“Conseguí un amigo que me dio la sangre, yo mismo se la extraje y me la puse”.
Hace unos años leí esta historia en varios medios de Estados Unidos y España.
Alto, enjuto, de pelo largo y trigueño, el rostro curtido, ajado, él parece mucho mayor de lo que realmente es. Más envejecida, sin embargo, está su pareja, quien, amputada de las dos piernas, se desplaza en silla de ruedas.
Ella supo que tenía SIDA cuando el director de Higiene de la provincia se apareció en su casa. Un ex, recientemente contagiado con el virus, había comunicado a las autoridades la lista de las personas con quienes se había acostado. A ella, por no alertar a su marido, quien no era portador, la condenaron a tres años de cárcel por propagación de la epidemia. Antes fue forzada a abortar una barriga de seis meses. Ella tenía 18 años. Y estábamos en 1991.
Él contrajo el virus mucho después.
Ambos se conocieron pues a principios de siglo en el sanatorio, donde aún vivían en el momento de la publicación del reportaje (2017), pero no ya en calidad de pacientes, sino como okupas de un recinto abandonado.
En uno de los artículos –todos replicaban una misma fuente original– se los describía como una pareja de frikis, una suerte de “hippies a la cubana: rebeldes, amantes del ron, el sexo libre y el rock, la música del enemigo de la Guerra Fría [Estados Unidos]”[1].
Él es (o era) algo más: el último sobreviviente de una oleada de jóvenes que se inyectó el SIDA.
Semanas atrás se estrenó el filme Los frikis. Boleto al paraíso había antes abordado el tema. La historia parece destinada a volver una y otra vez en películas, en libros. Quizás porque, más allá de lo escabroso del asunto, en ella se condensa buena parte de la experiencia de quienes nacieron bajo el signo de la Revolución cubana.
No es su historia la que voy a contar aquí. O sí. Pero de otro modo. Haré la historia del mundo que los empujó a preferir la muerte en vena.
Los Cocos
Ya en La Habana de mediados de los 80 la noticia de contagios voluntarios fue sonada. Noticia no es el término adecuado. Los periódicos no decían nunca nada, pero rápido corrió el rumor de que había gente inyectándose el virus para entrar en Los Cocos.
Asombro y horror se mezclaban en la reacción. El SIDA equivalía entonces a una agonía atroz.
Sería la primera ola de contagiados voluntarios. Habría otras. La última, a principios del siglo.
Oficialmente, la primera detección de VIH en Cuba se produjo en 1985.
Un combatiente regresado de África.
Por África en aquellos años pasaban decenas de miles de cubanos. Sólo en Angola, entre 1975 y 1989, combatieron 300.000 soldados. Y la presencia internacionalista abarcaba alrededor de veinte países del continente.
No es de sorprender que, más allá de la incidencia propia de la enfermedad en la isla, el contagio de un repatriado de África hiciera saltar las alarmas sobre una rápida propagación del virus por todo el territorio nacional.
La respuesta consistió en desplegar una operación de recolecta masiva y obligatoria de muestras de sangre entre la población mayor de 15 años y simultáneamente en sacar de circulación a las personas infectadas con el virus: enfermos y portadores de VIH eran confinados en cuarentena. Esta disposición mantuvo vigencia en cada uno de los trece sanatorios repartidos por el país hasta 1994.
En los periodos de mayor concentración hubo cerca de 10.000 internos[2].
En un principio, los sanatorios pretendían crear condiciones idóneas para los reclusos. Se ha de tener en cuenta que en ellos habría combatientes de las campañas de África –la última camada de héroes de la Revolución–. Basándose en el modelo de vivienda familiar –los reclusos casados eran internados con su pareja–, cada apartamento disponía de un comedor, una cocina, un salón, de habitaciones espaciosas; además, estaban equipados con aire acondicionado y televisores en color. Otro detalle fundamental: la dieta era alta en calorías (4.500 calorías diarias) y equilibrada. Todo esto bajo la tutela de un fornido cuerpo logístico: médicos, enfermeros, obreros, choferes, trabajadores sociales, personal de limpieza[3]. Ningún detalle quedaba sin atender.
El más famoso de los sanatorios estaba en La Habana: la finca Los Cocos.
Y en sus dos primeros años fue dirigido por un teniente coronel del ejército.
En su libro de testimonios, En un rincón cerca del cielo[4], Miguel Ángel Fraga recoge la paradoja en la que se cimentaba el sanatorio: por una parte, la puesta a disposición de una asistencia médica de primer orden (y de condiciones de vida fuera del alcance de la mayoría de los cubanos) y, por otra parte, el encierro forzoso. La lógica sanitaria se desdoblaba en dinámica penitenciaria –los cuidados eran prodigados con esmero, siempre y cuando los individuos no cuestionasen su ostracismo: el sanatorio contaba con sus propios calabozos, pero a los reclusos más reacios se los trasladaba a la cárcel del Combinado del Este–. De hecho, el reglamento del sanatorio establecía entre sus prioridades imposibilitar “la difusión del VIH en el resto de la población sana”.
En una fase ulterior se instauró la política del acompañante[5]: cuando se autorizaba a los reclusos a salir de pase para visitar a sus familias o bien a recibir visitas, éstos lo hacían en compañía de trabajadores que velaban por que no mantuviesen relaciones sexuales con personas sanas –o al menos, en teoría, no sin protección–.
Obviamente, en el sanatorio se desplegaban dinámicas que regían la sociedad socialista de aquel entonces. En los primeros tiempos, por ejemplo, se instauró la segregación entre heterosexuales (con frecuencia combatientes de África) y homosexuales –éstos últimos recibían un trato mucho más presidiario–. El artículo 8 del reglamento explicitaba, además, que la enfermedad no cubría ninguna licencia ideológica: “No se admitirán conductas mercantilistas, contrarrevolucionarias o de proselitismo religioso”.
Los Cocos, en su momento de esplendor, fue una especie de prisión dorada. Los internados eran pacientes y presos a la vez. Pero el encarcelamiento procede aquí mediante la instauración tácita del estado de excepción, puesto que los reclusos no cuentan con ningún tipo de garantías legales o de entidad jurídica a las que remitirse para apelar contra la detención forzada o siquiera exigir una revisión de las condiciones de encierro. Rafael Saumell acertaba al escribir que la finca fue la perfecta alegoría del sistema cubano: “benefactor y carcelero”[6].
El trabajo os hará hombres
No era la primera vez que el Estado revolucionario desplegaba un cordón sanitario para proteger a la sociedad.
A mediados de los sesenta, cuando se fraguaba el marco ideológico en que se inscribiría la vida bajo la Revolución, cobró fuerza una concepción orgánica de la nación en que la cubanía debía verse purgada de elementos patógenos. En el contexto de fuertes diferendos con Estados Unidos la regeneración de la sociedad adquirió el cariz de supervivencia nacional: hacía falta un pueblo viril para resistir al imperio. Así, el surgimiento en la retórica oficial de motes psicopatológicos (enfermitos, escoria, parásitos, gusanos, desviados, antisociales) propició la aplicación del rigor revolucionario a amplias capas de la población.
Evidentemente, la patologización de comportamientos divergentes devino en instrumento en la cruzada contra opositores y disidentes. Pero no fue sólo eso. También fijó las pautas del modelo social requerido. En 1971 el primer Congreso de Educación y Cultura entronizaba a política de Estado la persecución de “la extravagancia, la homosexualidad y otras aberraciones sociales”[7].
En ese sentido, la puesta en funcionamiento de las Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP), de 1965 a 1968, constituye el ejemplo paradigmático del puritanismo revolucionario. Dichas siglas encubrían en realidad campos de trabajo forzado en los que fueron recluidas miles de personas tachadas de antisociales: opositores, ciudadanos que habían solicitado la salida del país, rockeros, homosexuales[8].
Aquí el internamiento no dependía de la perpetración de un delito, sino de la condición (sexual, religiosa, política, etcétera) del individuo. Por ello, “las UMAP no pueden ser entendidas como una institución aislada, sino como parte de un proyecto de ingeniería social orientado al control social y político”[9].
Si bien es cierto que la diversidad de personas recluidas en las UMAP excede la represión única y exclusiva de la homosexualidad, cabe resaltar su inscripción en un ambicioso programa de “masculinización nacional”. Dentro de esta lógica, el concepto de hombre nuevo funcionó como un patrón que trazaba la frontera entre los revolucionarios y los escorias y blandengues.
La militarización, cual dique ante una posible degeneración social, se enlaza con la idealización del trabajo como vector de la asepsia revolucionaria, planteando así la ecuación que aseguraría la fragua del revolucionario mediante dos constantes durante todo su proceso de formación (o de corrección): rigor militar y disciplina laboral.
Otra figura clave en todo este engranaje era la del político. Así se designaba al responsable del adoctrinamiento de los reclusos, que impartía las sesiones diarias de concientización política.
En Conducta impropia, el documental dirigido por Néstor Almendros y Orlando Jiménez Leal sobre la represión a la homosexualidad en la Cuba revolucionaria, el poeta José Mario recordaba que en la entrada del campamento al que fue asignado había una pancarta inmensa en la que se leía: Unidad Militar 2.669 y un letrero con el lema El trabajo os hará hombres[10].
Las UMAP, pese a su cierre en 1968, no fueron resultado de la chapucería de unos burócratas celosos de cumplir unos lineamientos que no habían entendido. La imbricación sistemática de los distintos planos de la logística del Estado que rigió su funcionamiento, a justo decir de Sierra Madero, muestra “una tecnología que involucró al aparato judicial, militar, educacional, médico y psiquiátrico”[11].
Y fueron un intento a gran escala por cerrar un cordón sanitario que protegiese a la sociedad de vectores de degeneración.
De hecho, su desmantelamiento no significó el fin de la lógica que impulsara su creación. Si se observa lo que serían en adelante las constantes que moldearían la formación escolar en la Cuba revolucionaria (adoctrinamiento, militarización, enrolamiento en la producción), se puede decir que las UMAP constituyeron la matriz donde se gestó el modelo de educación desarrollado por la Revolución.
Educación espartana
La escolarización estaba pautada desde un principio por la mímica militar (formar filas en el matutino, marcar distancia, saludar la bandera, jurar Pioneros por el comunismo, seremos como el Che, etcétera). Aprendizaje continuo que, en la primaria, alcanzaba su momento álgido durante la revista militar. Durante las sesiones de preparación de aquel tableau vivant de gestas patrias los pioneros aprendían los distintos tipos de marcha militar, así como repasaban las posturas para mantenerse en fila (firme, descanso).
Gestos y lemas tenían su correlato en la propia enseñanza. El manual de lectura de primer grado, ¡A leer![12], fijaba el espectro del imaginario simbólico donde debía encajar el revolucionario en devenir que era el pionero.
Las escenas idílicas de la vida en la Revolución se alternaban con poemas ilustrados en los que el nexo entre nación y Revolución se establecía mediante el llamado a la defensa de la patria:
Si el Batallón Fronterizo
lo permitiera
yo cuidaría la frontera.
Con pañuelo de pionera,
de pie junto a la bandera,
allí de guardia estuviera
Naturalmente, no faltaban las loas al Comandante.
Y a modo de cierre, Responde: ¿Cómo quiere Fidel que sean los pioneros?
Toda la enseñanza estaba así permeada por el culto a la Revolución y a Fidel Castro.
En la secundaria se abría un nuevo capítulo en la formación del joven revolucionario: la escuela al campo. A partir de 7º grado las escuelas trasladaban 45 días del curso escolar a zonas rurales y se dedicaban a labores agrícolas.
Así cada año hasta el fin del pre-universitario[13].
La escuela al campo era consustancial a la puesta en práctica de la observancia laboral que (a la par de la militar) debía moldear el carácter del joven revolucionario. ¡Estudio, trabajo, fusil! profetizaba la Marcha de la alfabetización en 1961.
Este sistema de internamiento al que se convertían una vez por año las escuelas citadinas era la norma de las becas, que eran escuelas en el campo.
En la impartición de la enseñanza las becas compaginaban pues estudio y trabajo (una mitad de la jornada en las aulas, la otra en el campo).
El acercamiento productivista al campo quizás lastrara desde el inicio el proyecto. De hecho, la concepción misma del trabajo era despojada de toda dimensión que excediera el adiestramiento de los alumnos.
Productivismo y uniformización.
El trabajo era padecido como otro dispositivo más de vigilancia y castigo.
El catecismo
Todo esto se acompañaba con la debida politización de la escolaridad con el objetivo de fraguar la conciencia revolucionaria. En el sinfín de movilizaciones políticas que marcaban el currículo escolar, y más allá de la falsificación –una deliberada política de Estado– que regía la enseñanza de la historia patria, destacaba una materia como especial instrumento de fijación de los dogmas del sistema, la de marxismo-leninismo.
La importancia del adoctrinamiento en el periodo de mayor rigidez ideológica de la Revolución, entre principios de los sesenta y mediados de los ochenta, entronizó la enseñanza del marxismo-leninismo como una especie de catecismo del cual el mínimo distanciamiento era perseguido a semejanza de una herejía. Obviamente, primaba la repetición (no la comprensión) de los textos. Y en esta escansión de los dogmas había mucho más que simple aceptación de un mal necesario, también se desplegaba ese juego de roles esencial para el funcionamiento y perpetuación de la maquinaria revolucionaria: saber qué decir, independientemente de lo que se creyera o pensara.
Aprendizaje y elocución automáticos de la doctrina soviética replicaban de forma caricaturesca el modo en que el discurso revolucionario se escenificaba en la sociedad, los supuestos avalados por la dirigencia marcaban el espectro de lo decible en el espacio público (reuniones del partido, asambleas sindicales, juntas vecinales, mítines estudiantiles, emisiones radiales, programas de televisión, páginas de prensa, etcétera) –esa pantomima de expresión, que el sistema consiguió instrumentalizar a la perfección durante décadas, dependía pues en no poca medida de su capacidad para moldear seres ventrílocuos a lo largo de la escolaridad.
La guerra
El último estrato de la modelización del joven revolucionario consistía en la preparación militar.
A partir de décimo grado los alumnos se veían acatando nociones de marchas, enmascaramiento y técnicas operativas para tiempos de guerra. Estos cursos tenían continuación en la universidad con uso de armas. Obviamente, la instrucción militar se insertaba en el engranaje de defensa de un sistema en conflicto con la potencia estadounidense. No obstante, fungía a la vez cual resorte de domesticación para la juventud cubana. Los estudiantes-soldados debían pues aguerrirse “en la fidelidad sin límites a la Patria y al Partido”[14].
Adiestramiento y adoctrinamiento[15].
Una vez finalizado el ciclo de estudios obligatorios, comenzaba el reclutamiento, a partir de los 16 años, en el servicio militar (obligatorio para los hombres y voluntario para las mujeres).
Un detalle de no poca importancia: la objeción de conciencia nunca ha sido contemplada por la legislación revolucionaria. El grueso de los 300.000 cubanos que combatieron en Angola estaba constituido por reclutas que cumplían su último año de Servicio[16].
El expediente
En todo este proceso de amoldamiento una pieza indispensable era el expediente.
Desde los setenta se había sistematizado el uso del expediente acumulativo del escolar, donde quedaba registrado, a lo largo del ciclo educacional, el comportamiento del alumno.
Si el estudiante cometía algún acto grave se le levantaba un acta en el expediente, comúnmente llamada mancha. Evidentemente, las manchas de mayor peso, las imborrables, eran las de orden político. El expediente manchado suponía un lastre para acceder, verbigracia, a las vocacionales de ciencias exactas –institutos pre-universitarios de superior calidad, que aseguraban el ingreso a la universidad– o a formaciones profesionales de prestigio. Más adelante el expediente incidía en la selección entre alumnos de idéntico mérito escolar para cursar alguna carrera universitaria en la que las plazas escaseaban. Pero quien se viera tachado por diversionismo ideológico o por desafección abierta a la Revolución veía su incursión en la enseñanza superior automáticamente bloqueada. De hecho, esta parametración política continuaba durante la universidad y a lo largo de la vida laboral. Cualquier progresión en el currículo (diploma, doctorado) o en el mero plano profesional (ascenso a un puesto de mayor calificación) era previamente pasada por el filtro del deber revolucionario.
La existencia del expediente activaba pues mecanismos de control en dimensiones diversas. Por una parte, desde la más temprana edad, familiarizaba al individuo con el repertorio de gestos y consignas que debía escenificar en público y, por lo mismo, instauraba una estricta autocensura. (Las sesiones de autocrítica en público también incidían en este sentido: al exteriorizar defectos propios el individuo daba muestras a la vez de un afán de superación y de transparencia (carente de secretos) con el sistema). Por otra parte, el expediente actuaba de criba para determinar quién se había ganado el derecho a disfrutar las conquistas de la Revolución.
Así, los derechos pierden su carácter incondicional y se reducen a un sistema de prebendas del que sólo gozan plenamente quienes se hacen merecedores de ello. El individuo acopla (a modo de supervivencia) su actuación a los imperativos de la pantomima revolucionaria. Aquí radica, por cierto, una de las claves de la amoralidad que ha caracterizado al cubano bajo el socialismo.
NO FUTURE
Es en este mundo encorsetado por el puritanismo revolucionario que se inscribe el farniente de los frikis, su entrega al rock, al hedonismo. En una sociedad regida por el stajanovismo y la militarización, donde los desvíos del canon revolucionario eran expedientados desde la infancia y en la que prácticamente no existía espacio fuera del Estado, donde el control sobre la sociedad, mediante las organizaciones de masas y el aparato represivo, era casi absoluto, en la que incluso los vecinos oficiaban de espías, donde la propaganda oficial (ubicua e incontestable) exaltaba el belicismo, la frikancia abocaba a acciones extremas.
Lo que en otras latitudes pasaría como simple acto de rebeldía contra el conformismo social o se instauraría cual modo de vida alternativo, en la Cuba de los ochenta era penalmente fustigado como amenaza contra el orden socialista. Por aquel entonces el Estado reclamaba todavía plena adhesión al ideal revolucionario –la entrega debía escenificarse en cuerpo y alma–.
En aquella sociedad marcada por la escasez, la vigilancia continua, el adoctrinamiento cansino, sin margen para un espacio propio ni posibilidades de emigrar legalmente, en la que jugar a los revolucionarios suponía la única vía para superarse profesionalmente o conseguir una vida más o menos acorde con un mínimo de aspiraciones propias, donde la aceptación voluntaria de pasar el último año de Servicio Militar guerreando en Angola determinaba (para muchachos de veinte años) la posterior integración (o marginación) en el sistema –y todo esto bajo el acoso constante de las instituciones y el aparato represivo–, ¿qué quedaba a los frikis que no cedían en su deseo de una vida ajena a los imperativos del sistema?
Parasitismo es el término que ha surgido en varias ocasiones con quienes he comentado el caso de estos muchachos. Quizás. Pero en una sociedad heredera de la esclavitud, en la que el Estado, mediante un control férreo de la población, pretende disponer de los individuos como peones o puntas de lanza para sus fines propios, en nombre de un ideal nunca refrendado y por ello mismo cada vez más distante de quienes han de ser los beneficiarios, en esa sociedad el parasitismo es suprema rebeldía.
Ante el mandato de sacrificio, impelido por un poder insaciable, la escapatoria (¿la liberación?) confina al suicidio.
Pero no un suicidio con pathos, pues sería otra cara de la gesta patria; con un deje de ironía, ese fin hedónico en el sanatorio hace burla del martirologio revolucionario. Morir, de acuerdo, pero de muerte lenta.
El gesto de los frikis radicalizaba la sospecha que corroía la sociedad cubana en aquel entonces. ¿Sacrificarse para qué? ¿Para quién? Y a la vez ponía en tela de juicio los cimientos del sistema: a la educación que debía forjar hombres nuevos, erradicando al lumpemproletariado y demás elementos antisociales y afeminados: dejaba en evidencia que la maquinaria giraba en el vacío. La suerte de aquellos jóvenes resultó ser el negativo de un adoctrinamiento hueco, de una lógica del trabajo sin sentido, de un militarismo asfixiante, de unos derechos pervertidos en prebendas. Y con su destino caricaturizaron al individuo ideado por el Estado revolucionario, al que accede a los derechos sociales a cambio de la sumisión, del desvalimiento propio. El grandísimo acierto del funesto performance fue encararle al régimen el paternalismo represivo que lo define: Aquí me tienes como me querías: desvalido. Ahora asume.
Los frikis pertenecían a las primeras generaciones educadas con los preceptos de la Revolución. No es un azar que dieran por muertas sus promesas.
Al no esperar nada, hicieron de la muerte una vida.
NO FUTURE, Los Cocos.
Notas:
[1] https://elpais.com/internacional/2017/06/03/america/1496445483_702089.html
[2] Entrevista con el Dr. Jorge Pérez Ávila, ex-director del sanatorio Los Cocos en https://progresosemanal.us/20171126/sanatorios-vih-cuba-prisiones-herramienta-salud-publica/
[3] Ibid.
[4] Miguel Ángel Fraga, En un rincón cerca del cielo, Valencia, Aduana Vieja, 2008.
[5] Una película de Pavel Giroud lleva a la ficción una relación de este tipo.
[6] Rafael E. Saumell, Finca Los Cocos. El primer sanatorio para enfermos de SIDA en Cuba, en www.otrolunes.com
[7] Rafael Rojas, Historia mínima de la Revolución cubana, op. cit., p.174.
[8] Ibid., p.157.
[9] Abel Sierra Madero, ‘“El trabajo os hará hombres”. Masculinización nacional, trabajo forzado y control social en Cuba durante los años sesenta’, Cuban Studies, Volume 44, University of Pittsburgh Press, 2016, pp. 314.
[10] Ibid., p.329.
[11] Ibid., p.314.
[12] Ministerio de Educación de Cuba, ¡A leer!, La Habana, Editorial Pueblo y Educación, 1988.
[13] El periodo de la escuela al campo se redujo en los años 90 a 30 días, luego a 15 días a principios de siglo, hasta su desaparición hace más de una década.
[14] García González, E., “El fortalecimiento de la educación patriótica desde el programa de Instrucción Militar Elemental de Preparación para la Defensa”, EduSol (en línea), 2010, 10(33):9-27, https://www.redalyc.org/articulo.oa?id=475748672002.
[15] Esta conjunción regía con mayor acritud las Escuelas Militares Camilo Cienfuegos (EMCC –a las que se conocía comúnmente como Camilitos–). Éstas fueron creadas en 1966 y se repartirían posteriormente por todo el territorio nacional. En un principio aseguraban la enseñanza primaria y secundaria, pero a mediados de los setenta fueron rediseñadas para acoger exclusivamente al estudiantado pre-universitario (de 15 a 18 años).
[16] Otra versión de la tríada adoctrinamiento-militarización-producción cobra cuerpo en la creación (en 1973) del Ejército Juvenil del Trabajo (EJT) para suplir la necesidad de mano de obra en la agricultura. A lo largo de cincuenta años, decenas de miles de reclutas han cumplido su servicio asignados a labores en la agricultura, la industria, la construcción, etcétera, representando una mano de obra casi gratuita para el Estado. Pese a que la preparación militar se limite a la “previa”, las primeras semanas del alistamiento se les considera militares en activo hasta el final del periodo de servicio y, por tanto, circunscritos por el mismo tipo de reglamentación –a la deserción se la castigaba con semejante severidad–.