Estás en casa, frente a tu escritorio, leyendo FronteraD y, sin aviso, la página desaparece. Vuelve al negro. Después de apretar unas teclas crees ver un reflejo en la pantalla. Sientes una presencia extraña, volteas, ves el rostro del director de FronteraD, armado con un hacha, gritando que serás el primero de sus lectores zombies. El hacha baja veloz, sientes un vértigo, el golpe y el filo de la cuchilla van a destrozarte la cara cuando despiertas.
Alfonso Armada no sería capaz, piensas, extrañado. Entonces vuelves a echarte, abrumado, pensando en lo imbéciles que son los sueños, intentando encontrar en esta visión ansiedades y traumas escondidos. Te cansas de pensar, te rascas los huevos, te duermes otra vez y lo olvidas todo.
Hasta la tarde siguiente. Estás solo en casa. Has preparado café, te has sentado al lado de la ventana con mejor luz, has encendido la computadora portátil. Entras a FronteraD porque recuerdas haber estado leyendo una nota. Entonces escuchas un «click». Empieza a sonar un zumbido. Aparece un destello, desaparece y se apaga la pantalla. El zumbido se ha ido. En ese momento recuerdas ese sueño que ya no estás tan seguro si lo fue. Te das cuenta de que ha cambiado el mundo. No sabes con exactitud qué ha pasado pero sí que la realidad que existía antes de que la pantalla se pusiera negra ha desaparecido. Se te acelera el pulso. Algo enorme ha pasado y tú lo sabes.
No tienes pruebas. Miras por la ventana: el sol se ha ido. Un viento ligero está meciendo las matas de los árboles que rodean tu casa. No hay nadie en la calle. A esa hora por lo general se ve a los vecinos: a la Connie, la armenia que saca la caja azul de la basura reciclable y su torre de cajas de cartón de pizza. Al loco Eddie, que ha engordado, que sigue con esa cola de cabello que nunca lava, que a esa hora suele salir a regar las plantas. Al hombre negro que tiene tres carros deportivos y siempre está cambiándolos de posición porque en su driveway sólo entran dos. A la mujer rubia de piernas muy flacas y muy blancas que sostiene una larga correa al final de la cual hay un pequeño perro, que siempre parece que viene de una caminata desde la loma del parque Blue Mountain. Hoy la calle está desierta. El viento comienza a soplar con más fuerza y te parece aún más extraño porque no recuerdas ningún aviso de tormenta.
Intentas de nuevo con las teclas. Ahora no se trata de aquel detalle que te corrigieron los de servicio al cliente, la primera vez que se te apagó el aparato. Entonces su servicio rápido te convenció de nunca más volverte a comprar una iMac. Con un poco más de 300 dólares ya estabas en la misma línea de otros compañeros que aparecían a dictar clase con la nueva iPad o se sentaban en el comedor a escribir con la laptop plateada y la luz de la manzana. Sigues tecleando, mientras piensas ─muchas veces─ en eso de «lo barato sale caro».
Tomas el celular y llamas. Contesta el chico de Google, con el típico tono de hipster brooklyniano. Preguntas y él te maldice. Te grita fuck you. Escuchas un barullo en la calle, te asomas a las ventanas y ves que el viento azota tu casa sin clemencia. Los cables de Verizon están bailando sobre los de la corriente eléctrica, ves una chispa, un árbol está a punto de desmoronarse sobre tu automóvil.
Corres hacia la puerta y al llegar te das cuenta que ya sabías lo que ibas a encontrar: no hay puerta. Tu casa está sellada, el viento está levantándote con tus libros y tus papeles y tus proyectos y toda tu mierda y te está lanzando al vacío del que nunca has salido. Notas una presencia extraña en la espalda: no quieres voltear pero lo tienes que hacer, no resistes, aceptas el golpe. Sabes que ése es el precio por estar informado.
Este esperpento de cuento de terror fue escrito con el objetivo explícito de recomendarles un libro muy bueno: Los peligros de fumar en la cama de la argentina Mariana Enríquez. Varias ediciones se consiguen en la web. Recomiendo la de Santuario Editorial.