Se habla mucho de la valentía de Lucía Lacarra por montar una compañía de ballet. Del riesgo, siempre económico, que corren los que lo hacen. Pero ella se ha decidido y ahí está durante cinco días en los Teatros del Canal con una nueva coreografía, Lost letters, creada por Mathew Golding.
Una coreografía bonita, muy bonita, que incluye una interesante reflexión sobre la ficción cinematográfica y la ficción balletística o dancística. Todo esto sin dejar de ser un ballet romántico, clásico. Una historia de amor rota por las circunstancias. Ella se queda en casa, él parte a la guerra, según las sinopsis, que no según lo que se ve en escena.
Las cartas perdidas son justo esto, cartas que se perdieron y que no llegaron a las destinatarias que esperaban a sus hombres. A sus amores. Con la desesperación de no saber lo que les habrá sucedido a ellos y, ante la falta de noticias, si se habrían olvidado de ellas. Si las habrían abandonado después de tantas promesas amorosas y el dolor que produce el no saber y el sospechar el abandono.
En escena, esta misma historia se cuenta de dos formas distintas. Una cinematográfica, con unas imágenes muy hermosas rodadas por el propio Mathew Golding. Y otra coreográfica. Lo que permite ver cómo las diferencias entre ambas artes para contar una misma historia.
Curiosamente el contraste funciona dramatúrgicamente. Quizás porque el público está más acostumbrado y lee mejor las películas que las coreografías. Y la manera en la que está hecho este espectáculo, en ese paralelismo entre lo que sucede en la pantalla y en el escenario, le sirve para entender y sentir esos movimientos artificiosos y extraños que los bailarines hacen como si fueran de lo más normal o natural del mundo.
Para los que bailan, desde luego que lo son cuando están en escena. Pero las personas no entrenadas difícilmente podrían ponerse de puntillas. Hacer esos saltos que se ven sobre el escenario. Formar y deshacer grupos de una forma ordenada o desordenadamente artística. O bailar en pareja como lo hacen Lucía Lacarra y Mathew Golding, que no solo son pareja artística, también lo son en la vida real.
De todos ellos destaca Lacarra, sin dudarlo. Sigue teniendo la presencia de una bailarina clásica. Aunque, también es cierto, que se nota que está en otro momento vital como artista. Quiere seguir bailando, pero sabe que tiene que hacerlo de otra manera. Lo que no significa que esté apostando por dejar el clásico. Ahí lo verán los que vayan a los Teatros del Canal.
También es consciente de que, ante la incógnita que supone una nueva compañía, el público va a verla a ella. A pesar de esto no chupa cámara, pero está claro que es la estrella. En una película habría que decir que es la protagonista. Y en la película que se proyecta lo es. El centro de todo cuando está en escena.
Y lo que mejor lo ejemplifica es ese momento que ella sale con vestido rojo de larga cola y ocupa el escenario al completo. Ese campo de amapolas que arrastra, en lo que se convirtieron muchos de los campos de batallas en la Primera Guerra Mundial. Amapola que se usa en los países anglosajones para recordar a dichos soldados y que se llevan en la solapa cada once de noviembre.
Con todo esto se ha hecho un ballet muy agradable. Donde los bailarines y bailarinas más jóvenes aportan la energía que necesitan las escenas. Y la pareja más mayor, Lacarra Goldwin, la serenidad necesaria para contar una historia de amor, de intimidad, y, en concreto, la desgraciada historia romántica de los dos protagonistas.
Lo hacen con un conocimiento teatral de mucha calidad. Donde la luz, las telas usadas, las proyecciones y los telones en los que se proyecta, permiten crear un espacio escénico en el que poner en valor los gestos, las posturas, los movimientos y las imágenes creadas por los cuerpos al bailar y moverse por el escenario. Algo que va más allá de la técnica, porque lo importante es la historia.
La música elegida ayuda y mucho. Partiendo de Rachmaninov y su romanticismo al que unen al más contemporáneo Max Richter. Y no se sabe si por la presencia del film que se proyecta, la banda sonora de este espectáculo tiene un aire de película romántica de calidad que hace olvidar que son composiciones clásicas, aunque una de ellas esté escrita por el minimalista Richter. Por lo que es una pena que por problemas de producción no puedan oírse tocadas por una orquesta en directo.
Así que bienvenida sea esta iniciativa, que sin duda complacerá al público allá donde vaya. Al del ballet clásico y al de la danza contemporánea por igual. Pues en esta pieza se ha encontrado un equilibrio entre ambos modos de bailar. A lo que se añade que apunte a la necesidad de crear ante todo belleza y, aunque no llega, se queda cerca. Lo que, al menos en España, debería garantizarle una gira que permita a esta compañía seguir corriendo el riesgo económico que en toda sociedad capitalista o democracia liberal conlleva el riesgo artístico. Riesgo que, por lo que se ve en escena, es el que le interesa a esta compañía que comienza a dar sus primeros pasos de baile.