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Mientras tantoLos tiempo africanos: un congosá

Los tiempo africanos: un congosá


Aquí estamos con el recuerdo de ciertas cosas porque así como dinero llama dinero, una palabra conduce a otra, y hay una forma muy sugerente de contar esto en annobonés: una conversación, dicen los isleños, conduce a otra. El asunto que arranca nuestros recuerdos es que estos días la no- república no democrática del Congo celebró una cosa que de ninguna manera es la efeméride por los cincuenta (50) años de independencia.  La triple negación es porque Congo ni es república, ni democrática ni es país independiente de los ladrones que lo controlan.

 

Ebrio de poder, y podrido de dinero, el mariscal Mobutu instauró un régimen que está teniendo alumnos aplicados en la zona central de África. Cuando vimos unos de los testimonios gráficos de aquella locura, nos escandalizamos. Lejos estuvimos de saber que aquella mecha infernal ya estaba prendida en nuestra propia casa. Pulsando el play del video pirateado, se veía, entre otras escenas de épocas históricas, al rey de aquellos congos en medio de la turba funcionarial de su corte. Lleno de gozo por la presencia de tan magnífica persona, los aludidos dignatarios se ponían en círculo, y sin acompañamiento instrumental de ningún tipo, y a petición del más cercano, se ponían en el centro y soltaban encendidas alabanzas al rey, sentado en su trono, rodeado de sus dos mujeres, de quienes se decía que eran gemelas, o mellizas, daba igual; el asunto era que eran hermanas de un mismo color sanguíneo. Ministros que eventualmente despachaban algún caso no se recataban en cantar las alabanzas, sacando su mejor voz, para contentar  al rey: Oh Mobutu, poderoso señor, qué guapo eres, nunca te abandonaremos. Gracias por elegirnos. Luego pasa el testigo a otro señor encumbrado en la no-política de aquel sátrapa. Y así hasta cuando se iba él del sitio para que no durara aquello toda la noche.

 

Luego, en otras secuencias del mismo documental, uno de los ministros supervivientes de aquella demoniaca convivencia soltaba la lengua, aunque la tenía agarrotada por la vergüenza, y decía que la sevicia de aquel régimen era tanta que nadie de aquellos señores, no lo eran, abría la boca cuando recibía una llamada del palacio por la que aquel malvado ser requería la presencia de ¡su mujer! Sí, tenían que tragar cuando Mobutu Sese Seko les llamaba para contarles que aquella noche la quería pasar con su esposa. Lo decimos bien, la del ministro. El que soltaba estos testimonios, y de su propia boca, con la voz entrecortada por la ponzoña de la vergüenza, era el todopoderoso ministro de información, un hombre que fue de una estatura baja, y no se dice esto por alguna razón especial.

 

-¿Y Por qué lo hacías?, ¿qué ganabais a cambio?, preguntó el periodista que iba tras las locuras pasadas de un rey al que contribuyó a ensalzar.

 

-Dinero, mucho dinero, dijo con una vez que había que sacar en claro con tenaza o con alicate alcanforado.

 

¿Pero sabe alguien cómo obtenían aquellos calzonazos el dinero del que se pavoneaban? Sentándose en el cuello de los demás, como se dice en Guinea en cierta lengua vernácula. No es que recibieran mensualmente una partida del palacio por los servicios prestados por sus mujeres, sino que aquellos servicios venéreos, junto con las alabanzas cantadas, eran el pasaporte para la dicha sentaba en el cuello. O sea, el pasaporte para la impunidad. Con aquella infernal sumisión sembraron de injusticia, sangre y terror aquel país. No pusieron ninguna palabra para decir que las cosas no iban como se quería, se lanzaron a pescar para su propia vida deshonrosa. Ya ven por qué escribimos curvado lo de todopoderoso; y es que no tenían ningún tipo de poder.

 

La razón por la que contamos esta historia ajena ya lo dijimos, pero por si acaso:  desde hace poco aumenta la frecuencia del congosá  sobre las mujeres jóvenes que obtienen ciertas prebendas tras servicios venéreos prestados a los que nos mandan o a mandos subalternos con voz y asiento en el palacio. Hemos convivido con la rumorología que asienta la normalidad de que todas las honorables señoras que tienen un cargo público en este país han pasado por ambas orillas de las camas del dispensador de los cargos. Pero la rumorología no afrenta porque el ser humano es maquiavélico por natura y porque el disimulo o el descaro son bienes preciados entre los aspirantes a los públicos empleos, (y desempleos) y hasta ahora siguen intactos en su honor. Sin embargo, la realidad nacional es últimamente prolífica en comentarios de mujeres jovencitas que deben su futuro inmediato y lejano a la posibilidad del “enganche” más o menos permanente con un pez gordo de la fauna marina del despilfarro patrio. Si las mujeres no fueran jóvenes y escasas, los cargos públicos limitados y el dinero de todos los ciudadanos, podríamos dejar este asunto para discusiones futuras, toda vez que no parece que haya ninguna manera rápida de atajar los males que provoca. Pero el carácter epidémico del fenómeno obliga a dar una respuesta, aunque sea con el más sutil de las armas, la palabra. Y es que la realidad es que estas jóvenes que agotan su adolescencia satisfaciendo la concupiscencia de los mandamases para asegurarse la supervivencia son muchachas que abandonaron a sus padres y otros familiares en sus lugares de origen por la carestía de la vida ocasionada por la negligencia de esos mandamases a quienes creen poder servir. En nuestras ciudades, lejos de los dolores inmediatos, ven otros focos, y alentadas por el dispendio irrefrenable de los retoños de estos mandamases, creen que la situación nacional es otra y temen perder el tren del desarrollo. Pero el billete para este tren no se consigue con otro medio que no pasara por la entrega de la lozanía corporal. Casi no hay otro requisito.

 

El enraizamiento de esta práctica dará como resultado un país en que, con la exagerada versión dineraria existente, no habrá ninguna clase intelectual ni profesional de ningún tipo, salvo la minoría llamada a constituir la élite política del país, formada lejos de las turbulencias creadas por sus progenitores. En letra más clara: pese a todo este dinero que estamos tirando al mar, o regalando a otros, dentro de unos años no habremos formando a nadie que lleve nuestros asuntos, y encomendaremos la administración de los mismos a los extranjeros. Será cuando reviviremos otra paradoja, puesta al sol de los testigos en estos días:

 

-En el momento de la independencia -dice un congolés pillado por los acontecimientos- necesitábamos a los Cascos Azules para protegernos. Cincuenta años después de la toma de la bandera, seguimos necesitando a los Cascos Azules para protegernos.

 

La mención de la ofrenda corporal no tiene ninguna razón moralizadora, salvo la insistencia en la perfidia que supone la relación causal existente entre el medro personal y  una apariencia física atrayente. Huelga decir que con esta concepción erótica de promoción personal habrá que introducir cambios en la legislación laboral del país, pues con esta nefasta práctica los criterios  de promoción serían otros, y los tiempos de prestación, distintos.  La percepción de cierto aliento festivo en este artículo nos obliga a ponerle fin, pero nunca insistiremos bastante en el carácter determinista de ciertas costumbres que, paulatinamente, van echando sus nefastas raíces en la realidad guineoecuatorial. Es pura coincidencia la existencia de un congosá en Malabo, con el asunto de la promoción femenina tras la degustación de sus encantos venéreos, y la celebración del quincuagésimo aniversario de la independencia del Congo Belga. A menudo las lenguas habladas se interfieren de manera inoportuna en la política.

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