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Los Torreznos: Ba-Bel Canto

“pasos dando veloces, 

número crece y multiplica voces.”

Góngora, Soledades.

  1. “Y Dios llamó a la luz ‘día’ y a las tinieblas ‘noche’…y llamó al firmamento ‘cielo’”. La creación se produce, más que nada, como un acto de habla. Ante todo, Dios es un ser que nombra. Habla para crear la luz, el cielo y la tierra, el hombre y los animales. Solo al nombrar las cosas, a medida que las va creando, Dios es capaz de conferirles un estatuto ontológico. 

Posteriormente, una vez creada la especie humana, Dios “formó del suelo todos los animales del campo y todas las aves de los cielos y los condujo ante el hombre para ver qué nombre les daba; y para que cada ser viviente tuviese el nombre que el hombre le diera.” (Génesis, 2, 19 y ss.)

He aquí el hombre como creador por el lenguaje. El ser humano es, en consecuencia, un Nomoteta – por delegación y a imagen de Dios, Él mismo nomoteta-. No queda sin embargo claro con qué criterio puso nombre Adán a los animales: ¿por algún carácter irreductible extralingüístico que estaba incorporado a ellos? ¿A causa de la naturaleza del animal, o de la que Adán le atribuyó? ¿O decidió asignarles arbitrariamente esa designación?

En la franja – inquietante – de esta insufrible ambigüedad, se sitúa la corrosiva aplicación, el ahínco de Los Torreznos. Repitiendo sin pausa, con fervor histriónico y pasional, este primer acto (de habla) del universo. 

Tal creación primera, Los Torreznos la sitúan en medio del abismo y las tinieblas de su propia arbitrariedad meticulosa y, en buena medida, en una muy preparada inconsciencia. La reiteración, de hecho, multiplica el capricho lingüístico y su deriva delirante hasta extremos tan monumentales como irrisorios y, tal vez, angustiosos. Ansiosamente, pues, el sinsentido y la estupidez van abriendo brecha en toda fundamentación ontológica del decir, de lo dicho mismo. Y la palabra se va rodeando, amplificando y llenando de su (propio) eco y vacío.

El proceso de degradación, fragmentación, torsión y troceamiento del discurso se vuelve imparable y, por decir así, somático; también mecánico: fatal. 

En este dinamismo impetuoso y desencajado no es un elemento menor la colaboración del dúo. Ese acto de habla a dos voces, ese diálogo infuso – infinito y confuso- que no progresa hacia ningún sentido preciso más que en su propia babelización, se ve claramente intensificado por la participación – que es partición y es iteración- de estas dos emanaciones de voz, dos enunciados: dos locuciones. (En este punto, Los Torreznos han de incluirse en la gran familia – parentela estrambótica y bizarra, nunca padres, siempre tíos- de los Hernández y Fernández de Tintín, de los Laurel y Hardy o de los fundacionales Bouvard y Pecuchet. De los primeros, han heredado la pulsión replicante y especular (más que especulativa); de los segundos, la irremediable profusión perifrástica, meándrica: circunvolutiva. De los personajes de Flaubert, esto es innegable, la malsana voluntad enciclopédica.)

Los Torreznos, o el acto de habla verdaderamente blasfemo, contracreador. Por su boca emerge, impávida, insultante: burbujeante, la des-creación definitiva.

Diríamos que estos torreznos, en fin, se cocinan en las marmitas de Babilonia. Los Torreznos: Ba-bel canto.

2. Cuando uno observa a Los Torreznos se da cuenta del profundo sentido teatral de la experiencia que ellos transmiten. Pues vemos, en definitiva, el modo como unos cuerpos se entregan a la lengua. Se ponen a su servicio: deben servirla a ella, y no al revés. Mas, ¿de qué lengua se trata? No desde luego la del discurso comunicativo, ni la del uso instrumental de la palabra. Para nada tampoco – y esto menos- la de la lengua retorizada y vana, pobre e impotente, siempre previsible pero inflada en su propia vacuidad altisonante, de la academia o la cátedra, de los medios, de la jurisprudencia o el poder: de La Cultura. Más bien, y de hecho, son estos (ab)usos de lengua los que Los Torreznos ponen en evidencia. Al colocar como una especie de espejo deformante, precisamente y a menudo, sobre esa insidiosa y común utilización – per-versión: mal-versación- de la lengua. Espejo, entonces, que a la vez que muestra, multiplica y enfatiza, agiganta, deforma y anula, al cabo, lo mostrado.

Los Torreznos silabean, deletrean, pronuncian, modulan, denuncian, alegan, citan, nombran, precisan, observan, profieren, opinan, enumeran, pormenorizan, se extienden, aclaran, elucidan, denotan, puntualizan, recitan, definen, especifican, confiesan, indican, conferencian, glosan, declaman, entonan, parafrasean, salmodian, insisten, niegan y afirman, confirman, arengan, asienten, contestan, responden, objetan, apostillan, rebaten, rechazan, arguyen, desaprueban, sostienen, oponen, impugnan, exclaman, gritan, prorrumpen, protestan, juran, chillan, aclaman o vitorean, vocean, chacharean, chapurrean, murmuran, mascullan, balbucean. Con tierna crueldad, con picardía, con sorna suma y exigente, intransigente: insurgente. 

Se trata, en consecuencia, de sacar a escena una lengua malabarista y excitada, diagonal. Capaz de utilizar todos los recursos y sortilegios, todas las sutilezas y las situaciones. Lengua de inteligencia anarquista y voluble. Astuta, capaz de atravesar y devastar todos los géneros y terrenos. De encarnar múltiples máscaras, de volver contra sus usuarios todos los recursos naturales, todos los giros disponibles. Directa, variada, compuesta y transitable como un paisaje. En el fondo de todo ello: la lengua misma; su(s) potencia(s), su virtualidad maravillosa, atrayente como canto de sirena y enigmática. Acto puro de la lengua. Su irradiación y posesión de los cuerpos, de nuestros cuerpos, íntimos y sociales, personales y públicos. Políticos y púdicos. 

Despojados de todo efecto realista, su interpretación es teatral hasta el exceso, la evidencia, la estridencia, la fanfarria. Lo suyo es la alternancia brusca, ciclotímica y polar. La esquicia – (re)desdoblada, pánica y farsesca – de una aventura rítmica de ascensión y derrumbe. De un estallido súbito de vivacidad y masiva presencia y aceleración dinámica. Seguido de la sustracción petrificante o tancrediana de todo gesto o efecto; la congelación augusta, estatuaria de la momia (en esa frontera se desenvuelve, por ejemplo, Política interior). 

Su interpretación es teatral también porque hace de la lengua misma una máscara y explora todos sus roles y personificaciones. Su facultad intrínseca de imitación y de contagio. Su polimorfia sospechosa y subyugante que hace vacilar todas las apariencias, todo(s) lo(s) postulado(s). El teatro, ya lo sabía Platón, aleja de la estabilidad solar de la Idea, muestra con delirio y énfasis la partición y la inversión de lo que es. Y, lo que es peor, su constante imitación capta al sujeto espectador con una violencia tal que parecería que vence cualquier esfuerzo que haga la verdad por imponerse.

Todo, en fin, en Los Torreznos deriva en interrupción, conduce al margen. Como un poema de tendencia glosolálica – he aquí de nuevo el triunfo revoltoso, voluptuoso, de la voz-, Los Torreznos someten las palabras, las sílabas, los fonemas a todo tipo de manipulación y violencia; de fricción y roce, de raspado, masticación y deglución. Lo suyo, en todo caso, es la fragmentación o, directamente, su contrario: elongación perpetuada de todos los componentes y matices de la lengua. La destrucción o el amor, porque se destruye lo que se ama, y se destruye con amor, por amor por tanto, pausadamente, pormenorizada o frenéticamente, rozándose uno con las palabras, trabándose uno en ellas, manoseándolas y atorándose o histerizándose en compulsión y éxtasis, en voracidad caníbal y rugiente. 

3. Escuchando a Los Torreznos, da la sensación de que el habla circula por unos resortes y a través de unos tornos o bobinas que, de repente, se descarrilan. Entonces los materiales que transitan por entre toda esta maquinaria se amplifican y se replican, se coagulan y enredan en una figura insistente o terca. O también se corroen unos a otros como por mímesis, eco, injerto y roce. Deliran y entran en una relación célibe, soltera, disparada, disparatada: como de boca loca. 

Por veces, esta fusión con la lengua hace de ella, de la lengua misma, de su acto de habla, como una carrera, una persecución, una suerte de sofocamiento despavorido; una fisión. Diríamos que la poesía torrezna pretende, con sus consonancias erráticas y móviles, sus aliteraciones y giros o deformaciones, sus distribuciones exigentes y sus correspondencias inéditas, sus acoples y superposiciones que van ligados a una impronta claramente secuencial, talmente lo que Góngora: “sin detener al movimiento, apresarle”. 

Un imposible, sin duda. Que sin embargo deja sus frutos, muy notables. Las contorsiones del lenguaje torrezno logran reflejar al cabo las curvaturas mismas de la creación, el fragor y la potencia de una decisión volcánica. La reiteración amalgamada y reincidente del océano, o del mar, siempre recomenzado. 

Cójase pues la lengua, ese instrumento de comunicación y expresión que hemos metabolizado desde la infancia, y observémoslo, experimentémoslo, penetrémoslo, re-partámoslo como en misa: actuémoslo hasta el exceso. Hasta ese frenesí y el agotamiento en exhaución y goce que todo enamorado está dispuesto a ofrecer a su cuerpo amado, con su cuerpo amado. 

Holocausto del discurso, el poema torrezno no es sólo un tenérselas con la lengua; es al cabo un entretenimiento y, aún más: un detenimiento y (con)torsión fetichista de la lengua misma sobre sí misma. Poema que dibuja una vez tras otra el lenguaje y organiza espacialmente, corporalmente, sus diversos movimientos y enlaces. Literatura aluvional, centrada en la materia misma del vórtice lingüístico. Por mediación de ese cuerpo sacrificado, servil y placentero que es el actor hablante (amante) que se ofrece como puente y soporte a este mismo proceso de exhibición y desnudamiento de la palabra. El poema torrezno es un espejo. Cóncavo; resorte de todas las ondulaciones pensables, de todas las excavaciones posibles sobre la mina del verbo. 

4. Cuando Los Torreznos pasan del acto en vivo al videograma diríamos que esta misma conversión en espejo se replica o se intensifica en un segundo grado, al convertir lo real mismo en imagen. Nos interesa aquí, en este pasaje, no tanto la separación entre las formas o las especificidades diferenciales de cada una de las técnicas o de los gestos o gramas, sino más bien lo que pasa de uno a otro campo, entre uno y otro campo. En el entre-dos que es, como sabemos, signo actuante y sustancial del universo torrezno

Fijémonos en las correspondencias, nudos, deslices y vaivenes. En el movimiento o corrimiento general de los seres, los sonidos y las cosas que la grabación en vídeo realiza. Ha de trabajarse ahora la puesta en plano, lo que es como decir la tipografía – el marcaje del gesto-, la coreografía, la cronografía y topografía – el relieve y la puesta en sitio- de todas las acciones, de todas las voces. 

Y es que el papel de la voz, y su relación intrínseca con el cuerpo, se revela por ejemplo alterado en el tránsito de forma significativa. Diríamos que ahora la voz también se ve, y que los cuerpos – al modo de la Alicia de Carroll- se hallan sometidos a transformaciones y cambios de escala determinantes. Aparecen y desaparecen, crecen o se fragmentan, se dibujan y estilizan como esquemas animados sobre un fondo de pantalla en blanco. 

La pantalla, es cierto, transforma también la relación del espectador con los propios contenidos. Que pasan a ser mucho más intensamente visuales. Desplegándose al modo de una escritura figural en la que las potencias expresivas de la voz y las de la propia escritura de los cuerpos sobre el fondo se entrelazan en un movimiento mucho más coreografiado. Donde la duración, el tempo, los silencios de pura visualidad inmanente, por ejemplo, pasan con rotundidad a un primer plano. 

El arte de la puesta en plano de una acción teatral evidencia, al cabo, que una (re)presentación lograda consiste primero, antes que nada, en una imposición de un tiempo. Que ella es, en esencia, la puesta en escena y la composición de una duración (¿no está aquí puesto por tanto también en evidencia el interés característicamente torrezno por la numeración, la contabilidad, la narración e inventario del tiempo mismo, de su sucesión? ¿No hay, en definitiva, una fascinante volición catastrófica, babélica, que no para de celebrar la quemazón misma del acontecimiento hecho tiempo y palabra – palabra en el tiempo- que se escurre una vez que se ha erigido con extrema dificultad y ansia en medio de un océano de insignificancia sin límites? Quién lo diría, Los Torreznos ilustran a la perfección la definición que del acto teatral nos ofreció Mallarmé: “El drama se resuelve de inmediato, en el tiempo de mostrar su derrota, que se desarrolla fulgurantemente”). 

La puesta en plano también saca a la luz todas las potencias expresivas del rostro (del close-up, del detalle: hay una rostridad fundamental en Los Torreznos que el trabajo en vídeo ha destacado, focalizado, incluso saturado). Y la propia tensión soberana, autónoma, desjerarquizada por completo o incluso insubordinada, de la voz y los sonidos. 

El vídeo no sólo permite combinar todo en uno, en una suerte de líquido amniótico blanco y original, u originario, sino que funciona, efectivamente, en tanto que imagen de síntesis. Como una superación y un destaque, una sobredimensión de lo conservado anterior, o aun: una suerte de  aufhebung dialéctica de todas las tensiones y las esquicias que construían la pieza al natural. Y que ahora se manifiestan en su re-solución más precisa y perfilada. Más perfecta, en todo su sentido etimológico: el acabamiento de un recorrido, de una experimentación teatral que alcanza en este estadio su exposición de máxima simplicidad y eficacia.  

Dialéctica de tensión y liberación, donde las figuras (del lenguaje y de los cuerpos) topologizan y ahondan, proyectan y correlacionan, multiplican y relativizan, ondulan y fragmentan. Torsiones y curvaturas que se encuentran meticulosamente meditadas y que responden, asimismo, a la propia (in)surgencia de la creación misma, de la locución del mundo. ¿Acaso no acompaña la forma videogramática torrezna tantas veces a esta elasticidad de lengua que aspira sin duda a la totalidad por medio de la forma decididamente abarcante, sinfónica, totalizante de la panorámica?

Hay en la grabación en vídeo de Los Torreznos algo de típico que sólo se alcanza con un máximo de virtuosidad y contención; como la destilación y el refinado de una experiencia sucedida múltiples veces en ocasiones anteriores. Hablamos de una fuerza de estilización que es la proximidad misma de la pieza y de sus gestos a lo genérico, por encima de cualquier singularidad y rasgo demasiado particular. Hablamos del recurso genérico de lo simple, que es, como sugirió alguna vez Alain Badiou, meditando precisamente sobre el genio de lo teatral, lo más difícil que se puede inventar. Pues en los vídeos de Los Torreznos sucede como si a la acción se le concediese, efectivamente, la expresión máxima o más intensa y extrema de su duración. Del espesor de su duración y su gesto, con su gesto; su agenciamiento más preciso y simple. 

Por eso, el registro videográfico no puede más que destacar, justamente, el entre-dos de Los Torreznos. Su escisiparidad intrínseca y sempiterna; he ahí su eje o resorte actorial y determinante: su íntima (pro)pulsión. El entre-dos es así no sólo la forma de actuar o de desplegar su acción y su voz y el juego de su palabra. Es en el entre-dos que se desliza el hecho visual mismo: entre los dos actores, entre su cuerpo y su discurso, entre el sonido y el silencio, entre la mano y la boca, entre su gesto y su rostro, entre la figura y el fondo, entre lo acontecido y lo grabado, entre la pantalla y nosotros. 

El verdadero fondo de lo teatral se da, efectivamente, siempre y sólo entre dos. En ese pasaje donde el soliloquio se complica en rito, en mito, en eco, partición, participación, declamación, recursividad, reiteración, deformación, ruido, catástrofe, conflicto. También eso, desde el principio, nos lo han enseñado, evidenciado, Los Torreznos.

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