“Se oía en lo hondo de los bosques, gritos de mujeres que tenían pasiones con los bichos”.
“Caían perlitas, diamantes, pulseras y anillos, desde lo alto, desde esa nube, desde esa liebre, todo chispeante”.
“Cuando llegamos a Amelia, nos sorprendió el ver que gente y animales se parecían. Todo era muy ambiguo”.
“Yo estaba entre la casa y el duraznero, cuando, como una sombra, apareció Dios.
Era de noche y volaban nubes claras. En el comedor decían que yo tenía nueve años, escrutando mi porvenir. Y yo estaba fuera con el duraznero y Dios”.
* * *
El erotismo es la arquitectura construida alrededor del deseo, un deseo que denota una relación amorosa, carnal y fulgurante con el mundo, un sustantivo que nos recuerda que somos seres no solo vivientes, sino también y especialmente anhelantes e incompletos, y siempre atentos al juego de la vida.
Que este anhelo produzca al mismo tiempo placer y dolor es lo que lo hace desmesurado, insondable, inasible, resbaladizo, y por tanto “dulceamargo”, como lo describió Safo. Como una trucha, se escapa en cuanto es apresado, y Eros continúa nadando, a veces contra corriente, remontando río arriba el cauce de la lógica, o de la normatividad. Es juego, pérdida y desperdicio, dice Néstor Perlongher, amén de regodeo, voluptuosidad, desmesura y placer.
En Marosa di Giorgio (Salto, Uruguay, 1932-Montevideo, 2004), el deseo confiere una intensidad extraordinaria a la percepción del mundo, una carnalización de la experiencia espiritual, intelectual y estética. Pero, amén de la sexualidad del deseo que se disuelve en la realización, es el erotismo sagrado de la mística el que aparece una y otra vez en sus relatos, y hacia el que va evolucionando en ellos hasta llegar al paroxismo de Rosa mística, con la conversión de la voz poética en el mismo Dios.
“Me veo como la cronista y la protagonista (…) de una sexualidad salvaje y delicada, que no promete tener fin”, afirma en una de las entrevistas incluidas en No develarás el misterio. “Pero debo agregar que estos libros tienen también una fuerte raigambre, trama, y dirección, mística. Aunque no lo parezca. Y aunque yo no me proponga cosa alguna más que contar lo que acontece. Hay algo inasible, de otros mundos, y de lo cual no se puede hablar”.
El erotismo –sea de los cuerpos, de los corazones o sagrado– es la búsqueda de continuidad entre seres discontinuos, afirma George Bataille en su obra clásica sobre el tema. “Acaso a alguien pueda hacerle sufrir el no estar en el mundo a la manera de una ola perdida en la multiplicidad de las olas”, escribe, pero: “Hay, al contrario, desposesión en el juego de los órganos que se derraman en el renuevo de la fusión, de manera semejante al vaivén de las olas que se penetran y se pierden unas en otras”.
Marosa di Giorgio se adentra en ese oleaje amatorio con gemas y duraznos, canela y cuchilladas íntimas, mujeres-niñas y lobizones, hongos, murciélagos, ángeles lúbricos y mariposas: “Es como si lo más íntimo”, dice, “el mismo hecho amatorio, con todos sus trémolos y fases, se hiciese con palabras”. Esa suerte de erotismo léxico es un enfrentamiento contra la muerte, a quien se vence en las uniones, aunque sea durante esos instantes. La muerte, dice, “es una mujer de blanco sentada en todas partes. Pero yo la he vencido. Por cada presencia suya yo tengo otra aparición: un huevo que ya es una mariposa, una rosa, un pájaro, una rata, una explosión de astros. Es decir, una explosión de seres”.
“Al entrar en la casa vi que yo misma desovaba; me salía un huevo que recogí entre la piel y la bombacha. Lo miré; era celeste, magnífico, como de cristal y alabastro”, escribe en Camino de pedrerías. De entre las piernas de las mujeres salen huevos o liebres, de sus pezones caen pimpollos o gotea anís, “un nomeolvides celeste, diminuto” o heliotropo que devora después el novio. Todo nace, muere, se multiplica en cualquier orden o confluencia, se derrama en ese jardín salvaje. Las mujeres son devenir y de ellas fluye vida.
Marosa di Giorgio escribe en y sobre un jardín secreto y limítrofe, fronterizo, entre dos mundos: el presente y el pasado, el racional y el poético, el profano y el sagrado, y a él tiene acceso desde la memoria de la chacra familiar en la que vivió de niña. Un mundo otro situado en el recuerdo de esa chacra, sus durazneros, sus olivares, sus lúbricas ciruelas que había plantado su abuelo Eugenio Medici. Es en parte la infancia, en parte la vida como un jardín panteísta, cuya fauna y cuya flora la conforman no solo lo vegetal y lo animal, sino también, y al mismo nivel, lo humano, lo fantástico y lo monstruoso. Un cronotopo que juega con el tópico barroco del mundo al revés: los animales y las plantas son seres sagrados y los seres sagrados son humanizados; los animales se humanizan y los humanos se animalizan. “Mamá, entre sus dos astas, de color tostado, colocó unas rosas. (…) Mamá daba rugidos livianísimos bajo las palabras”, escribe en Misales.
La chacra, dice Di Giorgio, era “un lugar muy solitario, muy escondido, muy sombrío, muy colmado de pájaros, de frutas, de gladiolos y de jazmines. Al ir a la escuela eso me seguía. Las otras chacras eran más claras, esta era muy apartada. Ese era mi ambiente. Visto con naturalidad. Mi mundo era ese y, entonces, no me asombraba. Pero el asombro vino después en mi adolescencia, cuando empecé a escribir. Recuperé todo eso, pero como abrillantado y sombrío, también. Era erizante. Recuperé sombras, fantasmas, amenazas, miedos, que yo había pasado, pero que volvían de otro modo. (…) Lo que tuve de niña fue lo más importante…”. De adulta escribe desde la lejanía de ese paraíso, que no está perdido, pues se reactualiza y se reubica con cada relato, con cada papel salvaje, con cada ola de ese océano amatorio. La naturaleza es dolor contemplada desde la ciudad, pero también celebración de la visión primigenia porque, dice: “En los inicios, como en la infancia, todo es nítido y profundo, porque son los ojos que por primera vez ven en la Creación”.
Aquel entorno solitario y eternamente luminoso, así como su educación religiosa y su contacto con la poesía, fueron cruciales para el desarrollo de su panteísmo y su mirada sobre la naturaleza, su misticismo carnalizado y carnavalizado para con la vida, su relación con lo tangible y lo intangible y lo visionario de su poesía. “Las magnolias parecían pagodas, mezquitas”, escribe “y, sin embargo, se asociaban a ese alba y esa cristianía”. De ahí que la naturaleza sea ese no lugar en el que los seres vivos se vinculan, se investigan y se gozan entre sí sin jerarquías.
Di Giorgio podría ser una pariente lejana de las beguinas, una beguina del siglo XX. Y para ella, la naturaleza es la gran palabra, la Creación, Dios, la matriz de donde todo nace. “Yo la vi manando, dando y administrando cosas”. Quería traducir en su escritura, dice, “todo lo que me conmovía, todo lo silvestre: los limoneros, la Virgen, el ámbito de mi casa”. Y pasó toda su vida traduciendo, poniendo en palabras, bromelias y murciélagos una experiencia mística y salvaje. Al preguntarle por su poeta preferido, contesta rotunda: “Es Dios. Dios, que andaba en la sombra construyendo gladiolos, algo a la distancia, un contrapunto de lechuzas y violines”. Siempre hay algo en la distancia, lejos, ya sea el mundo adulto, al mismo tiempo protector e instancia de control, ya sea un aroma o un rumor de unas nupcias lejanas y misteriosas, “cantares, un cántico solo, lejano, como de nupcias exquisitas. Nunca vistas”, pero siempre rodeada de “adelfas, rosadas, rojizas, casi como dioses, floridas y asadas”.
Afirma Gary Snyder en La práctica de lo salvaje que las artes son el territorio salvaje que sobrevive en la imaginación, como parques nacionales en el interior de las mentes civilizadas. El abandono y el deleite del encuentro erótico es parte de ese gozoso carácter salvaje. Pero quizás, sugiere, “no vimos con tanta claridad que la realización personal, e incluso la iluminación, es otro aspecto de nuestra condición salvaje, un vínculo de esa cualidad que hay en nosotros con los procesos (salvajes) del universo”. Marosa di Giorgio sí vio ese vínculo, y de él pende toda su obra.
La intuición de las artes como parques nacionales del interior de las mentes civilizadas es lo que permite crear lugares sagrados en los que salvaguardar la biodiversidad de cada ser humano. Y en el jardín salvaje de Di Giorgio hay un bosque tupido, fauna autóctona y especies aún por descubrir. Un paraje no exento de peligro en el que se ensambla lo dionisíaco, y donde la moral queda suspendida dentro de la normalización de la extrañeza, el asombro y la furia del deseo. Un mundo neobarroco que no deja lugar al “no demasiado” apolíneo y en el que reina la desmesura, esa cualidad propia, para Nietzsche, de la edad de los titanes, el mundo de los bárbaros. Un territorio mítico en el que la fauna y la flora tienen un carácter semidivino. Un jardín alejado de todo juicio moral, en el que dios –como en las antiguas cosmogonías– baila, come, copula y convive con todas sus criaturas. En ese jardín, Di Giorgio es a ratos bacante, a ratos sátira que participa de su propia bacanal. El más allá es algo tangible, y Dios, una presencia viva, refulgente, carnal y genéticamente modificada que se injerta en los duraznos.
Las máscaras de Di Giorgio, pues, sus mujeres, recuerdan a venus prehistóricas estallando de gozo y lubricidad entre los seres, en un continuo acontecer sexual que es una furiosa celebración de la fertilidad y la vitalidad. Dice sobre Misales que “estos textos proyectan una tremenda sexualidad, un agua furiosa, que deja todo tremante, y transformado y embarazado. Todo pone huevos. Puede nacer un polluelo, una camelia hembra, de cualquier hendija”.
Esta pansexualidad puede verse como un equivalente en el plano erótico del panteísmo religioso o pagano, no muy lejos de los bestiarios medievales y siempre en el camino hacia lo sagrado. “El erotismo, se viva como se viva”, dice Di Giorgio, “hace vibrar a todo ser. Eso es también un camino hacia Dios”. Su erotismo sucede en zonas más cercanas a la literatura fantástica, y en las que “surgen entidades misteriosas, connubios que podrán parecer extraños: de pronto un zorro erotizado copa a una jovencita, pero ocurre en un plano extraordinario, donde eso puede y debe ocurrir”, aclara.
Un perfume intensísimo preside toda su narrativa y es premonición o música que acompaña a este choque y ensamblaje feroz entre seres vivos, entre estas mujeres de todas las edades (señoras-niñas), depredadores, seres semidivinos, dioses astados y peludos, y hasta el mismo diablo. “Ella echó una mirada al rojo budín; se seguía tejiendo solo y ya daba un aroma a azúcar de rosas, durazno y anís. Un perfume adecuado para lo que estaba por suceder”. Lo monstruoso y lo siniestro no se quedan al margen de la sexualidad, como no se quedaban para el Maldoror de Lautréamont, que tanto admiraba Di Giorgio. “Mi escritura marcha hacia lo Santo”, repite una y otra vez en las entrevistas. “Lo Santo es lo que más admiro y deseo. El sexo también es santo, puede serlo, pero no sé, siento que arrastra, implica, una cierta dosis –pequeña– de ignominia. Es decir, de no nominado, de mejor no nombrar, que yo instintivamente rehúyo”. Con circunloquios, con imágenes y aromas que acarrean la voluptuosidad de lo que no se nombra.
No hay dulzura ni la habitual cursilería de esas niñas vestidas de princesa con encaje blanco, de esas niña-señoras preparadas para la comunión o para la boda; la iniciación a lo divino es también a su cara más desconocida y terrorífica; y la divinidad no es una presencia amable y protectora. Es poder, fuerza, arrebato, iniciación… y amenaza. La amenaza está, pues, también al acecho en lo erótico. De ahí la presencia –de nuevo entre lo natural y lo siniestro– de esa tensión constante sobre el jardín: “Violencia no advierto”, dice ella. “Sí tensión erótica, luces corriendo, o candelas en hilera. Llamados desde el otro lado del mundo”. Ese clima es, en sus palabras, más bien el de un “alcohol azul ardiendo, un perfume profundo de jazmines, un arco iris con manías extrañas. Un azahar de azahares”. Perfumes a tabaco en los hombres; en las mujeres, aromas a ámbar por el “sacro orificio”, “bombachitas con olor a jazmín y a un poco de amor también, son cosas de la Naturaleza”.
En ese territorio limítrofe entre lo bello y lo terrible habita lo sublime, lo imperfecto y lo inacabado, una belleza desmesurada que nos desmesura y arrebata. Porque abandonamos con ella la mesura ante lo informe, lo monstruoso, lo desordenado, lo grotesco, lo encrespado, lo desolado, lo insondable o lo tenebroso. El mar en calma queda alterado por la tempestad de lo salvaje y las continuas embestidas de lo sublime sobre lo humano, del deseo sobre el mandato social de la precaución y el comedimiento.
Todo esto sucede siempre en esas horas en las que el día se despide. “Era preciso aprovechar los escasos momentos entre la luz y la sombra, porque después avanzarían el ejército de las comadrejas, y el lobo platinado que últimamente insistía en indagar por ahí”. Acecha el lobo en sus múltiples máscaras. Un lobo que asusta y atrae, como en el arquetipo clásico de la niña que se adentra en el bosque. “Recuerdo tener miedo”, contó en una entrevista, “que algo estuviera en las sombras, acechando, sobre todo de noche porque la casa estaba siempre abierta, y estaba rodeada de una arboleda de noche impenetrable”.
Marosa di Giorgio se educó en un ambiente religioso y los símbolos católicos la acompañaron siempre, pero siempre vividos con libertad y naturalidad en su entorno familiar; “en mi casa”, dice, “todos eran católicos sin ataduras”. Lo que ella llama su “encantamiento” con la Iglesia le viene a través, de nuevo, de la visión. En este caso, de sus “lejanas visiones de las estampas” que le produjeron un verdadero hechizo con la Virgen María. A ella fue a quien le escribió su primer poema “bajo un limonero, mezclando los frutos, las flores, el aire libre y el sol, con la estampa blanca y azul de la Virgen”.
Los encuentros con ese erotismo sagrado se condensan en la palabra y el acto de las “bodas” o las “nupcias”, a veces “comuniones” o incluso “sacrificios”. A través de esas bodas, la novia alcanza a Dios. El orgasmo se describe como “ver a Dios” o “casarse con Dios”. Y esas bodas se celebran en altares que aparecen en cualquier lugar y en cualquier momento. Es decir, todo se convierte en altar cuando apetece celebrar una boda, cualquier rincón del bosque. En esas uniones, el vientre de las novias es fecundado; su “pozo sagrado”, su “formidable tazón” o su “pequeño almácigo de nomeolvides”, es rasgado; se les da “el tirón supremo”, su alma es devorada, o “se les sueltan los más secretos hilos, los más atados”, y los seres en ese juego divino roban “sin parar el rumor del mundo y otras novedades”. Las novias están a veces asustadas; otras veces son sabias conocedoras de un rito ancestral, secreto y sagrado. A menudo, ambas cosas a la vez.
Así, Di Giorgio resemantiza los modos de nombrar lo divino, lo carnal y lo femenino. En palabras de Jimena Néspolo, Di Giorgio “subvierte el culto mariano de la mujer pura y beata que prefigura el judeocristianismo y enarbola a esa ‘maternidad monstruosa’ como apología del acto creativo”. En esta “fe de hereje”, como la han llamado algunos, su sentir católico queda subsumido en una cosmovisión panteísta, pagana, donde lo divino está a ras de la tierra o de retama, y los dioses palpitan en las tomateras al tiempo que las vírgenes matan y devoran reses.
“Siempre sentí que Poesía y Dios son una misma cosa y que, por lo tanto, mi lema es también ‘Poesía es la esencia del Todo’”. Y en ese todo el tiempo es otro, detenido, eterno, confuso y ambiguo. Un tiempo suspendido en la fantasía. Un tiempo que es fluir perpetuo, en el que las cosas se repiten una y otra vez, como en un fondo de ostinato, como si fueran siempre la primera.
Misa de amor. Relatos eróticos completos, de Marosa di Giorgio, publicado por Wunderkammer.