De eso es mejor no hablar
Termino de pasar las notas cuando comenzamos el descenso. Guardo el documento y cierro el portátil. Faltan unos pocos minutos para la medianoche cuando tomamos tierra. Antes de abandonar el avión le doy otra oportunidad a la máscara antigás y saco de la mochila el primer par de guantes de látex. Una parte de mí recibe la visión de mis manos enfundadas en plástico blanco como algo demencial. Quizá sea inevitable: en un contexto como este, en el que tan poco se sabe, cualquier medida reviste una naturaleza preventiva. Y toda prevención, por definición, es una exageración; una línea arbitraria anclada, como una hamaca, a dos extremos: las instrucciones de las autoridades a un lado y el comportamiento del entorno al otro. Al evocar la imagen de Pablo en su piso de Shanghái, no obstante, preparando de madrugada bocadillos para dos días, me convenzo de que mi proceder no queda demasiado lejos de lo razonable. Cabe notar aquí que Pablo mantendría el recelo en todo momento y sería uno de los primeros periodistas en dar la voz de alarma en nuestro país. Tachado de agorero, sus avisos caerían en oídos sordos hasta que la insuficiente preparación convirtió el escenario fatal que predecía en una trágica realidad.
Mi mano enguantada conduce la maleta sobre el suelo pulido del aeropuerto de Wuhan. Había supuesto que el lugar estaría tomado por frenéticas medidas de seguridad. No es el caso. El aeropuerto es una enorme nave vacía en la que no hay más personas que la veintena de recién llegados dirigiéndose hacia la salida. A la altura de la cinta de equipajes me encuentro con Bill Birtles, corresponsal de ABC, la televisión pública australiana. No había sido difícil divisarlo dentro del avión: éramos los únicos caucásicos, tres con el camarógrafo que lo acompaña. Habíamos coincidido por primera vez el 1 de octubre de 2019, el día en que el Partido Comunista Chino celebró el 70.º aniversario de la fundación de la República Popular con el mayor desfile militar de su historia.
El recuerdo de aquella fecha me devuelve el estremecimiento que sentí al oír las gargantas de cientos de niños prorrumpiendo en el himno nacional mientras la bandera roja se elevaba en el aire, con el eco de sus voces resonando como una sola a lo largo de la avenida de la Paz Eterna. También el discurso de Xi Jinping desde lo alto de la Puerta Celestial, el mismo lugar donde siete décadas antes Mao Zedong proclamó que el sueño revolucionario se había hecho realidad, y su posterior saludo a las tropas. Los cuellos de los soldados se movían a su paso en una imagen magnética, mientras al compás de las marchas militares intercambiaban la siguiente fórmula:
—Tongzhimen hao, saludaba el líder. “Hola, camaradas”.
—Zhuxi hao!, bramaban sus huestes en respuesta. “¡Hola, presidente!”.
—Tongzhimen xinkule. “Habéis trabajado duro, camaradas”.
—Wei renmin fuwu! “¡Al servicio del pueblo!”.
Confieso haber contemplado la escena con el vello erizado y lágrimas corriendo por mis mejillas, vibrando ante el simbolismo del momento y subyugado por su majestuosidad estética. Pero no fue aquella una rendición incondicional: agazapada en un rincón mi conciencia reflexionaba sobre los resortes emocionales del nacionalismo totalitario y su fuerza colosal, la cual experimentaba en carne propia incluso sin ser ciudadano chino como los cien mil de mi alrededor. Por suerte y que yo sepa, las cámaras de los medios oficiales no captaron mi rostro: no hay credibilidad profesional que resista la imagen de un periodista emocionado al ver desfilar a Xi Jinping.
En medio de aquel histórico frenesí estaba Bill, grabándose a sí mismo por medio de un sofisticado brazo robótico, luciendo un rostro fresco a pesar de que la prensa invitada a la ceremonia, que dio comienzo a las diez de la mañana, había sido convocada con siete horas de antelación. Su camarógrafo, el mismo que ahora aguarda el equipaje, había tenido problemas con el permiso aquel día. Al verme ahora, Bill no tarda en señalar los guantes de látex. “Buena idea”, apunta. Nos despedimos y quedamos en estar en contacto durante los días venideros. Él no sabe que, aunque acaba de aterrizar en Wuhan, apenas le quedan unas pocas horas en la ciudad. Tampoco que volveremos a hablar mucho antes de lo previsto, en una llamada que recordaré el resto de mi vida. No sería su última aventura: unos meses después, en septiembre, Bill se vería obligado a escapar de China tras pasar cinco días escondido en la embajada de Australia en Pekín, ante el riesgo de que las fuerzas de seguridad del país lo retuvieran como rehén en medio del conflicto diplomático entre ambos países.
Salgo a la zona de taxis sin que medie el más mínimo control. Allí, donde es habitual encontrar una larga cola de pasajeros esperando un coche, oferta y demanda se han invertido. Una sucesión de coches inmóviles se extiende hasta donde alcanza la vista. De acuerdo con las innecesarias indicaciones del guardia de seguridad me dirijo hacia el primero. Pese a los cinco grados de temperatura, nada más sentarme bajo las dos ventanillas traseras, para que la corriente empuje hacia afuera el aire contenido en el interior del habitáculo y con él cualquier hipotético patógeno en suspensión. Las prevenciones ya no se antojan gratuitas: estoy en Wuhan.
El conductor, un hombre llamado Zheng Wang, se queja. “Llevo cinco horas en la fila, casi no llegan pasajeros, por lo que es imposible moverse”. Todos los carriles que llevan al peaje de salida están cerrados a excepción de uno, por el que avanzamos. Al llegar, un policía nos da el alto y se asoma a revisar el interior del coche. Tras una rápida ojeada, nos permite continuar. Más de veinticinco kilómetros separan el aeropuerto de la ciudad, por lo que durante el trayecto tenemos la oportunidad de conversar, aunque sea a gritos para hacernos oír por encima del ruido del aire que entra por las ventanillas abiertas. Zheng Wang sigue haciendo su trabajo con normalidad, me cuenta, pero su hijo de 13 años no va al colegio desde hace dos semanas porque las clases se han suspendido. Su mujer también es taxista, por lo que el chico se queda al cuidado de los abuelos. Cuando le pregunto por la credibilidad que otorga a la cifra oficial de infectados, me corta en seco. “De eso es mejor no hablar”.
Mientras tanto, Wuhan se despliega en la oscuridad a nuestro paso, puntuada por los fogonazos anaranjados de los postes de luz a lo largo de la autopista elevada que nos conduce hacia sus entrañas. La fina sorna de Camus vuelve a resultar apropiada. “La ciudad en sí misma, hay que confesarlo, es fea”. Pronto alcanzamos la singularidad de aquella metrópolis de once millones de habitantes: sus puentes kilométricos tendidos de una orilla a otra del Yangtsé, el río más largo de Asia, cuyas caudalosas aguas cubren más de siete mil kilómetros de distancia saciando la sed del 40% de la población china. Brotan más adelante torres flamantes entre sucias construcciones, una imagen reproducida en medios de comunicación de todo el mundo como trasfondo de sus aceras desiertas, con la única excepción de unos individuos cubiertos de pies a cabeza por trajes blancos, unos fantasmas que pronto tomarían también las calles del resto del planeta.
Al estacionar el taxi frente a la puerta del hotel, Zheng Wang me pide una propina aludiendo a la larga espera. Me registro sin contratiempos y a los pocos minutos, alrededor de las 00:30, abro la puerta 2802. Es una excelente habitación.
Cuenta con un pequeño recibidor, que en días venideros me iba a ser muy útil como zona de transición entre el exterior y mi refugio, el único lugar seguro. A mano izquierda hay un amplio baño y al fondo un dormitorio con dos camas individuales –exigencias de la oferta–, una mesa de trabajo y un ventanal desde el que divisar los edificios circundantes y, entre ellos, los serpenteantes accesos a la autopista superponiéndose a varias alturas. Siguiendo una vieja costumbre, doy la vuelta al escritorio para colocarlo de cara al exterior. Vacío la mochila y coloco en la mesita de noche a Szymborska junto a la caja de antibióticos. Abro la puerta del armario: ahí aguarda, como imaginaba, un albornoz.
Es demasiado tarde para recurrir al servicio de habitaciones y nada en el minibar puede constituir una cena decente. Bajo a recepción, donde me aseguran que será imposible encontrar algo abierto a esas horas. Parapetado tras la máscara antigás salgo a la calle. Los locales de los alrededores tienen pinta de haber echado el cierre días atrás. En el camino desde el aeropuerto, sin embargo, he localizado a dos manzanas de distancia un supermercado, una de esas tiendas veinticuatro horas aprovisionadas con una selección de todo tipo de productos. En efecto: ahí está. Ojeo la sección de comestibles, ya no quedan sándwiches. Me resigno a que mi primera comida en Wuhan se reduzca a un paquete de galletas Oreo y un cartón de leche. Los estantes están a rebosar a excepción de uno, completamente vacío. “Mascarillas”, pone la etiqueta. Al pagar pregunto al cajero al respecto. “Se han vendido todas, hasta las del almacén. No sé cuándo traerán más”, responde, protegido con la suya.
De vuelta en la habitación recién estrenada y ya cubierto con el albornoz, repaso por última vez la prensa mientras doy cuenta de las galletas. Ninguna novedad reseñable. A la 1:30 apago la luz. Apenas falta media hora para que salte la noticia que abrirá un tiempo nuevo. Pero para entonces ya estaré dormido.
Mi madre está ahí dentro
En medio de la incertidumbre que como la bruma ha tomado la ciudad de Wuhan, dos magnitudes representan la única referencia para medir el avance de un virus invisible y, por tanto, quizá omnipresente. Una, la cantidad de personas que se han infectado. Otra, la cantidad de personas que se han infectado y han muerto. Cuando abandono la habitación ambas se elevan a 634 y 17, respectivamente. No hay otra certeza que esos números.
Como un automatismo, mis pies me conducen de vuelta a la estación de metro de Yunfei. La reja que tengo delante, la única que seguía abierta unas horas antes, ya está bajada. Wuhan ha quedado aislada del mundo y en su interior el pulso del transporte público se ha detenido. Esto complica mis planes. Pretendo alcanzar el hospital Jinyintian, especializado en enfermedades infecciosas y uno de los más grandes de la ciudad, donde reciben tratamiento la mayor parte de los contagiados. Pero no es tarea sencilla cubrir, sin metro ni autobuses, los doce kilómetros que me separan del lugar. Fío la suerte a los pocos taxis que permanecen activos en esas primeras horas posteriores al bloqueo.
Me detengo al borde de la calzada, frente a los pilares que sostienen sobre mí una enorme carretera elevada, una de las vías de circunvalación erigidas para descongestionar el denso tráfico de la localidad. Ahora, en cambio, los coches circulan con cuentagotas. Sin vida, el espacio urbano ha quedado despojado de toda funcionalidad o sentido; igual que esta colosal construcción que se levanta como vestigio de otro tiempo. La neblina y la polución se mezclan en una capa gris que acentúa la sensación de estar contemplando el escenario de una catástrofe.
En la aplicación telefónica para pedir taxis, siempre abundantes, nadie recoge mi orden. Me aproximo a un vehículo particular orillado junto a la acera, pero desde dentro el conductor me rechaza con un gesto antes de que pueda dirigirme a él. Estoy a punto de echar a andar, resignado, cuando al final de la calle veo aparecer un coche amarillo y blanco.
Ante mis manos levantadas el taxi aminora la velocidad hasta detenerse a mi altura. Tomo asiento, bajo las ventanillas. A la chófer, una señora regordeta de mediana edad, le lanzo las dos palabras que he memorizado al escrutar el mapa durante la espera: Hongtu Dadao. Se trata de la parada de metro más cercana al hospital; temo que nadie acceda a llevarme si revelo el verdadero destino. Ella no hace preguntas, se limita a pedir 50 yuanes (6,30 euros) de antemano en lugar de encender el taxímetro. Accedo. Arranca.
Se llama Wu Yunsong. Tiene miedo, lo reconoce. Pero en el escaso tráfico de esos días ella y su marido, también taxista, han vislumbrado la oportunidad de hacer un poco de dinero extra. Por eso han seguido saliendo cada mañana a trabajar. Tiene miedo, pero la necesidad puede más. La resignación sustenta su juicio. “Si desde arriba quieren que muera no podré hacer nada por evitarlo, por eso estoy conduciendo hoy”, sentencia. Me apeo en Hongtu Dadao y antes de partir nos deseamos suerte. También la entrada a esta estación está cubierta por una reja. No hace mucho que la jornada ha empezado, pero mi nariz dolorida ya ha tenido suficiente. Me despojo de la máscara antigás, la cual ya no volveré a emplear, y me pongo en su lugar una de las ordinarias.
La calle es un desierto. Es lógico. Estoy a las afueras y una manzana más allá se encuentra el edificio que alberga la mayor concentración de víctimas de coronavirus del mundo. El silencio lo ocupa todo. Camino un kilómetro a lo largo de una ancha avenida hasta que descubro que no soy el único peatón. A lo lejos, diviso una figura avanzando en dirección contraria. Sus formas se revelan a medida que nos acercamos. Es una mujer, se mueve despacio y carga con un bulto que parece muy pesado. Cuando estamos a unos cuatro metros los dos nos detenemos. Es una anciana. Frunce el ceño a causa del esfuerzo. Por la cara y el cuello le corren chorretones de sudor. Deposita en el suelo una voluminosa bolsa de plástico que agarra con guantes de látex y parece contener material médico desechable. En condiciones normales me ofrecería a ayudarla, pero ahora no sería prudente. Se presenta como Renmai y asegura venir del interior del hospital, aunque no aclara si es una trabajadora sanitaria. Le pregunto cuántas personas infectadas hay dentro. Sacude la cabeza de un lado a otro y escupe una sola palabra. “Muchos”. Antes de volver a echarse la bolsa al hombro me dice, mirándome a los ojos: “Lo mejor que puedes hacer es irte”.
Rodeo el perímetro hasta alcanzar la entrada principal del Jinyintian. Una docena de policías, algunos vestidos de paisano, guardan el acceso al aparcamiento y controlan lo que sucede en las inmediaciones. Al verme haciendo fotos se alertan entre ellos y uno se aproxima. Le muestro la acreditación oficial de prensa expedida por el Ministerio de Exteriores chino, pero me exige con determinación que borre las imágenes que acabo de tomar. Una a una, pulso el icono de la papelera bajo su atenta supervisión. Es un chico joven, poco más que un adolescente, que se mueve al dictado de las instrucciones vociferadas por el compañero que controla el walkie-talkie. Sus formas no son agresivas. En esta ocasión, la prensa no juega en las filas del enemigo. La batalla está en otra parte, ambos lo sabemos. Por eso le hablo en tono conciliador. “No quiero molestarte, vuestra tarea es muy importante. Solo quiero mirar un rato lo que pasa. Dime dónde puedo ponerme”. Me indica que cruce al otro lado de la calle. Antes de alejarme le dirijo un jiayou, una expresión de aliento. Él responde con un movimiento de cabeza apenas perceptible.
Desde la acera de enfrente observo cómo de vez en cuando algunos coches se detienen frente al control. La seguridad los obliga a dar media vuelta, a todos menos a una furgoneta de la que desciende un grupo de trabajadores sanitarios ataviados de pies a cabeza con un traje de protección blanco. Reviso mi teléfono hasta comprobar con alivio que las fotos eliminadas se almacenan en una carpeta específica. Las recupero y las envío a la redacción antes de deshacerme de ellas de nuevo. No quiero que quede rastro alguno en caso de que vuelvan a registrar el aparato. Los agentes me dedican miradas nerviosas mientras trasteo con el móvil. Les incomoda la idea de tener un periodista extranjero al otro lado de la calle, pero en ese momento tienen cosas más urgentes de las que preocuparse.
A mi derecha, varios metros más allá, una mujer joven está sentada en la acera. Consulta su teléfono de manera frenética y realiza llamadas en las que habla a gritos. “Mi madre está ahí dentro, pero no me dejan entrar”, me explica. Se llama Zhang Wenzhen. Está en la treintena y vive con sus padres. Juntos llevaban una vida normal hasta que su madre, encargada de una tienda de ropa, cayó enferma. No le preocupa haber estado expuesta al virus: “los jóvenes no nos contagiamos tan fácilmente, pero la gente mayor no puede resistir”. Todos los fallecidos hasta la fecha tienen más de 70 años, una ilusoria estadística que pronto quedaría desfasada. En ese momento, Zhang ansía tener más información sobre el estado de salud de su madre. “Yo estaba trabajando y no sé qué ha pasado, debe de haber empeorado si la han trasladado aquí”. Aunque con todos los accesos al hospital bloqueados es imposible establecer contacto, no desiste. “No me iré hasta que sepa algo más, solo entonces volveré a casa”.
Sigo con la mirada el dedo que apunta al hospital y con él al sufrimiento de personas como ella, quienes en medio de esta desgracia no solo temen por la vida de sus seres queridos, sino que además no tienen más remedio que hacerlo a ciegas. Pero mi empatía se mantiene a cinco metros, la distancia a la que escucho su testimonio con la grabadora encendida, sin poder ofrecer siquiera una mano en la espalda con la que acompañar las palabras de ánimo que musito. O más lejos aún, al caer en la cuenta de que mi labor es pergeñar un texto para el que su dolor es un vistoso componente. Me despido deseándole suerte. No será la última vez que nuestros caminos se crucen. La próxima, por desgracia, todo habrá tomado un cariz aún más dramático para ella.
Me encamino de vuelta hacia la parada de metro. En el solar adyacente al Jinyintian encuentro una segunda mujer oteando a través del cercado. Porta una bolsa cargada de mandarinas “para un pariente”. Ella, apellidada Wang, ha tenido más suerte. Esta tarde, durante las dos horas en las que el centro ha permitido la entrega de objetos para los infectados, ha logrado entablar conversación con un médico que recordaba el expediente de su familiar. Esta persona, un caso confirmado, parece progresar adecuadamente. “Los resultados son positivos, no tiene fiebre ni tos y su aspecto es normal. Me ha dicho que está bien y que quizá le den el alta en los próximos días”, detalla con el rostro cruzado por una ancha sonrisa. Ahora, confiesa, está intentando sortear las medidas de seguridad con el propósito de que las mandarinas lleguen a manos de su familiar, pues teme que la comida en el hospital escasee y esté hambriento. Antes de irme me intereso por su opinión respecto al cierre de la ciudad. Para mi sorpresa, replica sin vacilar. “El aislamiento es por nuestra propia seguridad, es una medida responsable y comprensible”.
Este texto pertenece al libro del mismo título publicado por Altamarea.