El año de las malas sorpresas y del triunfo de lo imprevisible. El año en que se ha consolidado la crisis de todas las ciencias sociales, y del periodismo, algo patente en su estado de perplejidad permanente en los últimos doce meses, síntoma de que las unas y también el otro están compuestos por élites sociales que creen que “su mundo” es “el mundo”. Ése es un efecto de la desigualdad que se pasa por alto en demasiadas ocasiones.
También 2016 ha sido el momento en que se ha generalizado la pérdida de la inocencia, cosa que va unida a un abandono de las ilusiones. Y esto último, particularmente en España, ha sido casi traumático porque se ha pasado demasiado rápido de la esperanza en el cambio a la putrefacción prematura de lo nuevo y el reforzamiento de las viejas estructuras. Todo porque en todas las fuerzas políticas ha prevalecido la política sobre las políticas, es decir, primero la estrategia electoralista, ante el resultado de los comicios del 20 de diciembre de 2015, que empujaron a los partidos a preparar, desde la misma noche electoral, la campaña para las segundas elecciones, que terminaron celebrándose en junio, y también, a amagar otra campaña para unos sólo al final descartados terceros comicios que se hubiera celebrado hace sólo unos días. Y en segundo lugar, porque entre las preocupaciones de las principales fuerzas políticas, especialmente en las de la izquierda, ha dominado el conflicto interno, sobre todo por las ideas (especialmente las de estrategia y discurso y menos las de fondo), pero también por el poder.
En 2016 se ha hablado muchísimo de política, de estrategia electoral, de discurso, de peleas de familias ideológicas, sobre todo en la izquierda, pero muy poco de políticas, casi nada. ¿Detrás de las discusiones, de los golpes de mano en las cúpulas, hay planes diferentes, hay concepciones distintas sobre lo que tiene que ser España tanto en lo territorial como en lo social y lo económico? Los debates son sobre la táctica y la estrategia mejor para alcanzar el poder o para no morirse, pero no sobre lo que se hará una vez se alcance el Gobierno o si se consigue sobrevivir y, además, con cierta relevancia en el Parlamento, salvo por unos pocos y muy manidos eslóganes.
El año de los perdedores de la globalización
La preeminencia de “la política” sobre “las políticas” puede ser uno de los factores que explican por qué ha habido tantas sorpresas a nivel mundial. Se han abandonado hace muchos años “las políticas” que tenían como destino las clases trabajadoras clásicas, porque incluso las fuerzas que la representaban y la defendían en el paso terminaron por negar su existencia: la posmodernidad conllevaba la desaparición de la vieja industria y el dominio de los servicios nos convertían a todos en clase media incluso un poco ilustrada. Y si todos éramos miembros de una misma clase, entonces las clases sociales habían muerto. Quedaban unos pocos obreros, sí, pero no los suficientes como para hacerles caso, porque electoralmente, se creía, su peso era irrelevante.
Este año la clase social olvidada ha recuperado su protagonismo. Se ha redescubierto que seguía ahí, aunque estuviera en silencio. Y a los trabajadores de los países desarrollados se les ha llamado “perdedores de la globalización” porque han perdido sus trabajos por la deslocalización de empresas a países con costes laborales más bajos; también porque la inmigración compite por los empleos que tradicionalmente ha ocupado la clase obrera blanca; y porque en los países emergentes se produce más barato dado que los trabajadores tienen menos protección social, lo que provoca que puedan vender a precios más bajos y sustituyan, vía importaciones, a la producción local, algo contra lo que se propone luchar recuperando los duros aranceles aduaneros de antes. En esos tres mensajes, precisamente, abundó Donald Trump para devolver puestos de trabajo a la clase obrera americana y ganó las elecciones en Estados Unidos.
También a la clase obrera y a la población de la Inglaterra profunda (otra característica de este año es que la población urbana y su conciencia han perdido poder respecto a las de las áreas rurales) se le echa la culpa del ‘Brexit’ y del deseo por recuperar las fronteras al factor trabajo.
¿Implica todo esto que 2016 ha sido el de la demonización de la clase obrera blanca, a la que se cuelgan las etiquetas de racista, de insolidaria, de egoísta, de retrógrada, de enemiga de la modernidad?, ¿o todo esto no podría convertirse en un toque de atención para las élites políticas de la izquierda para que comiencen a dar respuesta a las inquietudes y necesidades de la clase obrera, cada vez más amenazada, no sólo por la globalización, sino también por la robotización y la emergencia de la sociedad postlaboral?
2016 puede ser el primer año de la desglobalización. Sobre todo porque el éxito de movimientos de repliegue nacionalista ha tenido lugar en dos grandes países, Estados Unidos y Reino Unido, que fueron grandes impulsores del libre comercio. Pero también porque hay otros países en los que fuerzas del mismo cariz están incrementando su popularidad, como Alemania, Francia, Austria, Holanda e Italia, todos ellos miembros de la Unión Europea, el que se consideraba proyecto transnacional más relevante del mundo, ahora en peligro de desintegración. 2017 puede ser el año definitivo en que se medirá objetivamente su fuerza en muchos de estos lugares y, por tanto, en que se calibrará la capacidad de resistencia del proyecto europeo.
Éste no es un fenómeno exclusivo de loa países desarrollados. En el mundo emergente se está observando un movimiento hacia la búsqueda de independencia respecto a los capitales internacionales. Y Rusia o Hungría son dos ejemplos palpables de ello.
Ésta es una explicación muy materialista al éxito de los que se ha dado en denominar “movimientos populistas”, dado que sólo se arguyen razones económicas a la creciente popularidad de la extrema derecha. Quizás la hipótesis gana fuerza porque la recuperación económica, la mejora de los grandes números, como el PIB, incluso como el paro, no está mejorando salarios ni condiciones de vida. Así, este año también ha puesto en cuestión la teoría del goteo, es decir, que la prosperidad económica abstracta termina por filtrarse a la economía de lo concreto en las clases bajas.
Pero de todas maneras, sí es cierto que ésta, aunque certera, también puede ser una hipótesis reduccionista, puesto que el triunfo de los populismos de extrema derecha está teniendo lugar también en países prósperos con poco paro y poca desigualdad, como Austria. Por ello, hay que incorporar cuestiones culturales e identitarias para contar con una fotografía más completa de lo que ha ocurrido en el último año: el populismo de derechas (el neofascismo en algunas de sus manifestaciones) ha conectado con las clases más desfavorecidas y con el ambiente rural no sólo porque ha recuperado en su discurso político la preocupación por las condiciones materiales de la existencia, sino también por la pérdida de la identidad de los pueblos que va asociada a la globalización y a la difuminación de las fronteras, es decir, en conjunto, por la falta de seguridad respecto al lugar en el mundo que se va a ocupar tanto en lo económico como en lo emocional. La extrema derecha ha conectado tanto con las carencias materiales como con las identitarias de ciertas capas sociales, con las que se sienten más débiles.
Por eso en 2016 hemos visto más cerca que nunca la reedición de la década de los años treinta del siglo pasado, cuando a la Gran Depresión le siguió Adolf Hitler.
La Rusia de Putin y el triunfo en diferido de la Guerra Fría
Pero a la Gran Depresión y a la posterior Segunda Guerra Mundial le siguió el gran consenso entre socialistas y conservadores que dio lugar al Estado del Bienestar, para evitar revoluciones a la soviética. Y si en 2016 se ha conmemorado el 25 aniversario de la caída de la URSS, en 2017 se cumple el centenario de la revolución que la creó. Y justo en medio de estas «celebraciones», Rusia, con Vladimir Putin a la cabeza, se ha convertido en un protagonista relevante y más influyente de lo que lo ha sido nunca desde la Perestroika de Mihail Gorbachov, superando la época en la que se convirtió en el hazmerreír del mundo por Boris Yeltsin.
Así, Rusia se le ha acusado de “malmeter” a favor de Trump en Estados Unidos, facilitando nada menos que su victorial electoral, y también de hacer lo mismo para incrementar su influencia en Europa del Este, tanto de manera directa, «manu militari», como en Ucrania, por lo que sufre sanciones, como de forma indirecta, en las últimas elecciones celebradas en Moldavia y en Bulgaria. Pero también están surgiendo las primeras voces que apuntan que también en Europa occidental podrían comenzar a observarse las primeras interferencias rusas.
En ese aumento de su poder y relevancia global de Rusia ha jugado un papel fundamental su actuación en Siria contra el Daesh, no se sabe si más por su apoyo a Bachar al-Asad, por su compromiso anti-islamista que ya demostró en Chechenia, o por el trauma que arrastra el país desde que intentó invadir Afganistán y Estados Unidos le respondió dando fuerza a los islamistas.
Hay quien dice que Rusia, por estas razones, estaría ganando la Guerra Fría después de haberse terminado. Rusia estaría desquitándose coincidiendo con la muerte del último protagonista de la Guerra Fría, Fidel Castro, y con el triunfo de Donald Trump, que podría acabar de facto con el último resquicio institucional de aquella época: la OTAN.
El feminismo que se afianza
Lejos de la pura política (aunque en realidad todo es política) y de la geopolítica, 2016 también ha sido un año en el que el feminismo se ha fortalecido. Pero feminismos hay muchos y el que se está imponiendo no es el de la igualdad que ha reinado entre los setenta y los primeros años 2000, sino el de la diferencia, el que muestra el orgullo de lo tradicionalmente considerado femenino tanto en la estética como en lo biológico, en lo cultural y en los valores, para reivindicarlo y exigir como derecho una adaptación institucional a esa percepción de la desigualdad entre los géneros.
A veces, en el mejor de los casos, se da un paso más y la reivindicación de los valores tradicionalmente femeninos viene acompañada de la exhibición de la conveniencia de su extensión, especialmente el cuidado o la cooperación, a toda la sociedad en sustitución de los valores convencionalmente atribuidos a lo masculino, como el individualismo o la competición.
La definición del feminismo de la diferencia es éste. Pero lo más interesante sería saber el porqué de su extensión, el porqué de su éxito en las fuerzas de la nueva izquierda y su mejor conexión con las mujeres contemporáneas. ¿Es que han dado por perdida la batalla por la igualdad?, ¿es que no les compensa esa igualdad?, ¿es que verdaderamente se sienten diferentes?, ¿es que han construido una identidad con la que se sienten más cómodas y más de acuerdo con la que consideran su naturaleza? Lo malo es que, igual que no se ha contado la situación de la clase obrera hasta que no se la ha culpado de los últimos desastres, las mujeres muy pocas veces son objeto de estudio salvo en cuestiones cuantitativas (este año la obsesión ha estado en la brecha salarial) y ahora, con ese flanco cubierto, se necesitarían más estudios cualitativos: ¿por qué las mujeres abandonan la aspiración igualitaria?
Sígueme en twitter: @acvallejo