
Iván, 50 años, incipiente barriguita, un poco calvo, pelo corto. Cierra la última caja de cartón y la acumula en una pared; hay más de 50 cajas esperando una nueva ubicación. El local ha quedado completamente desmontado. Hay huellas de fotos en las paredes, estanterías vacías, marcas de muebles en el suelo. Se acerca a la mesa de escritorio y saca de un cajón una pequeña caja de metal. Abre la caja (tenía la llave puesta), y saca varios objetos: una foto de él con dos amigos cuando tenían 25 años, uno de sus amigos con muletas, él con melena larga; algunas chapas reivindicativas, etiquetas, artículos, y la carta. Hacía mucho que no la leía.
Siempre supe que me iba a morir joven, desde niño; con 10 años me diagnosticaron la maldita enfermedad degenerativa. Me muevo con muletas desde los 14. Me dolía la tristeza de mi familia, sobre todo la de mi madre. Eran blanco fácil de la gente corriente; vecinos, dependientes, padres y madres de compañeros de colegio, de trabajo de mi padre, de mi madre.
Por supuesto, yo también era un blanco fácil para todo el mundo. Esa lastima, esa maldad camuflada entre las personas de vidas comunes me ayudó a tomar una decisión: ninguno de ellos me pondría un solo límite. Sí, claro, la enfermedad me ha robado muchas cosas, pero yo he intentado, he conseguido que fueran las menos posibles.
Esta carta, este testamento emocional, lo escribo postrado en el hospital, con Iván durmiendo en el sillón individual. Lleva tres noches durmiendo conmigo, su madre, por fin, le ha puesto de patitas en la calle y tendrá que volar sólo; aquí está valorando sus posibilidades, el movimiento a seguir. Me encanta darle cobijo en esta tormenta.
Quiero que la carta se ponga en la puerta del vídeo club, para que la puedan leer mis clientes, sí, quiero darles las gracias a todos por venir durante estos años. Gracias a ellos he sido feliz, he conocido a mucha gente interesante, he sentido que era mi hogar. Fue la única manera de conseguir que el cine fuera el centro de mi vida.
A lo largo de estos años he tenido algunos buenos amigos, pero para mí, hay dos que son especiales; Salva e Iván. Salva sólo tiene un defecto: no sabe pelear y se ahoga en sus propias quejas, pero es leal. Nunca tuve que pedirle que amoldara su paso al mío, siempre me hizo sentir uno del grupo, nunca me sentí una carga. Todavía recuerdo el día que me trajo el primer capítulo de Breaking Bad, no era porque ya se sabía que iba a ser una serie de culto, me lo trajo por Jr, el hijo con parálisis cerebral del protagonista. Si él podía, yo podía: ese era el mensaje.
¿Cuántos capítulos, cuántas películas hemos visto juntos? ¿Cuántas conversaciones intentando desmenuzar como estaban construidas las historias, los personajes? Para hacer cine en España hay que tener un golpe de suerte y nosotros no lo tuvimos, pero no descarto que él todavía lo tenga.
Y que voy a decir de Iván. Es el troglodita más encantador de la historia. ¿Cuántas noches en el parque liándonos canutos? Con él todo era más filosófico: el sentido de la vida, de la enseñanza, de la evolución, de la izquierda… Todavía recuerdo cuando cumplí 18 años y me regaló una cita con una puta. Me llevó a la habitación del hotel, me acomodó y espero. No podré olvidar sus ojos interrogantes. ¿Te ha gustado? Sí, cómo no me iba a gustar. Fue el mejor regalo de mi vida.
No sé por qué no los mezclé más. Tal vez, me gustaba tener dos polos independientes, esa intimidad no compartida, individual. ¿Tal vez me dio miedo que se hicieran demasiado amigos y perdiera mi sitio? Pero ahora ha llegado el momento de juntarles. Sí, quiero dejarles el vídeo club para que construyan su sueño. Quiero que me recuerden siempre, quiero que pongan una foto discreta de nosotros tres juntos por el local, para estar presente en sus triunfos, en sus derrotas. Quiero que Iván arreglé el cuarto de arriba para que pueda vivir allí, hasta que encuentre un lugar donde establecerse; estaré preparado para que la ocupación duré al menos un par de años. Sólo pido otra cosa más: que el sitio siempre se llame Belle Epoque. Me gusta la peli y me hubiera gustado aprender a hablar francés.
Por último quiero devolver a Daniel, la estrella del sur, el actor que nos ha colocado en el mapa cultural, las colecciones de cromos, fútbol, animación… Le decís que ha sido un capullo, que le he echado de menos y que no ha cumplido su palabra de volver a verme al menos una vez al año. Me alegro de su éxito, envidio su fortuna, pero sé que me extrañará cuando tenga sus cromos en las manos. Pensará que se le ha olvidado de lo importante. Me dejó los álbumes para asegurarse que siempre volvería. Todavía le espero, pero creo que llegará tarde.
Despedirse siempre es difícil. Un placer.
Vicente.
Iván, emocionado, guarda la carta y los demás objetos en la caja de metal y la cierra con llave, se guarda la llave en el bolsillo del pantalón y coloca la caja encima de los papeles, que se va a llevar a casa. Su rostro se llena de dolor al echar un último vistazo al local, coge los papeles y se dirige a la puerta de la calle. La puerta y ventanas han sido tapadas con cartones para proteger los cristales de golpes y accidentes e impedir la mirada de los curiosos. Abre la puerta y se cruza con una ráfaga de luz natural pero, antes de distinguir la calle, la puerta se vuelve a cerrar, sin anticiparnos nada sobre el exterior ni sobre el futuro. Solo nos queda el olor triste de una gran derrota y la incertidumbre del inicio de una nueva época en la vida de Iván.