En la Antigua Roma, el término empleado para aludir al sexo masculino era fascinus. Fascinator se convirtió en una de las denominaciones bajo las que se entendía la función del Emperador. No nos resulte extraña esa mórbida fascinación que el poder ha ejercido sobre los hombres, temerosos siempre del maleficio de la impotencia. La hermandad del Fascio permite al amedrentado hallar cobijo en la gran maquinaria de la virilidad, la fascinatio del Fascismo.
El individuo de la masa, privado de toda posibilidad de soberanía, convertido él mismo en cosa, objeto de producción y manipulación, concentra en el fascinator todo su anhelo de existencia interior. De forma que, del conjunto de la colectividad, sólo éste es asumido como sujeto: él es –de hecho– su sujeto y el llamado a sujetar unos individuos con otros. Como si detentase la verdad profunda de una comunidad: la parte de intimidad de cada uno de los individuos cuyos esfuerzos han de redundar justamente en beneficio de ese dominio que siempre remite a un otro que no es él y por el que, de forma feliz y paradójica, se encuentra alienado. ¿Qué es el fascinator sino el gran dictador?
Se trata, quizás, de la misma dependencia que observara Lacan respecto al falo en tanto que supremo significante. Como es sabido, Lacan asignó al falo una función privilegiada en la formación del orden social, como revelador de la adquisición de subjetividad, de entrada en el lenguaje y de participación en la ley. Un precedente histórico que, de algún modo, corrobora la tesis lacaniana de relación entre pene y orden del lenguaje y de la representación se puede hallar en Herodoto (Historias, II, 48), cuando cuenta cómo del primigenio culto a las fuerzas productivas de la naturaleza se pasó –en la edad antigua, en las fiestas en honor a Dioniso de forma particular– a la utilización de una especie de figuras fálicas como objeto procesional y en calidad, asimismo, de ejes de cohesión grupal. Unos aparatos que, por cierto, podríamos considerar como precedentes de las marionetas: “en vez de los falos han inventado otras imágenes de un codo de alto, con un hilo para tirar –señala Herodoto– que las mujeres llevan en procesión, por lo que siempre está erecto el miembro viril, que no es mucho más pequeño que el resto del cuerpo”.
En cierto sentido, no se puede dejar de contemplar de modo parecido un artilugio como la guillotina, el gran mecanismo castrador del falo significante. Cuando, en la Revolución Francesa, el pueblo toma por asalto la magnificencia soberana en manos de la persona real y lleva la rebelión hasta sus últimas consecuencias. Tal acto implica la castración no ya sólo de la figura del fascinator, sino de todos los falos (ahora ya falsos) significantes que por nacimiento habían recibido una parte de esa magnificencia soberana, esto es: la nobleza. Como si la Revolución Francesa –nos recuerda por ejemplo Foucault en La vida de los hombres infames, citando las memorias del Duque de Chaulier– hubiese decapitado a todos los padres en el acto de cortar la cabeza del Rey. De un modo complementario, Caillois en su Sociología del verdugo pone en evidencia las simetrías y las ambiguas correspondencias que se dan entre la figura del soberano y la del verdugo –ambos, seres concretos, personajes únicos radicalmente diferenciados en el cuerpo social, que pierden a la vez su sentido en el naciente estado democrático burgués. [1]
De este modo, cuando la ejecución, entonces, en la guillotina pasa a convertirse en un sacrificio de carácter público y periódico, es el pueblo quien le aplica a este ritual de concisa ejecución el fulgurante nombre de la ceremonia. En efecto, cada uno de estos actos constituía la restitución de la soberanía sagrada, de manos de unos pocos sujetos que la habían detentado hasta entonces. Y ello en beneficio de una masa de individuos que, ungidos por el ritual de la ceremonia –sagrado o sacrílego, según de qué bando se sitúe uno–, se liberaban de su insignificancia para convertirse ellos también en sujetos, seres por fin con derecho a la palabra. Justo por eso pudo afirmar Saint-Just que la felicidad era una idea nueva en Europa, un 28 de julio de 1794, a los pies mismos del cadalso.
La brutal ligazón popular con el aparato de exterminar se evidencia en la excitación semántica –verdaderamente sin precedentes– que el invento generó. Existían infinidad de nombres para mentar a la máquina: santa guillotina, navaja nacional, monte-à-regret (porque el acusado se hacía colocar à regrès, es decir: de espaldas a la cuchilla que habría de rasurarle el cuello), corte patriótico, el ventanuco o el tragaluz (le vasistas), la viuda, la corbata de Capeto, la claraboya, la máquina (la bécane), la cortadora (le massicot), la máquina de cortar (la machine à raccourcir), pero también Louison o Louisette (en referencia directa a su más insigne víctima), y Mirabelle, porque Mirabeau había apoyado el proyecto de Guillotin, quien –justicia poética– moriría en las frías manos de su criatura. E incluso la cuchilla de Charlot, por el nombre del primer verdugo que empleó la máquina: Charles Sanson, vástago de una famosa familia dedicada a tales menesteres.
Y, asimismo, tal como nos informa Luc Santé en El populacho de París, había una infinidad de formas de hablar de lo que sucedía en torno a ese radiante artilugio, que en realidad no fue inventado por Guillotin, sino por un ingeniero. He aquí un dato que nos permite identificar, junto con el pueblo –como se ha visto–, la relación soterrada que se da entre el instrumento de guillotinar y la naciente tecnología industrial. Ir a la guillotina –nos ilustra Luc Santé– era casarse con la viuda, ir al barbero, estornudar sobre el serrín, encogerse treinta centímetros, sacar la cabeza por la ventana, y luego –ya en épocas más cercanas a nosotros– sacarse una fotografía: al ayudante del verdugo, que colocaba el cuello de la víctima en el cepo, se le llamaba, con cierta justeza flaubertiana, el fotógrafo.
Es esta una expresión que también acredita el común recelo que, siguiendo a Benjamin, debieron de sentir aquellas personas que penetraban por primera vez en el campo visual de la fotografía. Y a quienes, como señala el propio filósofo en su Pequeña historia de la fotografía, se sometía, igual que a una víctima de la guillotina, a un severo andamiaje, hecho de pedestales, soportes y balaustradas. Un dispositivo que servía como puntos de apoyo para la cabeza o para las rodillas y acababa, en definitiva, por aprisionar y paralizar al modelo. El estudio fotográfico, concluye al respecto Benjamin, se sitúa a medio camino “entre la ejecución y la representación, entre la cámara de tortura y el salón del trono”. ¿No es este, por cierto, el ámbito fulgurante –de radiación, diríamos, blasfema– que confirma, enfática y teatral, la guillotina? Una confirmación, dicho sea de paso, de algo que ya viene de antes –en relación con la pena capital y la representación dramática–. Al menos desde el siglo anterior, y en Inglaterra. Se remonta a 1642, que fue el año en que se clausuraron los teatros en aquel país, al tiempo que el rey Carlos Estuardo era conducido al patíbulo. Los teatros, de hecho, permanecieron cerrados hasta la Restauración; una prohibición que se ha de leer como un signo inconsciente de la perversa fraternidad que, aun de modo no expreso, se notaba entre ambos rituales escénicos. Una oscura sintonía que la palabra scaffold, por lo demás, volvería explícita: servía en la época para designar tanto un escenario teatral como un patíbulo. Pues, al cabo, en ese lugar también se representaba una ceremonia, la de una ejecución pública. Tanto es así que el rey fue denominado, con motivo de su ajusticiamiento, como “el actor real”, precisamente.
Tampoco nos puede entonces resultar extraño lo que Luc Santé nos dice además de la natural atracción que un sádico tan histriónico como Louis Ferdinand Céline sintió por la guillotina. El médico escritor, que no dejaba escapar una oportunidad para sacar a pasear su natural sardónico, la bautizó como “el premio Goncourt de los asesinos”. En parecidos términos, Bertrand d’Astorg, en su Introducción al mundo del Terror, nos cuenta que se iba a la guillotina como a un espectáculo. No hace falta recordar a las célebres tricoteuses que asistían a las sesiones de la Convención Nacional con la misma furia con que celebraban las ejecuciones en la plaza de la Concorde. Las mujeres de París, asimismo, se adornaban con pendientes en forma de guillotina, los niños jugaban a la guillotina con guillotinas en miniatura, tal como la pieza de juguete que –es fama– Goethe regaló a su hijo. Y –“suprema degradación de la institución”, señala d’Astorg– hasta los aristócratas encarcelados y a la espera del juicio y su ejecución, en lugar de desesperarse o temblar ante el destino, jugaban a ensayar con las nobles damas la escena final de su decapitación y todo el proceso que la antecedía. Interpretaban, en consecuencia, los diferentes papeles de la trama: juez, fiscal, defensor y reo. De esta manera levemente melancólica y entre cómica y dramática, el acusado oía los cargos del fiscal y era, naturalmente, condenado. Se tendía entonces sobre su cama, que remedaba el cadalso, y recibía la cuchilla de la guillotina. Lo curioso es que después de esto, todos los demás prisioneros que asistían al espectáculo pasaban a apresar al fiscal y, a su vez, como no podía ser de otra manera, lo juzgaban y condenaban. La diferencia –ahora– consistía en que éste volvía luego ataviado de blanco como un fantasma, para hablar del infierno, donde –con toda lógica– había ido. Sin duda, tan curioso comportamiento ha de interpretarse de la forma en que lo hizo Pepe Bergamín (en su Fronteras infernales de la poesía): como un ensayo teatral de ademanes y actitudes ante la muerte. Para poder ejecutarlos, inmediatamente después, en la cruda realidad, con aristocrática perfección. No se puede negar el puro sentido del espectáculo. Aunque en ello también podríamos entrever un avatar –sardónico a su vez, no cabe duda– de la mítica bajada al Hades de grandes personajes como Ulises o Dante.
Una manifestación paralela y casi contemporánea de ese destronamiento teológico y real la encontramos algunos años antes, en 1749, cuando se prohíben las máscaras-retratos que los pintores diseñaban reproduciendo las facciones de algún personaje reconocido, y que el pueblo a menudo sacaba a la calle en su afán de “hacerse reconocer”. Este juego carnavalesco del doble, la sorpresa y la ambigüedad introducía, indudablemente, un principio de deslegitimación del poderoso. Desgaste simbólico que no sólo venía dado por la expropiación e ilimitada ubicación de unas facciones, sino por la libertad que ahora el súbdito acogía de revelar, en definitiva, a través de esa lúdica metáfora, la engañosa verdad de toda estimación[2]. Se diría que el camino hacia la guillotina estaba ya expedito, su aparición triunfal en la escena tan solo había de ser cuestión de tiempo.
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[1] Roger Caillois, Sociología del verdugo (en Denis Hollier ed. El Colegio de Sociología, Taurus, Madrid, 1982, trad. de Mauro Armiño, pp. 254-269.)
[2] Ver Manlio Brusatin, Historia de las imágenes, Julio Ollero Editor, Madrid, 1992, trad. de Leda Gal. Lina, revisada por Jorge Sanz, p. 53.