Los raros

 

A finales del siglo XIX y después de una corta estancia en París, Rubén Darío, instalado en Buenos Aires, comenzó a publicar en la prensa una serie de semblanzas de escritores a los que admiraba y que escapaban de los gustos de la época: Verlaine, Poe, Ibsen, Lautréamont, Eugénio de Castro, José Martí… que terminó recogiendo en un volumen, Los raros, publicado en 1896 y reeditado unos años después en España con algún nombre más. Darío seguía a su venerado Verlaine de Les poètes maudits, aunque incidía más en la excepcionalidad de las obras que en la excentricidad de los autores.

 

Casi un siglo más tarde, en 1985, Pere Gimferrer publicaba Los raros, también después de su aparición seriada en las páginas de un periódico, El País. Para el poeta catalán, los raros de Darío se oponían a la tradición literaria de la época o la ignoraban, pero a finales del siglo XX, tal era la ausencia de una auténtica tradición que la comarca se había extendido sin límites. “Raro es lo mal leído o mal comprendido o mal difundido”, escribe, y apostilla algo que hoy resuena magnificado: “Quizá lo raro es ser lector”. Gimferrer glosa los prodigios del nigromante Juan de Espina, los sinsabores del poeta modernista peruano José María Eguren, la faceta memorialista de José Zorilla, la prosa transparente de fray José de Sigüenza… en una galería, ilustrada por Justo Barboza, que hacía las delicias de los lectores del suplemento de libros que dirigía Rafel Conte y era el modelo para los jóvenes redactores que aprendíamos a escribir.

 

Entre ambos, Federico Carlos Sainz de Robles publicó a comienzos de los años setenta Raros y olvidados, una reivindicación de toda una generación literaria que había quedado postergada por la irrupción de los “escritores energúmenos” del 98. La promoción de El cuento semanal, que Sainz de Robles tilda de “alborotada, bohemia, generosa, capaz de todas las admiraciones”, está formada por autores que habían gozado de gran popularidad en las primeras décadas del siglo y fueron sepultados por la Guerra Civil. Es un grupo muy heterogéneo que el compilador recrea con la fuerza de sus recuerdos personales, cuajados de anécdotas, aunque se detiene, inevitablemente, ante las represiones del franquismo: Zamacois, Felipe Trigo, Salaverría, Luis Bello, Colombine, Martínez Sierra, Carrere, Cansinos, Insúa, García Sanchiz…

 

Algunos escaparon del olvido, otros cayeron en el pozo definitivamente y uno de ellos pasó a engrosar los raros de Gimferrer: Antonio de Hoyos y Vinent. La labor memorialista de Sainz de Robles es ingente, en estudios, diccionarios y antologías, escondida muchas veces en introducciones y apostillas de la editorial Aguilar a la que se consagró, como la nota preliminar a la edición de Los raros de Rubén Darío (Crisol, 1958). Más que su dedicación literaria, la reconstrucción de un tiempo roto era su forma de vida y durante años recorrió las librerías de lance para rehacer la biblioteca que perdió en la guerra.

 

Una cercana relación familiar –estrecha en los largos veranos de la infancia– me devuelve la figura erguida de FCSR, siempre embutido en su traje oscuro, con sus gafas de ojos vivos, claros, y su verbo torrencial, sonoro, apasionado. Galdós y Madrid (mostraba uno de los primeros carnets de socio del Real Madrid) eran los carriles de su medio centenar largo de obras, entre ellas algunas de una enorme singularidad. Es autor de una “novela cursi”, La decadencia de lo azul celeste (Biblioteca Nueva, 1928), y de una novela barroca, Escorial, vida y transfiguración (Bullón, 1963), así como de cuentos, obras teatrales y ensayos, entre los que cabe destacar uno delicioso: El otro Lope de Vega (Austral, 1947).

 

Bibliotecario del Ayuntamiento de Madrid por oposición, hizo las prácticas en la Nacional, con su inseparable amigo Tomás Borrás, rellenando fichas a mano y colando de vez en cuando una falsa (algo tiene la vetusta institución que aboca al gamberrismo). Era capaz de interrumpir una conversación vecina en la que se deslizara un dato histórico o literario incorrecto, de convocar a gritos a toda la chiquillería desde lo alto de una playa, de defender a ultranza la escasa relevancia del Guernica de Picasso. En los interminables viajes familiares nos pedía términos para un diccionario de sustantivos cuyo significado cambiara según el género (aún me duele que, autoridad inapelable, no admitiera mi propuesta: el lomo y la loma). Crítico y columnista en el Madrid y la Hoja del Lunes, cuando yo era redactor de El País, me dijo: “Ese periódico en el que trabajas está gafado”.

 

De FCSR, personaje raro y para mí inolvidable, aprendí su irreverencia, su apasionamiento y sobre todo su ejercicio cotidiano de la más rabiosa libertad, que descollaba en una España pacata y gris. “Nuestra memoria literaria, nuestra percepción literaria”, escribe Gimferrer, “han sido esquilmadas y raspadas a fondo por un salitre de siglos de incuria. Los raros son la otra opción: el envite, tal vez el jaque mate o quizá el próximo rostro de la modernidad”.

 

 

Federico Carlos Sainz de Robles.

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