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AcordeónLos peregrinos de Haridwar

Los peregrinos de Haridwar

 

Un enjambre formado por millones de almas recorre estos meses el norte de la India. Entre los meses de Febrero y Abril, la confluencia planetaria obra de nuevo un milagro que se repite cada doce años, el Maha Kumbha Mela. Tan multitudinario encuentro tiene lugar en la ciudad de Haridwar, en sánscrito la Puerta de Dios, venerable enclave donde el Ganges abandona las estribaciones del Himalaya para desplegarse a través de la gran meseta indogangética.

       Nadie permanece imperturbable cuando viaja a la India, sea la primera o la enésima vez que se visita. Quien pretende denostarla pone sus ojos en la rémora de las castas, en su olor a inmundicia o en su pobreza de solemnidad. Quien, al contrario, sabe apreciarla, intenta vislumbrar sus secretos, se deja imbuir por ese aire místico que la envuelve. De un modo u otro, están en lo cierto quienes afirman que un país así te transforma, que al regresar de allí uno jamás volverá a ser el mismo.

       Un acontecimiento concreto, el Maha Kumbha Mela, es el paradigma perfecto de ese país de notas agridulces, pero siempre profundas que es la India. El primer indicio en el camino es un penitente que se arrodilla y se tumba sobre la polvorienta cuneta para, acto seguido, incorporarse y encarar un nuevo paso adelante. Como telón de fondo a su ímprobo esfuerzo, el indolente y caótico trasiego de vehículos pesados, de bicicletas, de viandantes y rumiantes, todos inmersos en una lucha sin cuartel por el espacio.  

       Haridwar presenta una estampa sobredimensionada por la afluencia masiva de peregrinos. En la vía de entrada gurús de toda índole pugnan por bendecir nuestra llegada desde cromáticas vallas publicitarias. Los torrentes humanos discurren con urgencia por puentes y avenidas interminables. Todos parecen buscar el agua renovadora del Ganges, el río sagrado que dibujó la melena de Shiva.

       Kumbha Mela significa literalmente reunión de lotas, en alusión a la escudilla que portan los sadhus o renunciantes para recoger agua o recibir alimentos. De forma ancestral, y en fechas señaladas del calendario cósmico, los hombres santos abandonaban sus grutas en la montaña y se congregaban en ciudades sagradas como Haridwar, donde celebraban sus rituales y oficiaban la iniciación de sus adeptos. El Kumbha Mela aún continúa cumpliendo aquella función. Miles de renunciantes llegados de los confines de India atestan las calles de Haridwar para recibir enseñanzas y consejos de sus Babas o padres espirituales.

       Pero hay una estirpe de maestros que conmueve especialmente por su ejemplaridad y poder de sugestión. Son los Nagas Babas, los Guerreros de Shiva, que viven desnudos y afrontan todo tipo de desafíos y mortificaciones personales. Sus melenas, recogidas en moños imposibles, superan en ocasiones la propia estatura. Embadurnan sus cuerpos con cenizas, sancionando con ello la futilidad de la vida. En fechas señaladas del Kumbha Mela, cientos de ellos se arrojan al Ganges en tropel, purificando las aguas con su esencia mística, un ser que ya no es terrenal ni todavía divino.

       No hay sombra, sin embargo, de remordimiento o culpa. Lo espiritual no resta valor a lo lúdico en este envidiable culto hinduista. Las familias olvidan cualquier pudor a la hora del baño, sumergen sus multiformes cuerpos con inusitada alegría, alternando oración y chapuzón. Todo es una fiesta mientras transitan templos que recuerdan atracciones de feria, recorriendo pasadizos en cartón piedra y coloristas escenas alegóricas de sus divinidades.

       La noche trae consigo un mayor recogimiento. A orillas de la madre Ganges, cientos de policías tratan de poner orden entre las masas que acuden al Arathi, un ritual de cántico y fuego purificador, culminando con la multitudinaria ofrenda de velas flotantes que se llevará la corriente. Está en juego el ciclo de la vida y de la muerte, la necesidad de limpiar las propias acciones o karma hacia la renovación.

       Una gran energía parece liberarse en un escenario como el Kumbha Mela, creando una atmósfera que fotografías o palabras apenas aciertan a describir. Cierta conciencia universal preside el ambiente, impidiendo que nadie se sienta propio o extraño, ajeno ante todo cuanto acontece.

 


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