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Mientras tantoLos “transterrados” vascos (o los límites del exilio IV)

Los “transterrados” vascos (o los límites del exilio IV)

Estelas, cual cometas   el blog de Ricardo Tejada

Cuando vi en la mesa del fondo de la librería Lagun un libro de portada oscura, con una línea vertical luminosa, titulado Transterrados, me llamó enseguida la atención. ¿Trataba de José Gaos, el filósofo español exiliado que acuñó el término de ‘transtierro’? ¿O de los exiliados republicanos españoles en México? El equívoco se disipó enseguida porque al cogerlo leí el subtítulo del libro publicado por Catarata: “Dejar Euskadi por el terrorismo”. Mi interés por la temática se acrecentó si cabe, más por motivos personales que intelectuales, en un principio. El libro trataba de aquellas personas que tuvieron que dejar el País Vasco (y en menor número, Navarra) por la presencia coactiva del terrorismo etarra. Es una cuestión de la que se ha hablado poco en la prensa y de la que, a veces, hemos hablado los vascos, pero de la que faltan estudios históricos y sociológicos globales y, sobre todo, un tratamiento institucional y político. En un tono testimonial y periodístico hay que destacar el estudio pionero de José María Calleja, La diáspora vasca (1999) y, más tarde, el de Ofa Bezunartea, Memorias de la violencia (2013). Ambos fueron amenazados por ETA, ambos tuvieron que irse de su tierra y afincarse al sur, el primero en Madrid y la segunda en Sevilla. Al primero, como sabrán, se lo llevó el COVID.

Las contribuciones en Transterrados (cuyos editores son Antonio Rivera y Eduardo Mateo) adoptan diferentes puntos de vista. Algunas son testimoniales y provienen de verdaderos “transterrados”, otras provienen de señalados políticos o periodistas “constitucionalistas”, en fin, hay otras de estudiosos del fenómeno terrorista en Euskadi. Los sectores sociales y profesionales afectados por dicho “transtierro” son también variados. Los hay que analizan el colectivo de los empresarios, los primeros en sufrir los asesinatos (justo después de la Guardia Civil, la Policía y los militares) y, en especial, los secuestros y extorsiones; los hay que analizan los profesores de la UPV y los periodistas amenazados, otros analizan los ertzainas desplazados y muy pocos mencionan a los familiares de las víctimas de las fuerzas armadas y policiales, en su inmensa mayoría no vascas, que, o bien tuvieron que volver a sus regiones natales, o bien dirigirse a un nuevo destino. Hay un artículo especialmente emotivo (en realidad muchos los son, por ejemplo el de Ustaran, pese a su brevedad), el del escritor euskaldún Felipe Juaristi, que se dedica a relatar las vicisitudes penosas por las que pasó su amigo, el cantante Imanol, otro caso, el de los artistas, también doloroso, esta vez muy conocido para los que tenemos memoria, cierta edad, y admirábamos y admiramos sus canciones. Fue amenazado por ETA, se le hizo un vacío terrible, y tuvo que vivir fuera del País Vasco.

Otros artículos, como el de Rafael Leonisio Calvo, se atreven a emitir unas primeras hipótesis relativas a la cuantificación del fenómeno. Se habló en un primer momento de unas 200 000 personas “exiliadas”, pero, en realidad era la cifra que daba Calleja, en el libro antes mencionado, de vascos que vivían en 1991 fuera del País Vasco. Como dice el propio Calvo es ilusorio pensar que esas 200 000 personas vivían fuera por amenazas de ETA. En primer lugar, porque hay vascos repartidos por todo el mundo, por espíritu viajero, por estudios, por migraciones y exilios pasados. Yo he podido constatarlo en América. Segundo, porque no pocos vascos se fueron de su tierra (a otros países europeos o a otras zonas de España), a partir de los 80, por diferentes motivos, entre los cuales, pero no de manera exclusiva, destacaría las políticas lingüísticas del Gobierno Vasco y de la UPV, y el ambiente enrarecido que se vivía en ese rincón hermoso del Cantábrico, durante esos tiempos convulsos que fueron, especialmente, las tres últimas décadas del siglo XX. Calvo delimita bien, a mi modo de entender, el colectivo “transterrado”, el de aquellos que fueron “familiares de víctimas directas” de atentados de ETA, el de aquellos que fueron víctimas de atentados fallidos, de amenazas explícitas (o latentes por pertenecer a partidos, diarios, etc, puestos en el visor) de la organización terrorista, que solían estar precedidas generalmente por las del mundo de HB o por filoetarras anónimos; el que más se nos ha grabado a todos es aquel terrible de “¡ETA, mátalos!”, escrito en los tapias y muros, poco frecuente en mi ciudad natal, pero yo recuerdo personalmente aquellas pintadas de Itzontzi (bocazas, charlatán, estúpido) referidas a mi exprofesor Fernando Savater, en las paredes de las aulas de Zorroaga, en torno a 1984-1985, y, por último, el de aquellos (incluyo siempre las mujeres, que conste) que se han visto amenazados, sin estarlo directamente, por cercanía familiar, afectiva o vecinal con alguna víctima directa. Este tercer grupo es el de más difícil cuantificación. Si la horquilla de vascos huidos por ETA, según Luis Haranburu en 2021, se situaría entre 50 000 y 200 000 personas, Calvo sostiene, razonablemente, que estaríamos más cerca de la primera cifra que de la segunda, dado que habría habido unas 42 000 personas potencialmente amenazadas. Pese a esta estimación a la baja es mucha gente. Gesto por la Paz cuantificaba de manera algo similar el número de personas realmente perseguidas —entre las cuales, incluía a quince mil empresarios— lo que, a mi modo de entender, conduciría a subir, tal vez, las cifras totales de huidos. No hay que olvidar que una persona amenazada se llevaba a su familia fuera de Euskadi. Cuando se trataba de un hombre asesinado, era la viuda con los hijos la que se iba. Por cierto, en este libro no se habla de los que podríamos llamar en cierto sentido “exiliados del interior” o “insiliados” porque siguieron viviendo en tierra vasca, con guardaespaldas, e imposibilitados, en general, de seguir trabajando. Esto sería un capítulo a parte a explorar.

Me parece muy relevante, sea dicho de paso, que se subraye la aniquilación política de la derecha y centro derecha vasca no nacionalista, a fines de los 70 y comienzos de los 80, algo que explica con pelos y señales el artículo relevante, y estremecedor, del exdirigente del PP vizcaíno Antonio Merino. Bastantes vascos que durante la Transición votaron a la UCD, a AP, a la Unión Foral, a Guipúzcoa Unida, tuvieron que cambiar su voto en los 80, por falta de candidatos, literalmente, o por otros motivos, y se pasaron a votar al PNV y más ocasionalmente al PSOE. Tengo familiares en mente. Fue uno de los colectivos vascos más duramente castigados en aquel entonces. Luego, con la socialización del terror, vinieron los alcaldes, concejales, periodistas, intelectuales, artistas, y un largo etcétera, en principio algo más cercanos al PSOE, pero no todos, algunos al PNV y a EE. Como se sabe, Euskadiko Eskerra se unió al PSOE en 1993, formando el PSE-EE (PSOE). No hay que olvidar tampoco al PCE-EPK, cuyo secretario general, Roberto Lertxundi, fue secuestrado durante varias horas en 1981. IU fue otra cosa…¡El terror llegó hasta supuestos o verdaderos camellos! “Algo habrán hecho”, decían algunos amigos; se decía…Y algunos sonreían o reían, tomando un zurito…Me estremezco solo recordarlo. Fuimos asistiendo, entre los miedos, la prudencia y la indignación cada vez menos silenciosa, a un verdadero proceso de envilecimiento generalizado en la sociedad vasca. No olvido (sobra decirlo) las torturas, el GAL, los grupos de extrema-derecha, y los mal llamados “abusos” de determinados miembros de la policía y de la Guardia Civil, acaecidos en su mayor parte durante los 70 y 80, que, en realidad, eran en muchas ocasiones operaciones, estrategias y acciones destinadas a machacar a los civiles, fuesen o no etarras o pro-etarras, fuesen o no nacionalistas.

Algunos nombres de personas asesinadas (varios son mencionados en el libro), los tengo clavados en mi mente, y me conducen por un túnel oscuro a un lejano pasado, resuenan en mí desde que los oí susurrar a mis aitás, a mis hermanos, desde que eran nombrados en la radio, desde que los leí en la prensa, desde que los oí pronunciar en la televisión, desde que vi, con mis propios ojos, a pocos metros, el cortejo fúnebre que llevaba a Enrique Casas… De todo aquello, cuando lo recuerdo, solo extraigo una profunda tristeza y amargura, un asco difícil de expresar, una acerada indignación ética y política, sin olvidar unas briznas de autocrítica, pese a haberme ido a Madrid en 1986 y no haber vivido de manera regular en Euskadi desde entonces.

Retomo un tono más distanciado. ¿Qué quiso decir Gaos cuando habló de “transtierro”? Pues que no se sintió desterrado cuando llegó a México porque se había “trasladado de una tierra patria a otra”. No había que hablar de “madre patria”, sino de una “esposa patria” (España) de la que se habían visto obligados a divorciarse, de una “amante patria” (México), la de acogida, con quien libre y no contractualmente, el transterrado se había unido. El “divorcio”, claro, se fue prolongado y ahondando en el tiempo. Si nada más llegar en 1939, Gaos expresó la idea de “transtierro” ante sus colegas mexicanos de la Universidad; a los dos años, apenas, solicitó la nacionalidad mexicana, algo insólito en muchos intelectuales exiliados. Gaos —ojo— fue muy lúcido porque pensó para sus adentros: “de qué vale soñar y soñar con un regreso incierto, refocilarme en una nostalgia estéril, si lo que quiero es reconstruir cuanto antes mi vida”. El proceso de separación no fue solo jurídico, pues renunció a la nacionalidad española, sino que, además, incidió en los afectos, en su reticencia a participar en organizaciones de intelectuales exiliados, en los pocos amigos españoles con los que trataba, en la suspicacia respecto a cartearse con los intelectuales del interior, etc. Mientras los adjetivos más halagadores iban dirigidos a América y, en particular, a México, en el que vio encarnado —contra toda evidencia— los valores por los que habían luchado los republicanos españoles, los adjetivos más amargos eran reservados para España, indisociablemente unida, según él, a la España franquista, en la que veía la última colonia hispánica por emancipar. Gaos llegó a escribir en sus papeles íntimos que “gran parte” de lo español le repugnaba. Detrás del neologismo “transtierro” había indudablemente una idealización de México y una ceguera hacia todo lo que los americanos habían construido e ideado antes de la llegada de los españoles, y después de su independencia, lo que permitía establecer una continuidad cultural y política entre España (en especial la republicana) y esa “Nueva España” cardenista, limando de paso desgarros, complejos de culpa y nostalgias. Gaos quería vivir únicamente en el presente, en el instante, como diría su colega exiliado Luis Abad.

¿Los “transterrados” vascos lo son tales? He de confesar que de entrada veo en ellos más de exilio que de transtierro porque en la pluma de varios de los testimonios que aparecen en el libro aparecen rasgos que se asemejan a un cuadro traumático que, desde Ovidio hasta los refugiados africanos y asiáticos en Francia, que ha tratado recientemente la psiquiatra Marie-Caroline Saglio-Yatzimirsky, pasando por la niña exiliada pamplonica, María Luisa Elío, forma parte de la herida imposible de cicatrizar que es todo exilio. José Ignacio Ustaran, hijo de un militante de la UCD, asesinado en Vitoria en 1980, expresa sus sentimientos, cuando su madre decidió irse a Sevilla, en términos simbólicos, hablando de una salida de la oscuridad a la luz, de un sentimiento de expulsión. También habla de “expulsión” Ofa Bezunartea. Felipe Juaristi convoca a Spinoza, “doblemente exiliado”, dice él, para evocar la figura de su amigo Imanol, considerado “réprobo, hereje” por los que consideraban y consideran sagrada la unión entre el nacionalismo vasco y la cultura en euskera. Teo Santos habla de suicidios, de accidentes de coche, de alteraciones de sueño, de abortos, de abuso de alcohol, de medicamentos, de tabaco, entre los miembros “transterrados” de la Ertzaintza. Por su parte, el exdirigente del PP vizcaíno, Antonio Merino, llega a confesar que “hemos sufrido mucho”.

¿Hubo continuidad de patrias, una de ellas fuertemente idealizada (la España no vasca) y la otra denigrada (el País Vasco)? No veo esa dicotomía, al menos en los testimonios y estudios presentados en el libro, tampoco una continuidad porque aunque siguieron viviendo en España los códigos culturales no eran exactamente los mismos. Lo que veo es una inicial dificultad de adaptación, menor cuando se abandonaba Euskadi para afincarse en poblaciones muy cercanas a la muga, y luego una progresiva integración gracias a la cual los hijos, lógicamente, se iban sintiendo más apegados al lugar en el que habían vivido.

El término «transtierro» suaviza y edulcora el desgarro que conlleva el término “exilio”, como muy bien objetó el filósofo exiliado Adolfo Sánchez Vázquez a Gaos. Vivir el exilio como destierro es sentirse “sin raíz ni centro”, subrayaba el primero. El desterrado valora lo perdido, no lo hallado; el pasado que vivió, no el presente. Vive en la nostalgia y en la esperanza, de un retorno o de un restablecimiento de la democracia (o de otro régimen político) en su país. De hecho, Edmundo Rodríguez habla explícitamente en el libro de “exilio obligado de jueces” vascos, palabra también nombrada por algún que otro colaborador.

Pese a esta voluntad de ser mexicano, José Gaos fue constatando toda una serie de transformaciones no forzosamente muy positivas en su país de acogida. A principios de los 60, como ha explicado la investigadora mexicana Aurelia Valero en su estupenda biografía intelectual, empezaba a darse cuenta de que era más desterrado que transterrado, es decir, “este ser extranjero en su patria, sin poder ser verdaderamente empatriado en el extranjero”. Imposible prácticamente —añadía— “expatriar de veras lo patrio en el extranjero”. En aquellos últimos años de su vida, Gaos restableció el contacto con sus amigos españoles y volvió a interesarse por los asuntos de España. En cualquier caso, soñaba con una patria otra, que no tuviera código postal, la de los librepensadores y libertinos, la de Montaigne y Ovidio, una patria —quién sabe— que condensase lo mejor de cada país en una destilación más o menos utópica.

Los “transterrados vascos”, desterrados ignominiosamente (sin orden explícita de alejamiento), en el marco de un régimen democrático, por una organización terrorista y su tejido social, exiliados, en cierto sentido, por el sufrimiento padecido, por el miedo a morir, esperan, seguramente, modalidades inventivas de reparación institucional, facilidades para los que quieran retornar, y, sobre todo, dignidad, comprensión, reconocimiento, memoria, y no silencio más o menos vergonzante, como el que han tenido, ni olvido. No son, en este sentido, tan diferentes de los exiliados republicanos españoles, como pudiera parecer. Y eso todos los partidos políticos democráticos tendrían que reconocerlo.

En fin, quiero pensar que, como todos los exiliados, sean semillas algún día de un futuro mejor en nuestro país. No nos podemos resignar a pensar lo contrario.

Le Mans, a 9 de junio de 2023.

 

 

 

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