Home Arpa Poesía Los primeros días. Pablo López Carballo

Los primeros días. Pablo López Carballo

Los primeros días
Pablo López Carballo

 

 

 

 

El primer día nadie supo que era el primer día
y era improbable que todo se repitiera,
de manera aproximada, en un segundo.
No existían ideas que sugiriesen origen, fundación
o avance. Solo una única determinación posible,
agónica y eufórica: sobrevivir.
Ese primer día nunca fue el primero,
soy yo quien dice ahora —y nunca para siempre—
que fue así.
Vemos
una masa indeterminada entrando
en la bahía, cargada con piedras
más grandes que sus barcos,
sin estar seguros de por qué
las han movido.
Quizás ya no es el primer día,
han pasado cientos de años,
apenas un giro del cuerpo
que nos obliga a mirar hacia otro lado.
Grandes cambios de consecuencias íntimas.
No acertamos a traspasar esa barrera.

Comenzó pasando el rastrillo
por la grava
y creyó ver una forma
reveladora en los trazos.
Por eso siguió
surcando
hasta consumir su vida.
Apenas un año antes de que naciera,
de que por primera vez alguien plantara
un árbol donde nunca antes
se había visto, hubo un momento
no demasiado preciso,
un intervalo temporal en el que no llovió,
ni se advertía tormenta,
en el que dedujeron formas
—hasta que ya no era posible—
de controlar el agua.
Un límite útil —sin duda—
para quienes asumían con nitidez
la catástrofe y el cambio.

El segundo día, antes del amanecer,
comenzaron las tormentas.
Era amenazante pero no un castigo.
Sabían qué hacer con la desolación.
De las disonancias de luz surgió
la necesidad de representar,
la necesidad que más tarde
intentaron encubrir.
Decidieron lavar el cuerpo del borracho,
sujetando sus extremidades
transitivamente azarosas: están
como podrían no estar,
se mueven innecesariamente
o dejan de hacerlo. Envuelto
en mantas pasará el día
como si fuese de noche
y llegará la noche sin esperar
nada de ella. El cielo no tendrá palabra,
ni esconderá mensajes simbólicos.
Seguirá bebiendo hasta que su hijo
vuelva a encontrarlo y lavarlo.

El tercer día, al llegar a la costa,
clavaron una nota a un árbol.
Hemos vuelto. El mar
sigue sin tener límites,
ampliamos dos noches más.
Firmado: Ariadna.

Al cuarto día dejaron de contar
las veces que salía el sol
y comenzaron a mirar a la luna.
Trabajaban la madera
de a poco. El resto de materiales
los trataban como madera,
observaban chispas,
aprendían mecanismos,
interacciones. En algún momento
alguien dijo amor. Se miraron
por un segundo y siguieron
trabajando en cosas pequeñas
como si fueran madera.
No se conocían
pero estaban dispuestos a ayudarse.
Antes de colgar a la gente,
a la gente se le ocurrían ideas geniales,
después también pero con miedo.
Primero lo tuvieron
sin ningún motivo
y lo aprovecharon en la incerteza
para estar alerta. Más tarde
comenzaron a tener miedo
de lo que se podían hacer unos a otros.

Un gran zumbido de abejas alteró
el undécimo día. Al unísono
casi al punto de reventarnos
los tímpanos. Protestaban
por lo uniforme de la polinización.
Hemos neutralizado las especies,
decidimos los árboles que sí,
las flores que no.
Las abejas añoran pistilos.

Alrededor del vigésimo tercer día
fue el momento último
de los primeros días.
Acompañó a su padre a las afueras.
Caminaron hasta el lugar desde donde se divisaba
todo. La esencia de las cosas
está disuelta en todas las cosas, le dijo
mientras miraba hacia ningún sitio en concreto
y reunía su vista en el conjunto.
Antes del primer día,
cuando su apariencia solo era
comparable con su apariencia,
se centraban en lo esencial,
hasta que vieron que se dispersaba
—demasiado vasto para mostrarlo—
en representaciones.
Con el tiempo comenzaron a fijarse
en los detalles. Había que explicar
lo que carecía de forma
dentro de lo esencial.
Lo que nos define, no nos queda tiempo
de explicarlo. Un cuchillo
que corta más allá de lo sólido,
los ojos lateralizados de la ladrona
de Georges de La Tour. El padre en la colina
intuyó el recorrido hasta allí,
lo arbitrario y definido de su propia contradicción.
En su cabeza se apresura la nitidez de los recuerdos
más que los propios recuerdos. Las escaleras
al encuentro de la anunciación del corredor norte.
Beato Angelico. Cogió su mano para no caer.
En cada celda una sangría, pintura
a cambio de silencio. Es terrible
lo que llaman belleza, matiza,
al tiempo que sus dedos recorren
los huesos de la mano contraria. El humo
de las hogueras se ha mantenido intacto
pero no siempre lo han alimentado los mismos.
De nuevo en su cabeza: ruido de lonja.
Algunos peces zarandean
el pescado. Ningún hombre tiene refugio.
Todas las acciones tienen
una finalidad común: durar.
Se prometen cosas, se involucran en alcanzarlas.
Es mediodía, final de invierno, los pájaros
toman posiciones.
Haz las cosas o no las hagas.

Desde allí arriba vieron el apagón
antes del origen de la revuelta.
En esta ausencia empezó algo
para lo que ya no tendrían ojos.
Acostumbramos
a seguir como si nada hubiera ocurrido.
Por eso el quinto día los especuladores
se hicieron cargo de todo. La música
se dividió en dos: la empleada para no oír
el ruido del mundo y la que era capaz
de reordenar —sin deslegitimar el caos—
el ruido.

La política ya nació
con su mal de cáscara. Si tu nombre aparece escrito
serás expulsado. Permanecen
los que más callan, los que se esfuerzan
en la retórica y no en la idea.
Platón creyó por un momento
que podía cambiar las cosas,
que la tiranía se combate con la luz
y que hay un mundo ahí
mejor para todos.
Apenas acertó a salvar su vida, vendido
como esclavo en Egina. Cree que el hombre
ha dejado de ser maravilloso —y no es la primera vez
que alguien lo piensa—.

Llegaron tarde. Rescatando la claridad
de lo oscuro y la oscuridad de lo frágil, no querían,
los pintores, dejar nada fuera.
No existe nada más atrayente que la apariencia
de belleza. Los ojos atrapados en el mirar.
El vigesimoséptimo día creyeron que su propia conformación
coincidía en tiempo con la de su historia
y fueron un poco más pobres.
Si haces creer a la gente que tus palabras
lo abarcan todo gobernarás
un pueblo pero nunca construiréis
una ciudad juntos.
Luego surgieron las preguntas
y el tópico de las preguntas sin respuesta.
Algunas cosas no se mueven con palabras,
hay hilos que se agitan pero necesitas
del viento para hacer que giren.
Entonces, nada puedes hacer salvo esperar.
Tomó la mano de su padre.
Ensordecedor coro de grillos.
Demasiado oscuro —intuyó—
y se aferró con fuerza.
Su cuerpo era una forma de pensar.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Pablo López Carballo (1983, Cacabelos, León) es Doctor por la Universidad de Salamanca y profesor de Literatura Hispanoamericana en la Universidad Complutense de Madrid. Ha publicado los libros de creación Sobre unas ruinas encontradas (La Garúa, 2010), Quien manda uno (Colección Transatlántica, 2012), Crea mundos y te sacarán los ojos (El Gaviero, 2012), La dictadura de la perspectiva (Trea, 2017) y Perder naturaleza (Trea, 2021). Poemas suyos se han traducido a diferentes lenguas, destacando la antología La precisione dell´indifferenza (Carteggi Letterari) publicada en Italia en el año 2016. Entre los años 2007 y 2010 codirigió el espacio de crítica literaria y cultural «Afterpost».

El texto de esta entrega de la nube habitada es el poema inicial de su último libro, Perder naturaleza, editado por Trea en 2021.

 

Más información y descarga del índice completo del libro aquí:
https://trea.es/producto/perder-naturaleza/

*

Salir de la versión móvil