Es profundamente aleccionador observar a un hombre paseando con un perro, oír la música callada a que obedecen sus pasos disímiles. El hombre, como si siguiera un compás (uno, dos, uno, dos) binario que no rompen los desniveles del terreno, el frío, el calor o la lluvia ni las ganas reprimidas de mear o sentarse, ni la belleza del cielo o aquel macizo de flores o el rayo de luna entrevisto al doblar la esquina. El perro, por el contrario, al albur de su capricho o necesidad, acelera el paso o se detiene al sentir la atracción fatal de un olor sorpresivo que investiga con morosidad. Salta, bulle, retrocede mil veces, desesperado por los pasos inmutables de su amo, al que invita al juego o la aventura infructuosamente. Es así, también, como anda el niño que aún no ha interiorizado la música secreta del andar burgués (uno, dos, uno, dos… y la mirada al frente).
Cuando la gente corre en las ciudades lo hace también con sus pasos contados; con la cara abstraída (los hay que van oyendo los saltos de su corazón y midiendo o contando sus pulsos y latidos, con cables y aparatitos instalados en pechos y brazos, como controlando el buen funcionamiento de la máquina, ensimismados tal espectadores pasivos y ausentes de sí mismos) mirando sin ver, aburridos y como invisibles, a veces también acompañados por alguna música de moda que los distrae y desgaja del contorno mediante unos auriculares. Ni siquiera se ven ya las caras de espanto del corredor urbano, como la que evocaba Adorno, tras el autobús o tranvía que se marcha sin remedio, que le hacía escribir en sus Minima Moralia: “En otro tiempo se corría para huir de los peligros demasiado graves para hacerles frente, y, sin saberlo, esto es lo que aún hace el que corre tras el autobús que se le escapa”.
Es este mismo pensador el que hablaba con nostalgia del paseo lento como insignia de la dignidad burguesa, “la dignidad humana se aferraba al derecho al paseo, a un ritmo que no le era impuesto al cuerpo por la orden o el horror”. La idea del hombre máquina de La Mettrie, con la conciencia fragmentaria del propio cuerpo, reducido a órganos y funciones (corporales que después son psíquicas, y todo eso que nos es tan familiar por el dictum inapelable de las ciencias) ha sustituido cualquier otra que pudiera incorporar la imagen de un cuerpo sin órganos, concebido y sentido como un todo. La idea de la biopolítica (Foucault, Negri) entendida como el control de almas y cuerpos, por decirlo de una manera que ya suena a muy antigua pero que es tan escandalosamente contemporánea, nos ayuda a comprender esas carreras surreales y mecánicas, esas huidas nihilistas (de las mil maneras que hay de huir la mejor es salir corriendo) y fantasmales de las multitudes de solitarios que corren en las alboradas y atardeceres espectrales de las ciudades.
Antonio Machado explicaba de una forma muy sencilla e inteligente (como siempre lo hacía todo) por qué a él le gustaba pasear y aborrecía el deporte o la gimnasia. Estas manifestaciones contemporáneas –que tanto fascinaban a los poetas futuristas o al mismísimo Ortega y Gasset, tan poco deportista, tan de silla y excursiones como Machado– las veía nuestro poeta, en metáfora afortunada, como el arte abstracto. Si éste quintaesenciaba líneas, formas, colores o texturas desgajándolas de los objetos o siluetas del mundo de la vida, así las contorsiones, movimientos, posturas o carreras de los deportes y gimnasias devenidas en espectáculo o medicina, habían sido vaciadas de cualquier sentido o fin práctico: correr para huir de un peligro, empinarse sobre los dedos de los pies para subir a un árbol, abrazándose a él con brazos y piernas, para coger el fruto apetecido, pinzar con los dedos de las manos la herramienta necesaria para crear o transformar las cosas del mundo humano, rozar con la yema de los dedos la piel que nos ha enamorado…
Pero esto forma parte del despiece general que caracteriza fatalmente la pérdida absoluta del sentido en nuestro mundo. Sea en el ámbito que sea (la salud, la educación, el trabajo, el amor o la memoria) ya solo somos capaces de percibir partes desconectadas, desgarradas de cualquier todo que las dote de sentido. En educación, se abstraen procedimientos y técnicas, destrezas o, como se las llama ahora en la neolengua, competencias y se quieren convertir en el mismo objeto ausente de la enseñanza. La idea de salud nos obliga a observar nuestros órganos y vísceras como un entramado de funciones abstractas, tanto como los síntomas, dolencias y estándares saludables de las distintas piezas de la máquina. Del amor, concebido en términos psiquiátricos o morales, se desgajó hace mucho el sexo, entendido a la manera machadiana, como una faceta más de la medicina preventiva. El viejo arte, acaso alguna vez noble, de la política y el gobierno del procomún, ha sido fragmentado en saberes “técnicos” que tienen como base la estadística (que, a su vez, nos reduce a número, funciones y valor fiduciario) y el dinero y su movimiento perpetuamente acelerado. El animal laborans contemporáneo, del que hemos hablado en otras entradas, de la mano de Hannah Arendt, ejecuta tareas parciales, desconectadas cuidadosamente de cualquier sentido o finalidad.
Así, todos los restos del mundo, de la vida dañada, son cada día esmeradamente despiezados y envueltos para su consumo como mercancías tecnológicas asépticas o como los tocones congelados e insípidos y como acorchados, obscenas metonimias, que connotan la abundancia de los supermercados, tal los inodoros alimentos metafóricos (calorías, vitaminas, esencias biológicas o metafísicas) de que alimentamos nuestra hambre, anoréxica y bulímica, sin saciedad posible. Las abstractas líneas geométricas o conceptos ecológicos, bajo el nombre abstracto de naturaleza, sustituyen en nuestros paseos al desaparecido campo, del mismo modo que el pasear mismo se ha convertido en el deporte del senderismo o como el correr desesperado del miedo se travistió para siempre en el placebo medicalizado con cuya evocación comenzábamos, y terminamos.