Suena I’m Deranged,
de David Bowie
Hace algunos años, uno se atrevía a escribir textos como este –publicado en la revista digital “Encadenados.org”-:
“ […]Si Carretera perdida era una road-movie que se desarrollaba a través de la mente de un personaje que padecía una fuga psicogénica (definida como la creación por parte de una persona de una identidad nueva y de una vida totalmente distinta) y que implicaba, en consecuencia, al espectador en un viaje paranoico, inquietante y sin retorno, ahora con Una historia verdadera, […].
Nada tiene que ver esta mirada con la que ejerce Lynch para poner de manifiesto el desequilibrio y la ruptura del protagonista de Carretera perdida, película que no obedece a una interpretación unívoca y explícita debido a que, durante su proyección, el espectador se ve sumergido en un laberinto de rimas visuales, de sugerentes diálogos que desembocan en una cinta de Moebius. […]”
Eran tiempos de vergonzoso atrevimiento y de inconsciencia, tiempos en los que uno intentaba infructuosamente explicar el cine de David Lynch, concretamente esa película magistral que es Carretera Perdida (Lost Highway, 1996). Un intento por explicar lo inexplicable, aquello que no solo escapa a la lógica, sino a las propias palabras. Curiosamente, pero, hace dos días escasos, vagando por la red el azar –aunque dudo si los acontecimientos arbitrarios son posibles en el mundo virtual- hizo que me tropezara con un texto de David Foster Wallace. El escritor norteamericano escribió un artículo titulado “David Lynch conserva la cabeza”, que se publicó en la revista “Premiere” en el año 1996, y en el que recogía la peculiar experiencia que supuso visitar a lo largo de tres días el rodaje de la citada película –“La primera vez que veo a David Lynch en persona en el plató de su película, está meando en un árbol.”- De ese texto se puede extraer la mejor lectura que pueda hacerse de Carretera perdida, y de cómo cabe considerar a David Lynch como cineasta, como artista genial:
“[…] El sentido de una película de arte y ensayo suele ser más intelectual o estético, y normalmente hay que llevar a cabo cierto trabajo de interpretación para entenderlo, de forma que cuando se paga para ver una película de arte y ensayo en realidad se está pagando por trabajar (mientras que el único trabajo que hay que hacer en relación con el cine comercial es el que tuviste que hacer para conseguir el dinero de la entrada). A menudo se dice que las películas de David Lynch ocupan una especie de espacio intermedio entre el cine de arte y ensayo y el cine comercial. Pero lo que ocupan realmente es una clase totalmente distinta de tercer territorio. La mayoría de las mejores películas de Lynch no significan gran cosa, y en muchos sentidos parecen resistirse al proceso de interpretación que permite entender las películas (por lo menos las películas de vanguardia). Esto es algo que el crítico británico Paul Taylor parece entender cuando dice que las películas de Lynch hay que «experimentarlas más que entenderlas». Las películas de Lynch son ciertamente susceptibles de una variedad de interpretaciones sofisticadas, pero sería un error grave sacar la conclusión de que sus películas quieren transmitir que «la interpretación de una película es necesariamente múltiple», o algo así: no son de esa clase de películas. Tampoco son seductoras, no obstante, por lo menos en el sentido comercial de ser amables, lineales, para grandes públicos o «reconfortantes». En una película de Lynch nunca te da la sensación de que pretende «entretenerte», y nunca parece que pretendas desembolsar tu dinero para verla. Esta es una de las cosas más inquietantes de las películas de Lynch: no parece que uno esté estableciendo ninguno de los contratos convencionales estándar o inconscientes que uno establece cuando va a ver otras clases de películas. Esto resulta inquietante porque, en ausencia de uno de esos contratos inconscientes, perdemos algunas de las defensas psíquicas que normalmente (y necesariamente) usamos para soportar un medio tan poderoso como el cine. Es decir, que si a cierto nivel sabemos lo que una película quiere de nosotros, podemos erigir ciertas defensas internas que nos permitan elegir cuánto de nosotros mismos le entregamos. La ausencia de significado o de intención discernible en las películas de Lynch, sin embargo, anula esas defensas subliminales y deja que Lynch se meta en la cabeza de uno de una forma que normalmente no sucede con las películas. Por esta razón los efectos de sus mejores películas suelen ser tan emocionales y pesadillescos (en sueños también estamos indefensos). En realidad, esta podría ser la única intención verdadera de Lynch: meterse en la cabeza de uno. Ciertamente parece que le importa más penetrar en tu cabeza que lo que va a hacer cuando ya está dentro. ¿Es eso arte «bueno»? Es difícil decirlo. Parece —nuevamente— o bien ingenuo, o bien psicopático.[…]”
Es obvio que las diferencias entre las capacidades de un humilde servidor y las de un novelista, y gran cronista, como David Foster Wallace son insalvables. Sería imprudente pretender acercarse a esa capacidad de análisis y exposición, cómo seguramente lo fue aproximarse al cine de David Lynch, por mucho que me apasione, por mucho que me atraiga y me satisfaga. Tal vez el arte de algunos genios tan solo está reservado a otros genios y los demás tan solo debamos observar los toros desde la barrera. Lamentablemente, David Foster Wallace falleció hace seis años ya, después de no superar una recaída en su depresión y optar por el suicidio. El resto esperamos el regreso de David Lynch – se anuncia una continuación de su célebre Twin Peaks, la serie televisiva que en palabras de mi amigo Nadal Suau: “incluso cuando es una puta mierda, que lo es y mucho, es genial”; seguramente otra forma brillante de definir el arte de David Lynch. Yo sigo perdido por estas carreteras.