Desayunan en la plaza Tirso de Molina latas de cerveza de medio litro que han comprado en el Lidl recién abierto.
Son delgados, con barba rubia del Este, visten cazadoras de papel de fumar.
Fuman, conversan y el surtidor de la fuente se eleva y cae como si no les estuviese prestando atención.
Nadie les presta atención.
Al dejar la plaza, veo a los últimos de la cola que se dobla en la esquina de los cines Ideal en espera del otro desayuno, donde seguro que no dan cerveza.
En un bar del barrio uno de los gitanos desayuna cerveza.
Quizá esta vez tiene una moneda para pagarla.
Viste un traje de chaqueta, que fue tan elegante como hoy es ajado.
El pelo largo, sin descuidos.
Se acerca a los 60, pero presume de sentirse tan en forma como cuando tenía 40.
Presume con las chicas payas, esa misma tarde y muchas otras, en el mismo bar y en otros de la calle.
Suele usar la táctica de cantar alguna letra flamenca.
Las payas le miran con cierto entusiasmo y él sonríe con sus ojos viejos sin dejar de cantar.
Luego acepta la primera invitación.
A veces se le ve solo, en la barra, sentado en una banqueta, mirando hacia las servilletas sucias del suelo.
El brazo suelto, y un cigarro humeando entre los dedos.
Otras saluda afectuosamente a alguien de su clan, y enfatiza palabras que serían distintas si no viniera de desayunar cerveza.
Son palabras vacías y sólo cargadas con el cariño del alcohol.
Otra tarde avanza hacia la puerta de un bar cualquiera, con paso derrotado y los ojos hundidos, cuando piensa que nadie está observando su apostura, su buen humor y ese ángel que nunca le abandona.