Es posible que, en estos tiempos, la fotografía haya heredado de la pintura una relación que se supone privilegiada con la poesía. También es posible que esa relación no haya existido más que en la mente de los tratadistas. Pero lo cierto es que por varios modos los poetas de la modernidad establecieron relación con la fotografía, y no precisamente los peores entre ellos. Les propongo que hagamos un pequeño repaso de los diversos modos en que los poetas de los siglos XIX y XX se acercaron a la cámara.
El primero, y tal vez el menos obvio, es el que se refiere a su propia tarea como fotógrafos. Artur Rimbaud, por ejemplo, demostró un gran interés por la fotografía durante su estancia en África, en parte como medio para documentar sus expediciones por zonas hasta entonces no holladas por los europeos, en parte con fines comerciales. De la cámara, que se hizo enviar desde Europa en 1882, tenemos noticia por su correspondencia familiar, así como sabemos que ya no la tenía en 1885. El poeta, en esos años, hizo retratos, algún autorretrato esquivo, y paisajes de Harar, donde residía.
Otro ejemplo es el poeta norteamericano Ezra Pound, aunque no por sí mismo, pero sí de forma relevante, pues animó al fotógrafo Alvin Langdon Coburn a diseñar el vortoscopio (el nombre se lo puso Pound) en 1916, dentro del movimiento vorticista. Pound trataba, mediante un mecanismo de espejos, de conseguir fotografías abstractas.
Pero tal vez el fotógrafo que más haya destacado en el campo de la fotografía haya sido Allen Ginsberg, a quien la National Gallery of Art de Washington dedicó una retrospectiva en 2010, con 80 fotografías de sus compañeros de la Beat Generation. Ginsberg, que adquirió en 1953, una Kodak Retina (13 dólares), se dedicó durante una década a fotografiar a sus amigos y compañeros de generación. En 1983 retomó la práctica de la fotografía con una Leica 3C. Actualmente su archivo fotográfico se conserva en la Universidad de Columbia.
Otra manera de relacionar fotografía y poesía es a través de la presencia de aquella en libros de ésta, de una manera buscada por el poeta, del mismo modo, por ejemplo, de lo que W. G. Sebald lo hace en narrativa. No como un poema visual, sino como una imagen que interactúa con los poemas. Caso paradigmático es, sin duda, Poeta en Nueva York, de Federico García Lorca. Nos es conocido por varios testimonios, incluido el de José Bergamín, a quién Lorca había encomendado la publicación del libro, que éste estaba concebido por su autor como un todo, y la relación numerada de sus títulos está entre los papeles del poeta. Dieciocho fotografías de las que dos son fotomontajes.
Más compleja es la relación que puede establecerse entre las obras de un fotógrafo y un poeta, cuando dialogan en un proyecto como Lo que los ojos tienen que decir, libro surgido de la colaboración entre el poeta Jenaro Talens y el fotógrafo Alberto García-Alix, en el que la palabra y la imagen no establecen una relación de subordinación, sino de intersección, influyéndose continuamente, modificándose la una a la otra, hasta lograr lo que Talens denomina un “tercer espacio”.
Esto nos lleva ya a la influencia que la fotografía puede tener en la escritura poética. La más simple de las relaciones es la que presupone una fotografía como el germen, real o no, del poema. Es el caso, por ejemplo, de ‘Barcelona ja no es bona, o mi paseo solitario por Barcelona’, de Jaime Gil de Biedma (Moralidades, 1966), que parece venirle a la mente al autor mientras ve una vieja fotografía de sus padres en Montjuic.
Un paso más allá está el uso poemático de la fotografía como símbolo (en general, del instante caduco, del paso del tiempo, de la fugacidad de la vida). Es el caso de los conocidos versos de Miguel Hernández “se pondrá el tiempo amarillo/ sobre mi fotografía” (El rayo que no cesa, 1936). Como ya señaló Susan Sontag, la fotografía, además de contenedor de memoria, es ella misma objeto del paso del tiempo, lo que la convierte en un símbolo duplicado de la caducidad de las cosas. También, por ejemplo, en el ‘Retrato de mi padre cuando joven’ (Nuevos poemas, 1907), de R. M. Rilke:
“¡Oh fotografía que te desvaneces rauda
en mis más lentamente desvanecidas manos!”
O ‘El retrato’, de Supervielle, en la traducción de Rafael Alberti:
“Me inclino sobre la fuente donde nace tu silencio
en un reflejo de hojas que tu alma hace temblar.
Sobre tu fotografía”.
Una mayor relación surge cuando un poema puede presentarse como écfrasis [representación verbal de una figura visual] aparente de una fotografía, como ‘Fotografía en color de un paisaje en un calendario comercial’, de William Carlos Williams (Viaje al amor, 1955). O, incluso todo un libro, como es el caso de Fotografías (2018), del bonaerense Diego L. García, en el que el título de los poemas comienza siempre con la palabra “fotografía”, como si remitiese a una imagen complementaria que no existe, y que el lector debe construir (o reconstruir) en su lectura.
Pero también cuando se presenta la práctica de la fotografía como trasunto de la expresión poética, por ejemplo este poema de Enrique Lihn, ‘Veinte exposiciones’ (Al bello aparecer de este lucero, 1983):
“El lente de la cámara es el abejorro
y tú, Cloris, una flor de cuyo nombre ni yo puedo estar seguro
pero que debo fijar en veinte exposiciones”.
O este otro, del poeta de la Generación del 27, Emilio Prados (Tiempo, 1925):
“Cámara oscura. Se abre el objetivo.
Queda dentro el misterio, fuera el vacío”.
Sin embargo, quizá el aspecto más destacable de la influencia de la fotografía en la poesía sea un cierto cambio de sensibilidad y de forma de mirar, común al impacto de la fotografía en todas las artes, especialmente a partir de las vanguardias. Así, la atención por la sensación fugar, por el instante, lo cotidiano, lo fragmentario, lo simultáneo, el detalle, la importancia del fuera de campo, se van extendiendo.
La poética del instante es muy relevante como presupuesto del movimiento norteamericano imaginista, que buscaba crear “un complejo intelectual y emocional en un instante de tiempo, es un nodo o racimo radiante, es como un vórtice, del cual, a través del cual, y en el cual, se abalanzan las ideas constantemente; por lo tanto, una imagen es real porque tenemos conocimiento directo de ella”.
Sin duda el poema en que Pound aplica más drásticamente los principios del imaginismo es ‘En una estación de metro’:
“La aparición de esos rostros en la multitud:
pétalos en una rama húmeda, negra”.
A modo de ejemplo de la mirada de la poesía a lo tradicionalmente antipoético, al objeto común, del que se extrae nueva carga significante, sirvan las palabras de Pablo Neruda en ‘Sobre una poesía sin pureza’, publicadas en la revista Caballo verde para la poesía (1935):
“Es muy conveniente, en ciertas horas del día o de la noche, observar profundamente los objetos en descanso: las ruedas que han recorrido largas, polvorientas distancias, soportando grandes cargas vegetales o minerales, los sacos de las carbonerías, los barriles, las cestas, los mangos y asas de los instrumentos del carpintero. De ellos se desprende el contacto con el hombre y de la tierra como una lección para el torturado poeta lírico. Las superficies usadas, el gasto que las manos han infligido a las cosas, la atmósfera a menudo trágica y siempre patética de estos objetos, infunde una especie de atracción no despreciable hacia la realidad del mundo. La confusa impureza de los seres humanos se percibe en ellos, la agrupación, uso y desuso de los materiales, las huellas del pie y de los dedos, la constancia de una atmósfera humana inundando las cosas desde lo interno y lo externo”.
Sin la mirada fotográfica, esta elocuente enumeración del poeta chileno no hubiera tenido lugar. Pero, paradójicamente, la poesía “pura” también es influida hasta el punto de crear poemas fotográficos, por su condición de trasposición de lo contemplado por el “ojo” del poeta, como ‘Esos cerrros’ de Jorge Guillén, en Cántico (1928):
“¿Pureza, soledad? Allí, son grises.
grises intactos que ni el pie perdido
sorprendió, soberanamente leves.
Grises junto a la nada melancólica,
bella, que el aire acoge como un alma,
visible de tan fiel a un fin: la espera.
Ser, ser, y aun más remota, para el humo,
para los ojos de los más absortos,
una nada amparada: gris intacto
sobre tierna aridez, gris de esos cerros”.
También la fotografía influye a las generaciones más jóvenes. Tal es el caso de la poeta mexicana Anaïs Abreu D’Argence, quien, en su libro programáticamente titulado Lo que puedo ver (2020), busca traducir la luz al lenguaje poético, como dice en ‘Paisaje en la niebla’:
“A través de este retrato escaso
de luz traducida
en una imagen que logramos
incorporar a través de su rotura”.
Incluso la poesía puede abordar cuál es el objeto mismo de la práctica fotográfica. Así lo hace Baudelaire:
“Que la fotografía salve del olvido
las ruinas colgantes, los libros, las estampas
y los manuscritos que el tiempo devora,
las cosas preciosas cuya forma
va a desaparecer y que piden un lugar
en los archivos de nuestra memoria”.
Sin embargo, aunque la poesía se dejó influir por la fotografía, en un principio mostró una opinión contraria. Charles Baudelaire, el más influyente poeta y crítico de esa generación, contemporáneo del nacimiento de la fotografía (cuando Niepce tomó la primera fotografía, tenía cinco años), escribió en ‘El público moderno y la fotografía’ (en Salones y otros escritos sobre arte):
“Si se permite que la fotografía supla al arte en algunas de sus funciones pronto, gracias a la alianza natural que encontrará en la necedad de la multitud, lo habrá suplantado o totalmente corrompido. Es necesario, por tanto, que cumpla con su verdadero deber, que es el de ser la sirvienta de las ciencias y de las artes, pero la muy humilde sirvienta, lo mismo que la imprenta y la estenografía, que ni han creado ni suplido a la literatura”.
Aunque, paradoja, fue íntimo amigo de Nadar, y frecuentó a Carjat y Neyt. E, indudablemente, como señala Sontag, la mirada del flâneur baudeleriano es una mirada fotográfica: una mirada atenta, siempre en guardia. Como fotográfica es la importancia de la mirada en su obra, el hecho de que la palabra ojo figure más de setenta veces en Las flores del mal, la asociación ojo-ventana, que lleva al diafragma, como el ojo-cazador se asocia con la máquina misma, por ejemplo, en el poema ‘A una que pasa’ (Las flores del mal).
Bibliografía
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