Cae en mis mano Los Papalagi, un compendio
de discursos sobre el hombre blanco (Papalagi) de un jefe del Pacífico
Sur. El objetivo de Tuiavii de Tiavea era dirigirse al pueblo samoano
para implorarle que no se deje seducir por el modo de vida europeo; pide
cautela “ante todo el que quiera robarnos los placeres de la vida,
lo que oscurezca nuestro espacio y todo lo que separe la mente del
cuerpo”. El jefe samoano viajó a Europa y allí se percató del
sinsentido errante de las sociedades que hemos querido llamar
civilizadas. Aterrorizado, desde la tristeza, la honestidad y el amor a
la humanidad, escribió estos discursos, que su amigo Erich Scheurmann
tradujo al alemán. La primera edición publicada en Europa data de 1920,
pero cada uno de sus discursos es, tristemente, de máxima actualidad.
Tuiavii
se sorprende de nuestras costumbres con la inocencia de un niño. No
entiende que nos cubramos los cuerpos como si “la carne fuese pecado”, y
observa que “si empezaran a enseñar esa carne, podrían entonces centrar
su atención en otras cosas, sus ojos cesarían de murmurar palabras
sucias cuando pasa una chica”. Tampoco comprende nuestra devoción por
vivir en casas de hormigón “donde el sol, el viento y la luz no pueden
entrar”. ¡Y el tiempo! “El tiempo resbala de sus manos” a fuerza de
andar persiguiéndolo el día entero. Tuiavii llama a los suyos a liberar
“al engañado Papalagi” y devolverle el tiempo: “Cojamos sus pequeñas y
redondas máquinas del tiempo, aplastémoslas y digámosles que hay más
tiempo entre el amanecer y el ocaso del que un hombre cotidiano puede
gastar”.
El jefe samoano se
siente impresionado con las poderosas máquinas que son capaces de crear
los hombres blancos, pero advierte: “Los Papalagi retan a Dios. Pero el
Gran Espíritu es todavía más fuerte que ellos”. Y cuestiona los
beneficios de ciertos inventos: “El alcanzar tu destino con rapidez es rara vez un beneficio real”. Al final, los Papalagi “corren
agitadamente por la vida, cada vez perdiendo más la habilidad de
caminar y correr, sin nunca atrapar sus destinos; el destino que viene a
nosotros sin nosotros salir a buscarlo”.
El estrés, el tiempo, la amargura vital de quienes están atrapados en
sus profesiones, que Tuiavii define como “saber-solo-una-cosa”. “No hay nada tan duro para un hombre como tener que hacer la misma cosa una y otra vez”. Lo que podría ser agradable se torna esclavitud. Y así, “un odio latente vive en el interior de la gente con profesiones. Algo vive dentro de sus corazones reprimido como un animal encadenado, rebelándose pero todavía incapaz de liberarse”.
La enfermedad del dinero
Aunque
tal vez lo que más le sorprenda al jefe samoano es esa extraña devoción
nuestra por “el metal redondo y el papel tosco”, o sea, el dinero. “Lo
invocan como un dios. El dinero es su único amor”, dice. “Han dado su
alegría a cambio de dinero, su vida, su honor, su alma, su felicidad.
Casi todos ellos han dado su salud por dinero”. Tuaivii ha entendido que
somos esclavos del dinero. Ojo a las palabras del samoano cuando
advierte: “He podido descubrir una única cosa por la que no se pide dinero y de la que todo el mundo puede tomar tanto como quiera: el aire para respirar. Pero sospecho que eso ha escapado meramente a su atención”, porque “cada europeo siempre está a la búsqueda de una razón para pedir continuamente más dinero”.
Lo más extraño de todo es que cuando tienen mucho, lo llevan a un lugar donde está “bien guardado” y “el dinero hace el trabajo por sí solo. Cómo
una cosa así es posible, sin nada en absoluto de hechicería, nunca me
resultó del todo claro, pero verdad es que dinero llama dinero”. Así y todo, “ni aun
cuando alguien tiene mucho dinero, mucho más de lo que la mayoría de la
gente tiene, tanto que cientos o miles de trabajadores podrían reducir
con él su aflicción, no cede nada de él. Cubre el metal redondo con sus
manos y se sienta sobre el papel tosco; avaricia y avidez arden en sus ojos. Y cuando le preguntas qué proyecta hacer con todo ese dinero, dándote cuenta de que no puedes hacer mucho más en la tierra que vestirte, y saciar tu hambre y tu sed, entonces no sabe qué decir o contesta: Quiero ganar más dinero, siempre más y más. Entonces pronto te percatarás de que el dinero le ha vuelto enfermo, que su sentido común ha escapado ante la enfermedad del dinero».
“Con
júbilo dejan a sus hermanos ejecutar la labor pesada, mientras ellos
crecen gordos, y echan carnes (…) El conocimiento de que continuamente
roban la fuerza de los otros para añadirla a la suya propia no les
preocupa. No entra en sus mentes dejar a los otros compartir el dinero para aliviar su carga.”
Tuiavii nos sabe enfermos y locos, pero advierte a su pueblo de lo
fácil que es contagiarse: “Incluso si sólo tocas el dinero, caes bajo su
hechizo, y aquel que lo ama debe servirlo y consagrarle toda su fuerza
para el resto de su vida”.
Tanta codicia, tanta enfermedad no debe de ser fácil de entender para una sociedad comunal: “En nuestro idioma lau
significa mío, pero también significa tuyo. Es casi la misma cosa. Pero
en el idioma de los Papalagi es difícil encontrar dos palabras que
difieran tanto en significado como mío y tuyo”. Tuavii
se siente perplejo porque “¡se creen que la palmera es suya sólo porque
crece en su choza!”. Y así, dice el samoano, “roban a Dios sin un asomo
de vergüenza siquiera”. El colmo del sinsentido, pues “si
hicieran uso de su sentido común, sin duda comprenderían que nada de lo
que podemos retener nos pertenece, y que cuando la marcha sea dura no
podremos llevar nada”. Si no estuvieran enfermos, sabrían que “si Dios hace su casa tan grande es porque quiere que haya allí sitio y felicidad para todos”. Entenderían que el resultado de esa codicia es el miedo, y que por eso “el
sueño de un Papalagi nunca es tranquilo, porque tiene que estar alerta
todo el tiempo para que las cosas que ha amasado durante el día no le
sean robadas por la noche”, y
porque “la lucha entre aquellos que tienen poco y aquellos que lo tienen
todo” es la dura batalla que “hace estragos día y noche”. Pero los que tienen poco “tampoco entienden que a todos le están robando a Dios”.
Y
todo, ¿para qué? Tuiavii sabe que “los Papalagi son pobres a causa de
sus muchas cosas”. “Allí la tierra está tan desnuda como la palma de
vuestra mano y ésta es una de las razones por las que a los Papalagi se
les han ablandado los sesos y juegan a ser el Gran Espíritu en persona,
para no pensar en todas las cosas que han perdido. Porque están despojados.”
“Sus
cosas, resplandecientes y brillantes lanzan miradas seductoras a
nuestro modo de vida y se nos imponen, pero nunca hacen el cuerpo de un
Papalagi más bello, sus ojos más brillantes o sus mentes más agudas”.
Insiste Tuiavii en su desesperada advertencia a su pueblo: quieren
forzarnos a tener sus necesidades para forzarnos a trabajar y que nos
encorvemos también. “Nunca han sido capaces de explicarnos por qué debemos hacer más trabajo del que Dios nos pide” para satisfacer nuestras necesidades. La vieja historia del pescador y el empresario.
Y por último habla Tuiavii de “la enfermedad del pensamiento profundo”. Para los Papalagi “el pensar se ha convertido en un hábito, una necesidad y una carencia. Sólo después de muchas dificultades logran realmente no pensar y viven de una vez con su cuerpo entero”. Mientras, “crear pensamientos le mantiene esclavizado, intoxicado por sus propias reflexiones”
Tuiavii desnuda nuestro mundo loco -nuestro mundo al revés, patas arriba, como dice Galeano-
con puro sentido común. Hay que estar loco o ciego para no ver hasta
qué punto nos hemos confundido en los mismos principios fundacionales de
nuestra civilización. En definitiva, el jefe samoano nos recuerda que hemos “matado la esencia divina de nuestra existencia y la hemos reemplazado por ídolos”.
Nos dice: “Pensáis que podéis mostrarnos la luz, pero tratáis de
arrastrarnos a vuestra charca de oscuridad”. Nos sabe seres humanos
“enfermos, perdidos, despojados”. Todo, porque nos hemos alejado de
Dios. De nosotros mismos.
* Podéis leer Los Papalagi on line aquí, o descargaros el PDF en este enlace.