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Mientras tantoLos refugiados, los Estados y la sociedad civil

Los refugiados, los Estados y la sociedad civil


 

Leemos: «La sociedad civil se vuelca con los refugiados». Y al mismo tiempo, también, por razones académicas «Asociacionismo, ciudadanía y bienestar social», de Antonio Ariño Villarroya, profesor de la Universidad de Valencia. La combinación de ambas lecturas nos ha hecho pensar sobre la respuesta ciudadana y la de los Gobiernos. Ambos, tanto la ciudadanía como los gobernantes han reaccionado tarde. Eso, siendo benévolos sobre todo con los segundos, dado que en España, sólo hay unos pocos planes a nivel municipal y declaraciones de intenciones a nivel autonómico.

 

Hemos reflexionado no ya sólo sobre la reacción de los ciudadanos y de las autoridades ante esta crisis humanitaria, sino sobre la relación dialéctica entre sociedad civil y Estado. Y Ariño Villarroya viene, sobre todo, a poner orden en las ideas e intuiciones que pudiéramos tener.

 

El autor habla, fundamentalmente, de las diferentes interpretaciones que se han dado para explicar un fenómeno que comenzó a desarrollarse sobre todo en los años noventa en España: el asociacionismo, la participación creciente en organizaciones de diferentes tipo. Y, especialmente, en su relación con el Estado, sobre todo, hasta qué punto la sociedad civil busca sustituir al Estado o en qué medida este último utiliza como coartada a la primera para ir consumiéndose poco a poco.

 

Una primera interpretación, la utópica, sostiene que el crecimiento de estas organizaciones implica el nacimiento de una nueva era de profundización de la democracia. Estas asociaciones surgirían como respuesta a la crisis de representación, a la apatía, al descontento y al desencanto. Surgirían, incluso, con vocación de constituirse en alternativa al modelo vigente, a los partidos políticos convencionales y a la militancia del pasado. Supondrían el paso de la verticalidad y la jerarquía a la horizontalidad radical y con todas las consecuencias. En definitiva, como escribe el autor, «en los movimientos y asociaciones, renacería una ciudadanía política activa». Mientras leíamos esto, nos venía a la cabeza una imagen de una asamblea de ciudadanos que se celebraba el jueves por la noche en el barrio madrileño de Lavapiés para organizar la ayuda a los refugiados que acogerá la capital porque ilustra muy bien esta interpretación. 

 

Las interpretaciones críticas parten de la base de que el Estado es el que ha de garantizar el bienestar y la universalidad de los derechos. Sospechan, por tanto, de que coincidan en el tiempo una reducción del Estado del Bienestar con un auge del asociacionismo. Quizás esas sospechas se dirigían sobre todo a la defensa de la construcción de una sociedad del bienestar frente al Estado sin que ello conlleve, ni mucho menos, la génesis de una ciudadanía madura y participativa que luche por la extensión de los derechos. Esa sociedad del bienestar sería, en la práctica, la privatización de servicios públicos, con lo que los derechos entrarían a formar parte de los bienes intercambiables por dinero.

 

Pero, ¿podemos decir que quienes el jueves se reunían en Lavapiés querían sustituir al Estado para desarrollar su iniciativa privada con ánimo de lucro o eran el ejemplo perfecto de esa ciudadanía activa y consciente de que, efectivamente, el Estado se está retirando y algo hay que hacer cuando deja desprotegido al que tiene el deber de atender? Como bien resuelve el autor cuando explica estas interpretaciones, esta sociedad civil o ésa de la que hablaba la noticia que enlazábamos al principio está reaccionando «para paliar los efectos perversos que resultan de la entronización del mercado como primer regulador social». Seguramente, creen que están ocupándose de unas tareas que competen al sector público, pero que el carácter dramático de la situación de los refugiados y el sentido de la responsabilidad moral provoca su respuesta asamblearia. 

 

Pero esta manera de hacer las cosas, esta forma de pelear por los demás tienen sus peligros. Los críticos de las nuevas organizaciones de la sociedad civil dicen que su «discurso voluntarista, su ingenuo altruismo y la ideología neocomunitarista» servirían como coartada para el desmantelamiento del Estado de bienestar. «La vibrante retórica de la autonomía de la sociedad civil y la defensa de ésta frente al Estado y sus ineficiencias no sería sino una forma de legitimación de la estrategia neoliberal», dice el texto. O aunque no se ataque al Estado y se critique su ineficiencia. Aunque sólo se trate de criticar a quienes ejercen el poder. 

 

Porque sí, quizás, en algunos casos, pero no nos tomen a mal, quienes se organizan para acoger a refugiados están haciéndole el juego a los políticos que, partidarios del desmontaje del Estado del Bienestar, afirman que si tanto nos gustan los inmigrantes y los refugiados, que los acojamos en nuestras casas particulares.

 

La reacción ciudadana es noble y rebosa buenas intenciones. Sobre todo en el caso que nos ocupa. Pero no extenderá derechos ni redistribuirá riqueza. Para esas dos cosas nacieron los Estados modernos. Si éstos continúen desempeñando esas dos funciones, la ciudadanía tiene que organizarse, sí, pero no para solucionar ella sola los problemas, sino para reclamar a las autoridades que cumplan con su labor.

 

La tercera y última perspectiva desde la que se estudia a la sociedad civil participativa y organizada en asociaciones es la que se denomina «integrada». Sostiene que el auge del asociacionismo pone de manifiesto que el bienestar cada vez se genera de una manera más plural. No juzga, sino que constata. Pero también dice que existe cada vez más gente que se define por su rechazo tanto hacia la lógica mercantil como hacia la burocrática que identifican con el Estado y se inclina por el altruismo, la donación voluntaria y el capital social. Sí, hay personas que no confían ni en el Estado ni en el mercado y sólo tienen fe en sus semejantes y en su asociación con ellos para hacer el bien a otros. Ésta es una época, quizás, propicia para ello. El mercado no da la felicidad. Y las actuaciones de los Gobiernos han conllevado mil y una decepciones. Por eso escuchamos cada vez más eso de que sólo el pueblo puede salvar al pueblo. En lo concreto. Los grandes proyectos de transformación se habrían dejado a un lado, para priorizar la acción concreta, lo inmediato y lor pragmático frente a lo ideológico.

 

El autor analiza todas estas perspectivas. Y en todas ellas ve limitaciones. No terminan de atinar. Al final, concluye que en general, sea como sea, ha nacido una ciudadanía vigilante que, como añadimos nosotros, se activa resolutiva ante las emergencias. Además, todavía sirve para que el Estado reaccione y, aunque a trancas y barrancas, haga por cumplir su labor. 

 

 

 

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