestigio como profesional le valió seguramente el encargo de la construcción de la sede del Nuevo Club, sociedad privada, heredera del Veloz Club, institución cerrada y elitista dedicada al fomento del ciclismo cuando este deporte era todavía minoritario y aristocrático. Grases Riera levantó para ella en 1899 su sede social, situada en la calle de Cedaceros número 2 con vuelta a Alcalá número 24.La construcción de ese edificio y del Palacio de la Equitativa unos años antes seguramente le deparó la ocasión de vislumbrar las posibilidades urbanísticas de la zona.

 

En ella empezó a concebir la construcción de un pasaje comercial que uniese la calle de Alcalá a la Red de San Luis aprobado en 1901. No he podido saber por qué este proyecto fue retirado después de haber sido aprobado y no se llegó a realizar nunca. La idea, muy ambiciosa, requería un apoyo financiero que seguramente no encontró. El impulso económico que había insuflado a la vida urbana la Restauración canovista empezó a apagarse al terminar el siglo, a medida que se abría la crisis colonial. Las reformas urbanísticas se vieron muy afectadas por ella. Debido seguramente a la paralización del proyecto, Grases publicó un estudio  detallado y minucioso de éste para darlo a conocer al gran público, quizás con la esperanza de encontrar un posible patrocinador.

 

El proceso de su construcción, expuesto con todo detalle en la obra citada, aludía al éxito que en toda la Europa desarrollada tenían en  aquel momento “las calles comerciales, excéntricas, transversales, dedicadas especialmente a los transeúntes a pie, al comercio, círculos, cafés, etc…”. Su idea perfeccionaba el modelo isabelino añadiendo unos sistemas especiales de seguridad, de mantenimiento diurno y nocturno de los edificios y de prevención de incendios.

 

Si el proyecto no llegó a cuajar en una capital que al terminar el siglo crecía y se expansionaba debió ser porque algo faltaba en el tejido social madrileño que no animó a los inversores y empresarios a apoyar las ideas de Grases. Por esas mismas fechas en otras ciudades europeas, Bruselas, Turín, Nápoles… se construían algunos de los más bellos pasajes comerciales que han llegado hasta nuestros días. Quizás tenía razón Fernández de los Ríos cuando en su Guía de la ciudad, publicada en 1876, tildaba a los pasajes isabelinos de construcciones comerciales poco afortunadas. 

 

La ciudad crecía, las capas medias empezaban a aumentar, pero posiblemente no existía todavía una demanda constante y sólida que pudiese sostener inversiones tan costosas. Los pasajes madrileños del siglo XIX fueron un fenómeno comercial y urbano interesante, que colocó a Madrid a tenor de París y otras ciudades europeas de su tiempo, pero que no llegó a implantarse y a permanecer..

 

 

Por qué se malograron los pasajes comerciales

 

Al terminar el siglo XIX el proyecto comercial cubierto más ambicioso, el de Grases Riera, se quedó en un esbozo que no llego nunca a realizarse. A juzgar por lo que ha llegado hasta nuestros días  los pasajes madrileños se enquistaron en la retícula urbana, no lograron imponerse pese a lo interesante y premonitorio que fue en muchos de ellos su emplazamiento y las nuevas tendencias comerciales que proponían.

 

El juicio de los contemporáneos sobre los pasajes y las impresiones de los estudiosos de la ciudad son vagas, escasas y no profundizan en el tema. Los dos más concretos, los de Madoz y Fernández de los Ríos resultan inconsistentes, devalúan el fenómeno mientras se siguen construyendo pasajes comerciales en la ciudad. 

 

Resulta contradictoria la opinión de ambos autores y la iniciativa que en esos mismos años llevó a los empresarios inmobiliarios a construir los pasajes acristalados. Más si se tiene en cuenta que alguno de ellos –como Mateu o Murga- obedecían al perfil del promotor inmobiliario moderno, y cuesta trabajo pensar que desconocían la realidad madrileña por la que apostaban su dinero. No debían estar muy convencidos de que el proyecto no era viable en la ciudad que se expandía. Más probablemente lo que no podían prever era hasta dónde los pasajes serían aceptados y funcionarían. No lograron hacerlo con la misma solidez que en otras ciudades europeas y en parte por ello han dejado tan pocas huellas visibles en la trama de la villa y corte.

 

Tratar de explicar por qué fue así necesita un acercamiento a la vida comercial de esos años y a la capacidad de consumo en determinados sectores sociales. A las posibilidades y limitaciones del potencial mercado de consumidores madrileños decimonónicos. 

 

 

Una ventana al consumo: las revistas de moda

 

Es indudable que los pasajes comerciales de Madrid, como los de toda Europa, se dirigían a un sector de la población urbana que tenía capacidad para adquirir lo que se exhibía en las vitrinas acristaladas y gusto por entretener su tiempo libre en el acto de pasear y codiciar, en un acto inconsciente, lo que de manera tan atractiva se desplegaba ante sus ojos. En París o en Londres los potenciales compradores eran más numerosos que en Madrid, pero en ésta, aunque limitados, no eran inexistentes.

 

Una manera de reconstruir ese potencial grupo de consumidores madrileños es seguir los datos que nos han dejado la prensa, las guías de la ciudad y los testimonios literarios. Un rastreo por todos estos elementos arroja cierta luz sobre quien podría comprar en Madrid las mercancías que se vendían en las tiendas acristaladas de los pasajes comerciales.

 

Desde mediados del siglo, al calor de las reformas urbanas, singularmente de la de la Puerta del Sol, la vida urbana se activó. Como correlato aparecieron una serie de revistas de moda que se dirigían preferentemente a un público femenino, aunque sin olvidar la parte que en el campo de la moda, de lo inútil y superfluo, jugaban los hombres.

 

Dichas publicaciones reflejan un universo femenino interesado por cierta información de carácter literario y artístico, con numerosa presencia entre su colaboradores de escritores y escritoras, aunque siempre el director o responsable de la publicación fuera un hombre. Sus cabeceras iban dirigidas al público femenino, un ejemplo muy explicito de ello sería una revista llamada El Defensor del Bello Sexo. Sus pretensiones morales eran muy evidentes, pero lo interesante es que sus principios filosóficos encubren el principal objetivo de este tipo de prensa: crear un interés por la moda, por el consumo entre las mujeres y a través de ellas llegar a los hombres. El núcleo central de las revistas está ocupado por una seria de imágenes y textos donde se habla de moda y se describen los atuendos y los complementos para los dos sexos indistintamente.

 

Todo ello parece indicar que hacia mediados de la centuria en la ciudad de Madrid existía un grupo de consumidoras potenciales que había que alentar y mantener. Seguramente el mismo que recorría los pasajes madrileños recién construidos, contemplaba con admiración sus escaparates y vidrieras, se reunía en sus cafés con música…

 

El Defensor del Bello Sexo salía todos los domingos y se vendía en Madrid por suscripción a cinco reales al mes. En provincias y ultramar era un poco más cara y llegaba hasta Cuba, Puerto Rico y Canarias. Este deseo de prolongarse más allá de las fronteras nacionales confirma su empeño en estar muy presente en un mercado que se abría prometedoramente. Utilizaba técnicas para atraer a sus lectoras y fidelizarlas entregándolas con la revista figurines y un patrón mensual. La procedencia de sus imágenes era francesa, un valor añadido ya que tratándose de moda París era indiscutiblemente la meca de la moda en todo el mundo.

 

Este tipo de prensa periódica iba modelando el gusto y creando una normativa, un nuevo protocolo social. Se iba extendiendo el deseo de cuidar el aspecto exterior, de estar a la moda en capas sociales nuevas, situadas en las ciudades, principalmente en las grandes capitales. Se creaba poco a poco el espíritu de consumo entre gentes que accedían a nuevas formas de vida y comportamiento urbanos. El gusto por la apariencia, por el cuidado personal y la buena presencia empezaba a ser de buen tono, vocablo con el que se colocó en el mercado madrileño una revista ilustrada en 1846, llamada La Elegancia. Boletín de Gran Tono

 

Las mujeres eran la pieza fundamental de todo este montaje, pero los hombres eran copartícipes y colaboradores. El traje era el lenguaje de una clase social y los hombres no podían permanecer indiferentes a ello. Tanto más cuanto ese lenguaje desvelaba claves y marcaba rupturas con el mundo anterior. La moda era un asunto moderno, definía al caballero y a la dama burgueses, los diferenciaba tanto de la vieja aristocracia como de las capas populares y era una nueva pauta de comportamiento social.

 

Todo estaba perfectamente reglamentado, tanto los vestidos y adornos que debían utilizar las mujeres como los trajes y los complementos para el vestir masculino. La mirada de los lectores podía detenerse en un poema o una descripción literaria, pero ese no era el verdadero interés del periódico, era un relleno, un ornamento literario. Mucho más importante era aprender a distinguir y seleccionar entre las innumerables propuestas de artículos de perfumería, productos para el cuidado del cabello, manos y entre las prendas de vestir de todo género. Era aconsejable cuidar el cuerpo, vestirse según unas tendencias que los gurús de la moda, bastante especializados, creadores de un género literario nuevo, la crónica de moda, proponían a sus lectoras.

 

El espacio urbano donde todo esto se hacía patente y se extendía a un público amplio, a otras capas sociales, era el paseo, entendido como forma de sociabilidad y ocio urbanos. Todos los signos de estatus social –caballos, coche, cocheros- y los del atuendo masculino y femenino se asociaban. El paseo era una ocasión para exhibir el atuendo, el vestido, el ornato. El placer de lucirse y gastar. Esta ceremonia  podría explicar en parte la existencia de los pasajes comerciales.

 

 

Burguesas madrileñas locas por la moda

 

Las revistas ilustradas orientan sobre la introducción en Madrid de técnicas comerciales enfocadas al consumo de lujo hacia las décadas del cuarenta y cincuenta del siglo XIX. La construcción de los pasajes comerciales hacia esas mismas fechas sería una materialización de dicho proceso. Sin embargo, no resulta fácil medir el éxito de los mismos porque hay pocos indicios y las huellas de los edificios comerciales son insuficientes.

 

Ángel Fernández de los Ríos, al escribir sobre Madrid desde su exilio temporal en Lisboa, donde le había llevado su apoyo e implicación personal en los sucesos de la Gloriosa de 1868, intenta captar la evolución de la ciudad. En las páginas de su Guía esboza una reflexión sobre la evolución material de la  urbe e intenta captar el panorama cambiante de aquella en el último tercio del siglo XIX. Se detiene en el cambio de las pautas y costumbres ciudadanas y advierte que las formas externas han variado mucho y existen nuevas normas de comportamiento y apariencia que atañen tanto a las capas sociales medias como a las populares.

 

Habla de la Manola, la chulapa madrileña, la sucesora de la maja dieciochesca. Su brusca y soez manera de hablar se ha refinado gracias al inicio de la escolarización, que llevaba ya en marcha unas décadas en la ciudad. La lectura de folletines y novelas por entregas ha completado su proceso de culturización y junto a ellos –anota- se ha introducido también el “figurín francés”. A partir de esas revistas de moda “la nieta de la maja –nos dice-ha tomado un carácter marcado de señorita, con su botita a la francesa, su vestido de cola, su peinado tan alto (…) La sociedad ha cambiado de aspecto; todo ha empezado a refundirse, a amalgamarse en un gran conjunto, donde las clases se borran y el nivel social se eleva”.

 

Sin duda, la desaparición del vestido local contribuyó a esa aparente uniformización social. A finales de la centuria las mujeres madrileñas de las capas populares empezaron a vestir como sus homónimas europeas adoptando –como igualmente observa Fernández de los Ríos- la saya y el gabán cortados por el mismo patrón al que se ceñían en toda Europa las mujeres trabajadoras.

 

Difícilmente podría encontrarse una observación más atinada de todo el proceso de integración urbana que las palabras citadas. Es decir, el papel de orientadoras o monitoras del gusto, según el vocablo francés, que las revistas de moda cumplían ya en Madrid en las décadas finales del XIX. Las publicaciones pasaban de unas manos femeninas a otras y el efecto deseado empezaba a lograrse. Con ello hay que pensar que igualmente se despertaría  un deseo de consumo. Este sería satisfecho en parte con los pasajes comerciales isabelinos y los que se construyeron al hilo de la Restauración monárquica. Recordemos que fueron los últimos de la ciudad. También los más grandes y los que iniciaron la articulación de la oferta y la demanda con la aparición de estrategias publicitarias originales.

 

Si, como captaba el cronista, el acceso al consumo y al gusto por el cuidado del atuendo empezaba a extenderse entre las capas populares también debió de crecer el deseo de comprar y poseer más objetos necesarios y superfluos entre las capas acomodadas de la ciudad. El testimonio de Pérez Galdós es en este aspecto rico en información y variedad.

 

La novela realista decimonónica trató ese tema al dar vida a personajes femeninos inolvidables. La tendencia de los escritores, casi todos ellos hombres, fue resaltar esa pulsión por consumir y gastar en vestidos y adornos como un signo de la personalidad femenina. Emma Bovary era arrojada a la sima de sus sentimientos amorosos al tiempo que contraía gran cantidad de deudas por mantener un nivel de gastos que no podía afrontar. Crisis sentimental y ruina económica aparecían en el relato de Flaubert como dos caras de la misma moneda. La búsqueda del atractivo físico y sus gastos subsiguientes son en la novela  un precipicio en el que poco a poco se irá hundiendo la heroína.

 

En un contexto menos dramático, para nada ligado a pasiones amorosas adúlteras, las capas femeninas acomodadas empezaban a vislumbrar hacia esos años las posibilidades de un gasto y un cuidado personales hasta entonces bastante inaccesible para ellas. Revistas, tiendas y pasajes comerciales debieron contribuir a ampliar ese deseo de consumo. En algunas de sus novelas de ambiente madrileño, Pérez Galdós ha dejado testimonios muy elocuentes del gusto por gastar de las burguesas acomodadas y menos acomodadas madrileñas. Creo que el novelista retrata con agudeza hasta dónde podía llegar esa pulsión.

 

Hay dos personajes femeninos en la novela galdosiana que reflejan singularmente esa afición al consumo. Hay diferencias en las motivaciones pero en ambos casos se trata del mismo impulso irresistible. Me refiero a la Rosalía de La de Bringas  y a la Eloísa de Lo prohibido. La primera novela la escribió Galdós en 1884, la segunda un año después, en 1885. En ambas el telón de fondo es la Restauración canovista y sus personajes pasean por una ciudad en la que en ningún momento aparecen los pasajes estudiados, aunque si hay alusiones a comercios de la villa. Una gran parte de la actividad y ocupación de ambas protagonistas literarias se dirige a recorrer las tiendas de la urbe y a comprar.

 

El paseo urbano, como ya se dijo, fue una de las prácticas de ocio decimonónico más generalizadas. Andar la ciudad, deambular por sus calles y plazas entrañaba una forma de relación y conocimiento de la urbe. El paseante del siglo XIX ya no es el viejo paseantes del Antiguo Régimen. Su trasiego por las vías urbanas no es un desasosegante encuentro con la máquina burocrática estatal. No sale a la calle a resolver problemas administrativos. Todo lo contrario. Pasear es un placer detenido, tranquilo, que incita a la sociabilidad, a mezclarse con otros ciudadanos en espacios públicos propios. Los viejos paseos arbolados del siglo XVIII, como el Paseo del Prado, escenarios visibles de la aristocracia y burguesía dieciochesca, están abiertos al gran público. Este tipo de práctica se extiende a otras partes de la ciudad, las calles aledañas a la Puerta del Sol, la calle del Arenal, la calle de la Montera. Los tres espacios citados salen continuamente en las novelas galdosianas como zonas por donde las protagonistas van de compras. Recuérdese que en ellas hubo desde el principio pasajes comerciales acristalados. Eran espacios cotidianos muy transitados en los que lo esencial era andar, observar, ver la gente, las casas, el bullicio urbano, las tiendas. El nuevo paseante urbano era, como decía Benjamin, un flânneur. Un observador de la vida que fluía a su alrededor. 

 

Parte de esa vida puede ser, para el comprador potencial, expresión de un deseo que la calle ofrece y tiende a materializarse tarde o temprano. Esa pulsión la literatura española la ha registrado especialmente en el sexo femenino. Ya se vio que la publicidad también iba dirigida a los hombres, pero los testimonios literarios que tenemos de ello son exclusivamente femeninos. 

 

La Rosalía de Galdós pasa horas enteras hablando de trapos con su amiga la marquesa como una fase previa a la compra. Gasto, consumo, relación y dependencia de comerciantes y comercios se mezclan en sus diálogos. En general, la crítica ha considerado a Rosalía como una víctima de su deseo de aparentar, de ir más lejos en los gastos de lo que permitía el trabajo y el sueldo de su marido. Se la suele tipificar como representante del “quiero y no puedo” de la emergente burguesía madrileña que tanto interesó al novelista canario.

 

Seguramente es así, pero además Rosalía es una “víctima de la moda”, del gusto por el consumo moderno, como sutilmente percibió Galdós al aludir al placer, al disfrute que todo ese andar con sedas, vestidos y adornos le deparaba. Las charlas entre las dos mujeres eran –señala el escritor- “la expresión de una pasión mujeril que hace en el mundo más estragos que las revoluciones”. Eran “ratos felices” entre las dos amigas, llenos de complicidades y entusiasmos. Dejando a un lado la indudable infravaloración machista importa subrayar toda la sensualidad y matices que acompañan su descripción.

 

Sin duda, el gusto que proporcionaba a Rosalía gastar la compensaba de los sinsabores a los que el consumo la empujaba. Deudas, préstamos, ocultamiento inevitable de todo ello a su marido. Sin embargo, en mitad de sus tribulaciones no dejaba de acudir a las tiendas ni de dejarse tentar por las novedades que llegaban de París. En uno de los momentos de más angustia personal vuelve a una tienda de telas para “distraerse nada más y arrancar de su cerebro, durante un rato” sus muchas preocupaciones y deudas.

 

Igualmente en Lo prohibido, cuando Eloísa recibe una herencia familiar no demasiado cuantiosa su nivel de gastos superfluos se dispara a cotas inimaginables. En sus salidas urbanas le interesan especialmente los muebles, los cuadros, los objetos decorativos nacionales y extranjeros…Igualmente le atraen la indumentaria y es capaz de gastar mucho dinero en vestidos de Worth y otras novedades francesas. Eloísa pasa de un terreno a otro con toda naturalidad. En el primer caso sus dispendios se justifican por tener que amueblar una casa grande con espacios disponibles para un gran ajuar doméstico, pero no se explica de ninguna manera su gusto por el lujo y su deseo de emular la vida aristocrática.

 

Realmente lo que ayuda a entender el afán desmesurado de comprar de Eloísa es el enorme placer que encuentra en la posesión y compra de todo ello. Eloísa –nos dice el novelista – gozaba… con la posesión de aquellas preciosidades… Sus ojos brillaban; entrábale inquietud espasmódica, y su charlar rápido, sus observaciones, los términos atropellados conque encomiaba todo… decían bien claro el dominio que tales cosas tenían en su alma”.

 

Posiblemente, personas como Eloísa o Rosalía tenían la capacidad de mantener un comercio detallista de lujo en Madrid en el último tercio del XIX. Hasta entonces ese tipo de consumo había sido en la ciudad terreno reservado a la aristocracia y la alta burguesía. El mercado de lujo y de cosas superfluas había empezado a ampliarse en Madrid hacia mediados del siglo. El naciente negocio de los pasajes comerciales madrileños era un intento de ello. Puede imaginarse fácilmente a las dos protagonistas galdosianas paseando con gusto de un pasaje comercial a otro por las inmediaciones de la Puerta del Sol. Como ellas habría más personas que podían sentirse incitadas a comprar artículos de lujo.

 

Sin embargo, el problema era lo exigua que era todavía esa nueva burguesía consumista en la ciudad de finales del ochocientos. A partir de datos sacados de una guía de Madrid de 1883, que contiene abundante información sobre actividades comerciales y grupos sociales, puede saberse aproximadamente cual era la cuantía de las capas medias urbanas hacia esa fecha. La población de la villa era alrededor de 470.000 h. y entre profesionales y técnicos  aparecen registrados:

 

870………………..médicos

770…….………….abogados

633………………..profesionales técnicos y otros

 

Como puede apreciarse eran pocos. A esa burguesía urbana habría que añadir los grupos de artesanos y pequeños comerciantes todavía muy presentes, económica y visiblemente, en la ciudad. Asimismo seguramente había una clientela de potenciales consumidores entre la población flotante que llegaba a Madrid con motivo de festividades locales, sobre todo para las fiestas de San Isidro, y la que ininterrumpidamente, a lo largo del año, entraba en la capital y realizaba en ella compras de productos que no podía encontrar en otras partes del país. Me refiero a todo el área del hinterland agrario de ambas mesetas que mantenía una relación reciproca, fluida y constante con la villa.

 

A pesar de esa suma de individuos seguían siendo pocos. Si lo comparamos con los de París, Londres, Berlín o Milán todavía menos. Aunque en Madrid solo se construyeran seis pasajes comerciales y en París el cuádruple. Por no añadir que ya alrededor de 1880 en París se habían dado más pasos en innovación comercial.

 

Madrid se quedaría retardado en dicho proceso. Hacía 1860 en París los grandes almacenes eran una realidad. En ellos se reunía una variada y heterogénea oferta comercial a precios fijos que atrajo a amplios sectores sociales de la ciudad. En uno de esos centros, en el Bon Marché, se vendieron más de doscientos artículos en 1890, desde perfumes a vestidos. Por el gran almacén pasaban al día casi 15.000 potenciales clientes. El proceso se intensifico al empezar el siglo XX.

 

El gran almacén interesó vivamente a Zola como una máquina capaz de impulsar ese deseo compulsivo de comprar, especialmente en las mujeres. En su relato Au bonheur de dames profundiza en ese fenómeno social. La coincidencia entre las observaciones de Galdós y las de Zola es muy grande. El gerente del almacén francés inventado por Zola dice que las mujeres estaban seducidas, enloquecidas, delante de las mercancías expuestas. El mismo ímpetu arrollador, el mismo deseo irrefrenable de las heroínas burguesas madrileñas. Sin embargo, en Madrid los intentos realizados en torno a los años treinta del pasado siglo con la creación de los almacenes Madrid-París fracasaron por la debilidad del mercado de consumidores.

 

Por tanto, no solo era necesario el deseo de consumir, era igualmente importante que los consumidores fueran numerosos. Por ello no es aventurado suponer que los pasajes madrileños entraron en franco declive a partir de los inicios del siglo XX debido a la debilidad del consumo madrileño. Aunque los últimos y más importantes se construyeran a finales del siglo, el que hubiera sido el más sobresaliente de la ciudad, por su concepción y modernidad, el de Grases Riera, fracasó antes de empezar.

 

Esos años del proyecto Alcalá-Red de San Luis de Grases son decisivos en la historia de la ciudad por el impacto que la crisis colonial dejó en ella. Malos años para embarcarse en grandes  presupuestos, que requerían expropiaciones y cuantiosos gastos. Al terminar el siglo XIX la guerra hispano-cubana afectó duramente a la ciudad. Los capitales repatriados de América todavía no habían empezado a fluir sobre ella y la subida de precios y del coste de vida fue una referencia constante de la vida madrileña. No era el mejor momento para embarcarse en empresas comerciales. La ciudad se ensimismaba, la demanda se contraía y fue necesario esperar años para que el pesimismo colectivo devolviese las ganas de comprar al consumidor. Cuando en años posteriores a la I Guerra Mundial la ciudad de Madrid continuase su expansión y modernización los pasajes comerciales eran apenas un recuerdo casi borrado pero habían dejado una impronta en la ciudad.

 

Hay una continuidad espacial entre el desarrollo de los primeros grandes almacenes de Madrid y los pasajes comerciales. Los promotores decimonónicos vieron la importancia comercial que hasta muy entrado el siglo XX tenían las calles aledañas a la Puerta del Sol, especialmente la calle de Carretas y la de Preciados.

 

Los dos grandes almacenes de la ciudad moderna, Galerías Preciados y El Corte Inglés, operan desde el principio en ese radio de acción. El promotor del primero, Pepín Fernández, ensaya en el Madrid republicano con éxito el primer tipo de gran tienda moderna: Sederías Carretas. Ese centro piloto contiene en bruto, muchas de las líneas que marcarían su obra posterior. Se apoya en una calle donde unas décadas antes se había construido un pasaje comercial del que todavía se conservan vestigios. La continuidad histórico-comercial era un hecho.

 

Los dos promotores comerciales venían de La Habana, donde se habían distinguido por su capacidad comercial, y donde el patrón imperante no era el europeo, sino el americano. Sus técnicas, métodos yestrategias comerciales siguen las pautas yanquis y cuando ambos grandes almacenes cuajen en la ciudad después de la guerra civil extenderán por todo el país, con su  expansión, el estilo americano. Proceso que se ha intensificado mucho en tiempos recientes con la exportación del Centro Comercial. Dichos centros,  emblemas de la vida americana, han cuajado en la sociedad madrileña  y son centros de consumo, de sociabilidad, de reunión, de citas, de ocio…

 

Estos centros comerciales, con estilos arquitectónicos muy diversos, son en cierto modo un remedo de los viejos pasajes comerciales. Son un producto híbrido que el viaje de ida y vuelta Europa- América-Europa ha depurado y completado. Su conexión con el modelo antiguo es evidente. La misma concentración de oferta/demanda en un solo espacio físico, transitable fácilmente a pie, al abrigo de las contingencias climatológicas, haciendo un alto para descansar, distraerse en los espacios previstos para ello: cafés, restaurantes, cines, salas de exposiciones…

 

En toda Europa el redescubrimiento del fenómeno ha movido a rescatar o revitalizar los viejos pasajes comerciales decimonónicos. Su situación en el centro histórico de las viejas ciudades europeas ha incitado a valorar sus cualidades artísticas y comerciales. En Madrid el único pasaje comercial que ha escapado a la piqueta, el Murga de la calle de la Montera, no ha tenido hasta ahora impulsores muy activos y languidece discretamente. Sin embargo, es una prueba elocuente de esa continuidad histórica.   

 

 

 

Carmen del Moral Ruiz es historiadora, especialista en historia socio-cultural del Madrid contemporáneo. Es autora de los libros El Madrid de Baroja (2001), El género chico (2004) y un estudio publicado recientemente, Los pasajes comerciales de Madrid (2011).

 

 

 

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