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Mientras tantoLost y su público

Lost y su público


13 millones de telespectadores en EEUU y 400 mil en España fueron el saldo que dejó el capítulo final de Lost, la serie de aventuras de ciencia ficción creada por J.J. Abrams. 

Durante seis años Lost mantuvo a sus adeptos en tensión especulativa frente a la pantalla chica. La mixtura de misterio, inventos científicos, prodigios inexplicables, donde lo real y lo virtual servían para sembrar el sin sentido, o al menos el deseo de conjeturar acerca de los ejes de la trama, basada en la historia de un accidente de aviación en los mares del sur y su tropa de supervivientes en una isla ignota, remite a la pulsión inestable, tan propia de los tiempos.

La narrativa reducida a las funciones motoras del flashback, el flashforward y los flashback y los flashforward “laterales”: los cabos sueltos hechos para permanecer sueltos –o no. Allí el presente es un puente efímero entre aquellos.

Lost como el manual de supervivencia en una época de catástrofes inminentes. Al igual que muchos otros productos de las industrias culturales, esta serie tendió desde su inicio a dividir su audiencia en fanáticos y en escépticos. Los primeros aceptaron los desplantes narrativos, los giros y lo absurdo como parte del juego. Los segundos desconfiaron de la arbitrariedad del relato que llevaba al límite la tolerancia del espectador –el juego con reglas ocultas se vuelve un abuso y se juega de un solo lado del tablero: el de quien lo propone.

J.J. Abrams ha defendido sus productos fílmicos (Alias, Fringe) en términos de la propia lógica de experimentarlos, y aborrece a quienes quieren arruinar esta experiencia en sí. Bajo tal dirección el estadounidense reinstala el poder centrífugo del realizador por encima del público, y logra cierto patetismo pasivo en los espectadores, cuyo prototipo es la cinta Cloverfield, en la que la propia cámara desempeña el papel del espectador-víctima del monstruo supraindividual.

El episodio final de Lost dividió en España las reacciones del público, que además de quejarse de cortes y deficiencias de la señal, expresó la sensación ambivalente ante el desaliño de la historia y sus disparates -o datos confusos- que alguien redujo a una palabra: “agridulce”. Un vocablo que hay que interpretar como decepción aceptable. O aceptación de lo que decepciona. En ambos casos, tales términos parecen expresar un estado de ánimo que podría extenderse a una consideración general acerca del espíritu de los tiempos.

La materia de Lost está hecha de dos corrientes culturales que, a su vez, se retroalimentan una a la otra: el impulso de mezclar y hacer papilla diversos productos de la cultura, en particular, series televisivas de antaño como Expedientes Secretos X o La dimensión desconocida, y crear algo “nuevo”; y la certeza del agotamiento narrativo que vive de reciclarse sin fin a partir de una premisa: el misterio en la realidad es la dádiva que la ciencia regala antes de emitir la última palabra.

En sociedades post-religiosas, seculares, profanas, cosmopolitas e individualistas, aglutinadas por la revolución tecnológica en la vida cotidiana, donde imperan los dioses de las pequeñas y las grandes cosas llamados gadgets, y el budismo zen se ha vuelto el emblema de las creencias reducidas a un acto de terapia recreativa, superación personal o autoayuda, la narrativa de Lost retrata a toda una generación de consumidores de la primera década del siglo XXI. Perdidos.

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