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ArpaLos seres infrecuentes

Los seres infrecuentes

1. Iguales por dentro

 

La mano se posó en el tronco de un roble propiciando así una comparación inevitable entre el dorso y la corteza, entre la textura humana y la vegetal; ambas cuarteadas. No habría sido fácil arbitrar en un duelo hipotético que buscara determinar cuál presentaba un aspecto más ajado.

 

En los raros instantes de reposo que se cuelan en las escenas frenéticas, lo insignificante se vuelve nítido y rotundo, como enfocado con una potente luz blanca o una lente de aumento. Hay alguien o algo, un director de fotografía de los momentos reales, que se encarga de hacer ese zoom. En el fragor de la batalla, el tiempo se detiene para que un soldado contemple por última vez el rostro de su hermano peleando a pocos metros. En una calle comercial bulliciosa, ese regidor se asegura de que cierta persona presencie cómo pierde el guante rojo la dama distraída; y la prenda cae a cámara lenta al suelo, porque ese instante delicado no podría existir entre ese alboroto de otra manera que no fuera así, subrayado, suponiendo una pausa imperceptible en la sucesión de acontecimientos que conforman los días.

 

Tras esa breve licencia, el hombre, algo más joven de lo que por su mano podría deducirse, retomó su marcha apresurada.

 

Ya llevaba caminando un rato que se parecía a media hora, y ante él solo se abría más bosque clónico y repetitivo, más troncos arrugados, más piedras. Dudó de su sentido de la orientación. Tenía que calcular el tiempo necesario para volver antes de que le sorprendiera la noche lejos de casa. La confianza en el consejo amigo imprimió fuerzas renovadas a su aliento y, superado el bache de vacilación, siguió su marcha con paso firme sin dejar de escudriñar hasta donde sus ojos le consentían.

 

Cuando lo vio, ya estaban muy cerca el uno del otro. No lo divisó primero de lejos, pequeñito, para ir acercándose después a él. No se miraron desde la distancia para sopesar sus respectivas presencias. De pronto estaba allí, tan cerca de él que podía olerlo. Olía a hierba fresca.

 

Era más blanco de lo que el hombre se había imaginado. Comparados con su piel madura, los brazos del niño parecían a punto de quebrarse, de estallar en pedazos si alguien tan solo los soplaba. Miraba con sus ojos enormes al hombre que lo doblaba en altura. “Esta criatura no debe de tener más de tres años”, pensó.

 

El hombre empleó un par de segundos en repasar en su cabeza la apariencia que él mismo ofrecía. Su camisa no era la más nueva que podía haber cogido, ni tampoco la que más se ajustaba a su complexión actual. Pero Íngrid lo había apremiado, y su aspecto físico no era algo que le preocupara demasiado. Los pantalones no estaban muy limpios y su barba de un par de semanas endurecía sus facciones.

 

El niño había estado llorando, eso estaba claro. La delicada piel de sus mejillas no podía esconder algo así. Pero en ese momento, ante el desconocido, parecía tranquilo; ¿aliviado?

 

Como comenzaba a refrescar, el hombre se planteó quitarse la camisa para ofrecérsela al niño. Pero le dio vergüenza su aspecto, su olor. “Quizá más tarde”, pensó.

 

Entonces, su mano con aquel dorso curtido por los elementos abarcó la del pequeño, de tersa piel blanca, nueva.

 

Y ambas eran iguales por dentro.

 

 

2. Prisas

 

Yo a mi abuelo lo he querido siempre mucho. Pero con la edad, ya se sabe; las personas pasan a hacer todo más despacio. “Como los viejos, que no es que no sepan dónde van… es que no quieren llegar”, leí una vez. Los tiempos del abuelo empezaron a descompasarse un poco con respecto a los míos. Vamos, que no había forma de dar un solo paso al mismo ritmo. Como cuando unos flamencos doblan unas palmas, no sé si me explico. Clap-clap, clap-clap, clap-clap. Que cuando no tenía prisa lo quería igual, o más, por eso. Pero ese día no, ese día a su lentitud se sumó mi aceleración y el resultado era un desastre.

 

Vale que lo que se aproximaba no era leve y estábamos todos con los nervios de punta, pero digo yo que podía haberme calmado él a mí un poco, haber llevado las riendas como cuando yo era niño, haberme dicho que todo iba a estar bien. Sé que si no lo hizo fue porque ya le había dado demasiadas muestras de que prefería valerme por mí mismo. Llevaba años esforzándome por resaltar que ya podía solo, que no lo necesitaba, que el cascarón era un recuerdo lejano. Tanto, que él empezó a espaciar consejos, a creerse que ya no hacía tanta falta a pesar de que no era cierto, a pesar de que cada vez comprendía menos yo de todo. Y me enfadaba con él por no leerme entre líneas, por no captar la ironía, por no saber detectar lo que solo era orgullo y aires de madurez. Por no seguir meciéndome entre sus brazos, haciendo como que no se daba cuenta para no herir mi ego. Él me dio el espacio que yo le pedía, pero que en realidad no deseaba, el muy literal. Y me sentía tan ridículo como un actor adulto que representa el papel de un niño en el teatro, tan improcedente como un niño con un bigote pegado.

 

El día en cuestión se peleaba con el reproductor de DVD. Sí, en 2016 aún había personas que utilizaban el aparato de DVD para grabar cosas de la televisión y verlas más tarde, a pesar de la gran oferta de canales bajo demanda y de contenido legal e ilegal que ofrecía internet.

 

—Abuelo, deja eso. Ya lo miraré cuando volvamos.

—¡Si siempre lo conecto sin problemas yo solo! Déjame probar una vez más. Primero le doy al botón verde…

 

Al mismo tiempo, Elena daba las últimas instrucciones a nuestro primogénito.

 

—Jesús, obedece al abuelo. No comas mucho chocolate.

—¿Tres cuadraditos cada día?

—Dos cuadraditos.

 

Mi abuelo nació pocos meses después del final de la guerra, en enero de 1940. Se casó y enviudó joven, no sin antes tener a mi padre, a quien yo no recordaba. Había muerto en el mismo accidente de tren que mi madre. Cuando yo contaba tres años, mi entonces joven abuelo, con sus cuarenta primaveras recién cumplidas y sin nada que lo retuviera en Galicia, me trajo a la capital, donde me crió y me vio crecer, enamorarme de Elena, tener a Jesús y forjarme una carrera profesional relacionada con las nuevas tecnologías que a mí me gustaba y que él nunca llegó a entender del todo.

 

Ese día, como digo, estábamos todos como flanes. No era para menos: nos preparábamos para un acontecimiento que estaba destinado a cambiar nuestras vidas. En realidad no íbamos tan mal de tiempo, pero mi ansiedad hacía que no pudiera concentrarme en nada, excepto en comprobar cada poco que los minutos seguían disminuyendo, no fueran a aumentar por sorpresa pillándome desprevenido. Ya quedaba menos.

 

Jesús se quedó tan contento con su bisabuelo. Le llamaba “abu”; qué más daba. Los pequeños secretos que ambos compartían me llenaban de ternura. Todos sabíamos que no le negaría ninguna onza de chocolate.

 

Elena repartió besos a los que se quedaban y no olvidó guardar uno para mí, para calmar mis nervios. No cumplió su beso ese cometido, la verdad; pero sí otros. Por fin cerramos puertas (la de la casa, la de la verja, la del taxi) y un momento después estábamos en marcha.

 

Por el espejo retrovisor vi a Jesús, a mi abuelo y sus cuatro manos. Dos de ellas entrelazadas (una derecha grande con una izquierda pequeña); las otras dos, agitándose cargadas de energía y buenos deseos.

 

 

3. La pareja de cuento

 

En el pueblo había una pareja de cuento. Él era el primogénito de la familia más adinerada. Ninguno de sus dos hermanos pequeños había heredado de su padre su voz grave, su piel inusitadamente clara ni sus cabellos rubios, que le conferían ese porte de monarca inglés. Su prometida provenía de una familia de clase media, pero suplía el rango con belleza. Vivieron un año de noviazgo, deleitando a todos los testigos con la perfección de la estampa que ofrecían. Los anfitriones querían tenerlos en sus fiestas, los tenderos en sus puestos de arenques, las modistas en sus talleres.

 

Desde el primer momento se habló de boda. Era el único desenlace posible para la historia de los dos jóvenes. Cuando se anunció el compromiso oficial, la familia de ella mejoró su posición y la de él respiró aliviada al saber asegurados el futuro sentimental del primogénito y la continuidad del apellido.

 

La celebración fue generosa y supuso unos días de fiesta para el pueblo al completo. Se efectuaron transacciones (alimentos, herramientas, telas…) y todos se dejaron impregnar por el optimismo. Los novios se deleitaron con su protagonismo y se alegraron de inspirar felicidad. Cuánto amor se proferían entre ellos y de qué tipo, no se sabía.

 

No había pasado aún un año desde la boda cuando anunciaron que esperaban un hijo. Ellos, que ya eran muestra del amor ejemplar, que representaban todo a lo que la mayoría de los jóvenes de la zona podría aspirar en la vida, iban a ser ahora también modelo de familia completa y feliz.

 

¿Cuánto puede durar una alegría expuesta? ¿Acaso no somos más vulnerables cuanta más felicidad mostramos?

 

En cuanto el niño asomó el primer palmo al mundo comenzaron los rumores. No se parecía al padre. Su piel y su cabello eran oscuros, una provocación si se comparaban con los del joven. Las miradas de envidia se convirtieron en cuchicheos y en risas. A la inexperta madre empezaron a pesarle todas esas miradas posadas sobre ellos. Intentó querer al niño tanto que le diera igual todo lo demás, pero no supo. Era demasiado niña. Comenzó a llorar y a titubear, a temer a su marido; a callar.

 

Siguieron representando sus papeles con torpeza, al tiempo que la familia de ella volvía a ser relegada al segundo plano del que provenía y las invitaciones a los eventos sociales comenzaban a escasear. En un intento desesperado por revivir los días dorados, la joven dejó de lado a su bebé (para el que nunca llegó a tener leche en el pecho), lo confió cada vez más horas a las cuidadoras e intentó acercarse a su marido, convencerlo, complacerlo.

 

Él acumulaba la tensión de los rumores que había oído, de lo que le recomendaban sus hermanos, sus primos y sus amigos; y nunca llegó a alcanzar en su matrimonio intimidad ni confianza. Le importaba más su honor.

 

Ese fue el motivo principal, si no el único, del incidente en el mercado.

 

 

4. Lo inevitable

 

Lo inevitable puede posponerse. Puede variar ligeramente su forma, fluctuar en matices o detalles. Puede jugar a ser otra cosa, a esconderse. Puede aletargarse durante meses o años. Pero hay algo que nunca puede hacer: no ocurrir. Su propia etiqueta lo obliga a tener lugar.

 

Lo inevitable ocurrió, haciendo honor a su nombre, un día en el mercado. Noviembre llegaba a su fin y en el pueblo se celebraban las fiestas de San Sadurniño. A las procesiones vespertinas en honor al santo les seguían las cenas copiosas en los hogares con sobremesas que se alargaban hasta las tantas. Los jóvenes intentaban escaquearse para ir a echar un sueño y así reservar sus fuerzas para la verbena nocturna, donde no faltaban la orquesta y las bebidas.

 

—Padre, me voy al monte.

—De acuerdo –dijo Emilio–, pero antes de ir a hacer tus cosas acércate al mercado y tráeme un par de ramas de romero y otras especias que necesito. Espera, que te lo apunto.

—¿No podías habérmelo dicho antes? He quedado y ya llego tarde.

—Seguro que entienden que tienes que ayudar a tu padre con su negocio. Ya tienes una edad, algún día tendrás que encargarte tú.

—Ni siquiera estoy seguro de que eso sea lo que quiero, ya lo hemos hablado más veces.

—Sabes lo que he trabajado para sacar la tienda adelante. Ahora estamos en una situación cómoda y todos los meses tenemos beneficios. A partir de ahora viene lo más fácil. Tal y como están las cosas, sería de tontos que no lo aprovecharas. Es lo más coherente, el trabajo duro ya está hecho.

—Quizá lo sea, papá; pero me aterra cuando limitas mi vida a lo que tú quieres que sea. Déjame descubrirlo por mí mismo, ¿quieres?

—Eloy, todo ese orgullo solo retrasa las cosas. Cuanto antes empieces a ser quien eres, antes vendrán la evolución y los éxitos.

—Ya soy quien soy, padre. No eres tú quien me define, ni tampoco tu profesión.

—Está bien. Comprendo que ahora te toque desempeñar el papel de joven rebelde. Así que, por favor, simplemente pásate por el mercado a hacer ese recado para mí. Ya tendremos tiempo para tratar el otro tema.

 

Eloy cogió de mala gana el papel que su padre le tendía y salió de casa. ¿Qué se había creído? A sus dieciocho años ya era un hombre. Con más razón aún por haberse criado en un pueblo de Galicia mano a mano con la naturaleza y las inclemencias y sin una figura femenina bajo la que resguardarse. Sabía apañárselas solo, había dejado hacía tiempo de ser un apéndice de su padre. El estrecho lazo que los había unido cuando murió su madre había sido de más utilidad para Emilio que para Eloy. Un niño pequeño a su cargo le dio algo a lo que aferrarse, un nuevo motivo para su vida rota tras el prematuro fallecimiento de Rosa.

 

Pero Eloy ya tenía sus propios problemas. Había pasado unos meses muy difíciles. Había tomado decisiones por instinto, sin pensar en las consecuencias, como cabría esperar de un joven que se encontraba de bruces, al mismo tiempo, con los placeres y los límites del mundo. La pasión y el miedo son una combinación explosiva: la una alimenta al otro y viceversa, se hacen grandes de forma recíproca, como en una gran espiral que solo puede terminar de una manera.

 

Después de completar el encargo en el mercado, Eloy guardó el paquete en su bolsa y emprendió el camino de vuelta a casa. No quería dirigirse al monte con la molestia de acarrear un hatillo de especias. Aunque no pesaban, requerían un cuidado del que él prefería desentenderse, aunque por ello llegara tarde a su cita.

 

Por unos segundos, por unos metros, por una medida brevísima en cualquier caso (ya la mida el destino o la casualidad), no se topó ese día con la pareja de cuento. Eloy salió del mercado, después lo hizo una anciana, un gato y dos niñas de la mano (no necesariamente en ese orden); luego entró la pareja por el mismo arco de piedra. Él caminaba medio cuerpo por delante de su mujer, una diferencia apenas perceptible, pero que le obligaba a girar la cabeza si quería atender a algo que ella dijera, cosa que, por otro lado, no solía suceder. Estaban muy lejos ya por dentro el uno del otro, más de lo que habían estado hasta ese momento en su matrimonio. Los rumores aumentaban y él sentía que cada persona con la que se cruzaba sabía más de su mujer que él mismo. Sus miedos y celos espoleaban otras partes de su ser aletargadas hasta entonces: iras, orgullos.

 

Lo inevitable empezó a percatarse de que era su turno para salir a escena cuando, observando el mercado desde arriba, vio cómo todos los factores que tenían que converger para que él hiciera su aparición triunfal se aproximaban entre sí sin remedio.

 

Vio los pensamientos, fundados o no, que encendían de rojo fuego la frente y las manos del joven esposo.

 

Se deleitó con la fragilidad de ella, que desearía estar en cualquier otro lugar, y cuya palidez la volvía aún más atractiva e irreal. Parecía una figura de un belén cuyo tamaño no encajaba con el resto.

 

Observó al pobre albañil, nuevo en el pueblo que, al detenerse ella en un puesto unos segundos, no la asoció con el bello joven que caminaba unos pasos más adelante y osó sonreírla y ofrecerse a pagar por la manzana que ella sostenía en una mano para sopesar la firmeza de su carne.

 

Celebró lo inevitable la mala suerte que hizo que, en el instante de girarse el esposo, el dedo meñique del albañil estuviera rozando el dorso de la mano de su esposa, la que sostenía el mismo fruto prohibido de tantas leyendas.

 

Al marido eso le bastó, le sobró; lo estaba esperando. Al instante volaban a su alrededor sacos de harina y de especias, piezas de fruta, barras de pan. El albañil no quería problemas, pero tampoco deseaba resultar herido, por lo que trató de explicarse (en vano) y, después, de frenar los puñetazos. Por fin sacó fuerzas para quitarse de encima de un empujón al joven bellamente vestido que no paraba de propinarle golpes; primero con las manos, desde hacía unos minutos, con un taco de madera que había cogido del suelo.

 

Entonces entró a escena el último factor: una barra metálica semienterrada en la arena al lado del puesto de aceitunas, cuyo extremo quedaba disimulado por un montón de telas de sacos rotos y otros desperdicios. Ese primer empujón, el único que propinó el albañil al joven adinerado, fue suficiente (más por la sorpresa que por la fuerza impresa en el mismo) para arrojarlo a la pila de desperdicios de la que ya no se levantó. La barra metálica le había atravesado el corazón limpiamente.

 

Lo inevitable se frotó las manos. De haber tenido boca, habría sellado su hazaña con media sonrisa.

 

 

 

Así comienza la novela Los seres infrecuentes, que acaba de publicar la editorial Pie de página.

 

 

 

 

Isabel Garzo nació en Madrid en 1984. Es licenciada en Periodismo y trabajó varios años como responsable de comunicación, actividad que compaginaba con colaboraciones en distintos medios escritos, servicios de corrección de estilo y clases y conferencias sobre lenguaje. Actualmente trabaja en la editorial Brands & Roses como redactora (revistas Yorokobu, Ling y otras) y coordinadora editorial de la revista Ideas (IE). En 2010 publicó el libro de relatos Cuenta hasta diez (Incógnita Editores), y en 2013 su primera novela, Las reglas del olvido (Editorial LoQueNoExiste).

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