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Los Stephenson

Se llamaban Stephenson y eran sudafricanos. Eran muy jóvenes y tenían dos hijos, una niña y un niño de pocos meses. Durante un verano fueron nuestros vecinos en Valldemossa. Él había encontrado un trabajo repartiendo hielo en una furgoneta. Era un tipo jovial con unos ojos de un azul eléctrico. Soñaba con comprar una granja en el interior de su país, donde había pasado su infancia, pero decía que ya no podían volver a Sudáfrica porque se había vuelto un lugar demasiado inseguro y violento. «Crime, crime«, decía con una mueca de disgusto, y los ojos se le ponían menos azules, menos eléctricos. Trabajaba muchas horas con un socio polaco. Antes había vivido en Inglaterra con su mujer. Pero las cosas no les habían ido bien allí y habían tenido que cambiar de sitio. Ignoro cómo habían llegado a Valldemossa.

 

Ella se ocupaba de los niños. Cuando hacía fresco, yo la veía darle de comer al pequeño, en una trona, en la parte del jardín que quedaba protegida del sol. No recuerdo su nombre –Elsa o Janet, pero no, no eran esos nombres-, aunque sí recuerdo cómo se movía cuando iba a buscar el biberón o barría la entrada de su casa. Tenía una pequeña deformidad en el pie y cojeaba un poco al caminar. Pero era una mujer guapa, muy guapa, aunque de un tipo que no serviría para ser modelo ni novia de futbolista. Era demasiado dulce, demasiado cariñosa, quizá demasiado vulnerable. No sé si ella también había vivido su infancia en una granja en Sudáfrica. Pero tenía algo que hacía pensar en una niña que se había criado subida a los árboles y bañándose en los arroyos rodeados de hierba amarillenta.

 

Por las noches, a eso de las doce, se oía el ruido de la furgoneta del marido que llegaba a casa. De inmediato se encendía la luz de la cocina y ella salía a la puerta. Ya había conseguido dormir a la niña, pero el bebé era más nervioso o más consentido, no sé. A menudo lo llevaba en brazos, medio dormido o lloriqueando, casi siempre lloriqueando. Su marido corría hasta la casa y cogía el bebé. Era de noche, pero uno podía ver sus grandes ojos de un azul eléctrico brillando en la oscuridad cada vez que cogía a su hijo.

 

¿Por qué hablo de los Stephenson? Pues porque acabo de terminar un relato largo, de unos cuarenta folios, y hay algunos rasgos de la señora Stephenson, nuestra vecina de aquel verano (el 2006, creo), en el personaje que le da nombre. Casi no sé nada de aquella mujer real, a la que no he vuelto a ver desde entonces, pero de alguna forma sigue viva en un personaje del que ella nunca –imagino- llegará a tener noticias.

 

Cuando nos despedimos aquel verano, ella, la señora Stephenson, que no debía de tener más de treinta años, me dio su correo electrónico. Lo colgué en el panel de corcho del cuarto de mi hija, esperando que algún día llegara el momento de enviarles un mensaje –»¿cómo están los niños, cómo va todo?»-, aunque yo sabía que era inútil porque no teníamos nada que decirnos e incluso habíamos olvidado sus nombres y los de sus niños.

 

El verano siguiente volvimos a Valldemossa, pero ellos ya no estaban en la casa que habían ocupado. Habían vuelto a Londres, nos dijeron otros vecinos.

 

Pero ahora la señora Stephenson, con su cojera y su biberón y la escoba con que barría la puerta de entrada, ha regresado durante unos días. Y una noche, al irme a dormir, oí el ruido de una furgoneta del hielo que volvía a casa. Y en seguida vi que se encendía la luz de la cocina. Y juro que la oí cantar durante un instante, arrullando a su niño que no dejaba de lloriquear, mientras su marido corría hacia la casa.

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