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Los sentimientos políticos son intocables

 

Uno de los acuerdos más generales e indiscutidos entre nosotros es que el mundo de los sentimientos ocupa un reducto íntimo del individuo que nadie debe allanar y todos han de respetar. Se supone, además, que son poco menos que naturales e inmunes a la razón y sus argumentos. Trasladadas estas premisas al terreno político, se aceptará con reservas el intento de persuadir al adversario mediante la fuerza de las ideas, pero habrá que detenerse en cuanto rozan sus emociones. Este es un umbral que no hay que traspasar, no vaya a ser que el otro se sienta herido. ¿Pondremos a prueba  tales supuestos, por ejemplo, en nuestras relaciones con un terrorismo etnicista como el vasco?

 

1. Un ciudadano observador ya habrá notado que el terrorista y sus secuaces cultivan una compasión y una indignación invertidas. Igual que experimentan alegría ante el daño sufrido por sus víctimas, sienten una pesarosa compasión e indignación por el mal que a ellos, sus verdugos y agresores, pueda sobrevenirles. Eso se explica porque corrompen el sentido del merecimiento del daño. Para el terrorista, merecido es el daño que él hace al otro, inmerecido el que el otro le propina. Otrotanto ocurre con la consideración acerca de lo justo: según el terrorista, él busca o repone la justicia al golpear al enemigo, pero éste comete injusticia cuando le persigue, procesa y encarcela. Bajo tal óptica la víctima se vuelve verdugo o culpable y, en justa correspondencia, el verdugo pasa a ser una víctima inocente. Naturalmente esa inversión sentimental arranca de sus convicciones nacionalistas de partida.

 

Cuando no se llega a tanta alteración de los conceptos éticos y políticos, se equiparan al menos los sentimientos de pesar que despiertan por igual las víctimas de ambos bandos y así muchos esquivan el planteamiento de la injusticia del crimen cometido y la cuestión de su responsabilidad. Víctimas del terrorismo y víctimas del policía que detiene al terrorista o del juez que le condena, tan víctimas al parecer son las unas como las otras. El asesino que muere al explotar la bomba con la que iba a atentar o por disparos del guardia que quería impedir su atentado adquiere asimismo la prestigiosa condición de víctima. Muertos al disponerse a asesinar y muertos asesinados son ya tan sólo muertos y nada importa justificar aquello por lo que respectivamente mataron o cayeron. Y los pregoneros de tanta barbaridad se quedan tan anchos y reciben el placet enardecido de multitudes.

 

De suerte que el dictamen sobre la justicia o injusticia de la causa nacionalista (pero esto valdría para cualquier otra causa) que en el fondo está en juego y la congruencia de las emociones que la acompañan variarán según las creencias del sujeto. A tal creencia, tal idea de justicia y tales sentimientos. La pregunta resulta obligada: ¿cómo superar entonces el relativismo de las pasiones y opiniones en liza, si no entramos a dilucidar con argumentos qué sea lo fundado o infundado en este trance? No bastará con decir que lo malo de la pesadilla etarra radica sólo en su violencia, pues para ellos el recurso a esa violencia puede justificarse cada vez que el sujeto siente que a su Pueblo le pisotean un derecho fundamental como sería el de autodeterminación. Habrá que examinar si existe ese derecho y ese atropello, juzgar la legitimidad de la pretensión por la que algunos matan y otros más aplauden o disculpan su asesinato.

 

2. Ahora bien, en ese mundo abertzale lo habitual es permanecer en el terreno de las pasiones, no ir en busca de las razones o sinrazones que los sostienen.  Así se llega a declarar  que los sentimientos políticos (como los no-políticos), además de insuperables, son inobjetables y respetables. Lo venía a decir en época reciente un señor obispo cuando recomendaba serenar nuestros sentimientos en la  política para así evitar la demonización del adversario. Y eso está bien, aunque se diría que para él las razones democráticas no deben desempeñar mayor cometido en ese esfuerzo. Al contrario, lo que proponía era fomentar una emoción, “la conciencia cálida de pertenecer al mismo pueblo”, aun manteniendo sus pobladores distintos sentimientos de pertenencia. Pero el caso es que, cultivando estos distintos afectos particulares, no somos un mismo pueblo ni sería bueno ni posible que lo fuéramos. Formamos más bien una sociedad políticamente plural. Y esa sociedad plural sólo puede vivir en paz si instaura el pluralismo y la tolerancia para las diversas ideologías  -las tolerables- de sus miembros. Es decir, si consagra la ciudadanía como igual libertad de los sujetos políticos e infunde los sentimientos conformes a esa condición  del ciudadano.

 

No es casualidad que por las mismas fechas el partido allá más votado proclamara tesis coincidentes con las episcopales. Escuchen este punto central de su manifiesto en aquel Aberri Eguna: “…manifestamos que los sentidos de pertenencia nacional no se imponen. Como todos los sentimientos [cursiva mía], o se respetan, arbitrando para ello un marco recíproco de garantías de respeto y desarrollo en igualdad de condiciones, o la imposición de uno de ellos se constituye en fuente permanente de conflictos”. Adviértase de paso la cínica contradicción entre lo que el nacionalista demanda (el deber de respetar los sentidos o sentimientos de pertenencia nacional) y lo que hace (imponer a todos su propio sentido de pertenencia). Y eso es nada comparado con los erróneos y peligrosos supuestos contenidos en esas palabras de apariencia tan irreprochable.

 

3. Pues no es verdad que todos los sentimientos sean legítimos y dignos de respeto, un absurdo tópico paralelo al de que todas las opiniones políticas son respetables. No nos parece que valga lo mismo el amor que el odio, la admiración que la envidia, la benevolencia que el afán de venganza. Ni es cierto que la razón deba abstenerse de cuestionar la  bondad o maldad de los afectos y, llegado el caso, de procurar transformarlos. ¿Acaso unos sentimientos, en determinados momentos, no conducen a una acción política y otros a su contraria? Ni es cierto tampoco que la razón sea impotente contra ellos, como si no hubiera conexión entre lo que pensamos y lo que sentimos, como si el cambio de convicciones dejara intactas nuestras emociones. Somos responsables de nuestros sentimientos porque somos responsables de fundar las ideas que alientan esos sentimientos.

 

Pero hemos visto que desde el nacionalismo el sentimiento de pertenencia a su nación es la pasión política originaria y por naturaleza intocable e insuperable. Por si el ciudadano lo ignorase, el nacionalismo le enseña que la política es sobre todo un combate entre ideologías y pasiones  nacionalistas. ¿Que eso no es democracia?; pues peor para ella, responderá. Nada cuenta el peso de los argumentos ni de nada sirve deliberación racional alguna, porque también aquí se juegan tan sólo emociones y obligaciones hacia la nación de uno. En pocas palabras, para el nacionalista la política se reduce a exaltar el sentimiento de pertenencia, puesto que se agota en preservar lo propio y levantar sus fronteras frente al otro. Para el demócrata, en cambio, toda pertenencia particular -ya sea a una etnia o a una iglesia- ha de subordinarse a la común ciudadanía. Y los únicos sentimientos políticos universalmente respetables serán sólo los nacidos de esa conciencia que nos considera a todos sujetos de iguales derechos básicos.

 

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