Una mujer desaparece, pero sigue viva. Una escritora desaparece, pero sigue viva. De su ocultamiento, como de un río mágico, manará un mito trenzado lentamente, año tras año, conforme sólo se recuerde de su obra una novela, Nada, de lectura obligatoria para estudiantes de varias generaciones.
Me fascinan los escritores huidizos, capaces de decir “no” a lo que se espera de ellos. Los que luchan por trillar una senda y, cuando logran asentarse en ella, viran con un quiebro polémico que, después de todo, no les da la tranquilidad ansiada. Seres frágiles, incapaces de compaginar en paz lo que la literatura tiene de participativo, de afirmación expresiva, y lo que la literatura auténtica requiere para su existencia: reflexión, silencio, reposo, lentitud y constancia.
Carmen Laforet fue constante, y eso la diferencia del escritor que es su equivalencia norteamericana, Salinger, del mismo modo que Nada es nuestro El guardián entre el centeno, la obra casi única, magma y sentido de una plenitud reconocida que se agotó en sí misma. Aunque una biografía futura quizás nos revele del recién desaparecido Salinger sus dudas con respecto a publicar nuevos escritos, en el caso de Carmen Laforet nunca remitió la pelea interior entre callar y publicar. No renunció jamás a escribir, excepto quizás íntimamente. Ante los demás, sobre todo ante el segundo de sus editores, José Manuel Lara, creó un ritual en el que ella luchaba constantemente contra una obra siempre a punto de nacer. Prometía prólogos que nunca llegaban, proyectos literarios que solapaban a los ya anunciados y que no serían escritos, convirtió el último periodo de su vida en un arabesco de idas y venidas por el mundo. De ese tiempo, estaba convencida, saldría la nueva obra, pero como bien afirman los autores de esta espléndida y adictiva biografía publicada en RBA –Carmen Laforet.Una mujer en fuga-, Anna Caballé e Israel Rolón, “su estancia en Roma pondrá en evidencia, por si quedaban dudas, que el poder de los lugares es el que es, y una vez superado el primer momento de fascinación por la novedad, en cualquier lugar habitan los fantasmas que uno lleva dentro”.
Carmen Laforet fue una fantasmagoría para todos aquellos que no la vieron en carne y hueso, que no la tuvieron cerca y disfrutaron sus afectos. Su aventura vital se resume en una intención de huir y derribar aquel mito que la alicaída literatura de postguerra y el fenomenal éxito del primer premio Nadal hicieron de ella y su Nada, en “el funesto 6 de enero de 1945”, como se refiere la biografía al día del premio, un gozne inesperadamente destructor.
Es difícil entender hoy lo que significó entonces la aparición de una escritora como Laforet, tranquila, tímida, alejada de focos, dimes y diretes, y un lenguaje como el de Nada, limpio, ajeno a la retórica. Más allá de que para un lector de hoy la lectura de Nada haga pensar en la sobrevaloración, no puede enajenarse de aquel fenómeno su condición de contracara de la figura barroca, excesiva, tremenda y tremendista, de Cela. Mientras Cela publica más de un libro al año, Laforet, al poco de su primera novela, comenzará a pelearse con el folio en blanco, víctima de un bloqueo interminable al que sólo pondrá fin la enigmática enfermedad que la sume en la mudez –dolencia neurovegetativa de la que no se da en el libro diagnóstico exacto-. El último tercio de la biografía es quizás el más rutinario, pero a la vez el más fascinante del libro. La vida de Laforet se transforma, como decía, en una vida ajetreada de España a Roma, de Estados Unidos a casa de distintos amigos con los que convivirá tras separarse del periodista Manuel Cerezales, en un quiero y no puedo luchar contra el folio en blanco, y la descripción minuciosa que los autores hacen de su día a día permite apreciar su doloroso trance cuando, tras agónicos días de lucha y tiempo perdido, “a las dos de la tarde logra sujetarse ante su mesa de trabajo y romper el bloqueo”.
Como dice Jonathan Franzen, la vida de un escritor son “toneladas de tiempo desperdiciado”, y la vida infeliz de Laforet demuestra que dichoso aquel escritor que logra romper las cadenas que lo atan a la escritura misma pero también a su ausencia, a la desaparición del don. Laforet quizás habría llegado a ser feliz si hubiera aprendido a dejar de escribir, pero esa condición última de “decir no” es incompatible con la figura del escritor, y el “no” externo, que a veces se logra cumplir, tritura por dentro al escritor hasta abrir en su cuerpo un agujero negro por el que se disuelve y pierde para siempre.
Con su figura al fin silenciada, pero aún viva, pensábamos que Laforet había sido capaz de renunciar a escribir con cierta placidez vital. Caballé y Rolón demuestran que no fue así, presa de “los remordimientos de conciencia que se apoderarán de la escritora en el futuro, cuando no trabaje lo que cree que debería trabajar, la mayor cruz de su vida, el sino constante de su existencia”. Los movimientos finales fueron los de una mujer atrapada en una “lucha entre moverse para poder trabajar y la imposibilidad de tener tiempo para trabajar debido a tanto movimiento” .
Laforet “no solía acumular cosas, ni siquiera sus cosas preferidas (como libros, dibujos o cartas), y ésa era la razón por la que mantenía una actitud desprendida haciendo verdaderamente difícil, a veces desesperante, seguirle el rastro”. ¿Cómo hablar de alguien de quien tan poco sabemos y lograr que la biografía que nos cuenta una vida más bien sorda y sin alharacas logre engancharnos tanto a su lectura? En primer lugar, porque es un libro que está muy bien escrito, tan minucioso como ágil, y con un tempo muy medido que le confiere el ritmo perfecto para una biografía. Pero, además, los autores han sabido mostrarnos -a veces teniendo que tirar en ciertos periodos casi exclusivamente de un puñado de cartas, tan bien borradas estaban el resto de huellas- lo que de excepcional hay en toda vida, los secretos que la alejan de la rutina. La orfandad desdichada de Laforet en su infancia canaria, con una madrastra bien madrastrona; su llegada a Barcelona, a la casa de la calle Aribau, para convivir con una familia amargada y un tanto tronada que le servirá de inspiración para Nada -“Laforet se indignaba porque Masoliver insinuába la filiación autobiográfica de la novela”; nunca pareció asumir algo tan obvio-; sus relaciones con el círculo cultural barcelonés de derechas; su fulgurante éxito y el largo declive hacia el silencio.
Toda su peripecia vital, y es uno de los grandes aciertos de este libro, está narrada en paralelo a la vida de unos secundarios que durante determinadas épocas fueron claves en su vida. Así, se aprovecha su primera relación amorosa con Ricardo Lezcano para mostrar el ambiente de la guerra civil en Barcelona, o su ambigua relación con la tenista Lilí Álvarez, dos veces finalista en Wimbledon, para retratar el ambiente de la clase alta, aunque en este caso tengo la sensación de que la figura de Álvarez, de la que se insinúa bastante y se cuenta poco con respecto a su relación con Laforet, queda un tanto en penumbra. Lo mismo me ocurre con Manuel Cerezales, del que quisiera haber sabido más y que a veces es retratado de un modo un tanto injusto. Si es cierto que la lucha de Laforet en una sociedad de machos es digna de encomio, por su carácter precursor, no lo es menos que, para aquella época, el comportamiento de Laforet no era fácilmente entendible. “La grosería que encuentra en el trato masculino, tan diferente del trato recibido en Estados Unidos, tensa la relación con Cerezales”. Lo cierto es que quizás fuera esa grosera relación marital lo que la animó a estar varios meses de gira por el país americano, con sus cinco hijos a cargo de Julia Muñoz, la asistenta, que criará como si fuera su auténtica madre a alguno de ellos (definitoria de aquella España la anécdota de cómo el novio de Julia va a casa de Cerezales a “pedirle la mano de la criada” para casarse con ella). Son muy pocos los momentos en que se rompe la sensación de ecuanimidad y distancia cálida con respecto a Laforet que domina el magnífico trabajo de investigación. Más tarde, los autores afirman con justeza que “Su caso no es precisamente el de una heroína sacrificada en el altar de la abnegación por los demás, sino el de alguien que sigue viviendo, cuarenta años después, de los réditos de su primera y excepcional novela”.
Magníficos son también los retratos de otros secundarios como Elena Fortún, la misma Julia Muñoz y, sobre todo, la enternecedora historia de amor a una banda de Ramón J. Sender, nostálgico de todo, que nunca logró seducir a la callada escritora. Momento impagable el inesperado y triste reencuentro de Sender con una pudorosa Laforet que, después de años de intensa correspondencia con el viejo exiliado, no quiere acompañarle a la habitación para charlar.
La biografía, eso sí, no resuelve todos los enigmas. Tal cosa parecería imposible con Laforet. Queda diluida, aunque evidente, la homosexualidad velada, siquiera platónica, que Laforet prefirió en sus relaciones, siempre con personas más fuertes que ella. Si el texto, sin decir nada, lo da a entender, la referencia más clara, y púdica, está en la nota de la pág. 500: “Laforet conocía a fondo la literatura homosexual a disposición de su época”. Caballé y Rolón actúan con discreción, y dejan en una respetuosa penumbra el final físico de la escritora, despachando en unas páginas el proceso degenerativo y la estancia de Laforet en diversas residencias hasta su muerte en 2004.
Esa decadencia no es lo más importante que debamos recordar, desde luego, sino detalles imborrables y muy literarios, como las pruebas de imprenta de su libro Al volver la esquina, que acompañaron a la escritora durante años en numerosos viajes y que no llegarían nunca de vuelta a manos de su editor. O la narración de cómo Laforet cogía el cuaderno de escritura de sus nietas y tanteaba con su lápiz, como si quisiera re-aprender el lenguaje y empezar a escribir desde cero.
Sólo hay un borrón en esta edición, de precio bastante caro, y es la ausencia, pese a su exhaustivo aparato de notas, de un índice final de nombres. Aunque, por otro lado, seguramente a Laforet, discreta y sin ninguna propensión al chisme, le habría parecido bien ese detalle, una forma como otra cualquiera de borrar huellas, de favorecer los ocultamientos, de observar entre visillos la narración de su fuga.
Carmen Laforet. Una mujer en fuga
Anna Caballé, Israel Rolón
RBA
978-84-9867-767-6