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Mientras tantoLugares a los que no volveré

Lugares a los que no volveré


El otro día me preguntaron cuáles eran los lugares más raros que había conocido. Se me ocurrieron dos, así, al buen tuntún. Uno era la embajada de Corea del Norte en Bujumbura, la capital de Burundi, en el centro de África. El otro era la casa de un diplomático español que vivía en las afueras de Kuala Lumpur, en Malasia, cerca de la embajada –o el consulado, ya no recuerdo- de Bangla Desh.

Nunca llegué a entrar en la embajada de Corea del Norte en Bujumbura, aunque la veía a menudo desde el patio donde nos esperaba la camioneta que cada lunes nos llevaba al interior del país. Cuando me fijaba en el edificio de la embajada, que asomaba sobre una alta tapia roja, me llamaba la atención la bandera, que yo recordaba de mis álbumes de colegial, pero que no había visto nunca ondeando al viento (bueno, esto es sólo una frase: apenas llegaba viento desde el lago Tanganika y la bandera colgaba fláccida del mástil). Las cinco o seis veces que miré la embajada de Corea del Norte, nunca vi a nadie ni en el patio ni tras las ventanas: ni un guardián en una garita, ni un administrativo con un fajo de papeles en la mano, ni siquiera un simple jardinero barriendo los escalones de la entrada. Era un edificio de cierto empaque, amplio, pintado de blanco y con un vago aire colonial. Creo recordar una cúpula sobre la entrada, pero quizá estoy embelleciendo el recuerdo. Al fin y al cabo, han pasado casi treinta años. Nunca llegué a saber qué diablos pintaba aquella embajada allí. Una embajada de Corea del Norte en Burundi es algo así como un solárium en la Tierra de la Reina Maude, en el corazón de la Antártida. Quizá aquella embajada estaba vacía. O quizá llevaba mucho tiempo sin funcionar. O quizá no había funcionado nunca. Esto último parecía lo más probable.

En cambio, sí recuerdo bien la casa del diplomático español en Kuala Lumpur. Estaba en una colina, al sur de la ciudad, tan lejos del centro que los taxistas protestaban cuando les pedías que te llevasen hasta allí. Ahora, en estos días de frío, me he despertado varias veces con la misma imagen en la cabeza: un hombre joven, con un “sarong” anudado a la cintura, está limpiando una piscina con la redecilla recoge-hojas en una mano y con una botella de vino “Muga” en la otra. El hombre, Jesús, era un conocido mío que se había hecho cargo de la casa durante un verano, en 1986, mientras el diplomático –cuñado suyo, creo recordar- estaba de vacaciones en Jamaica. El diplomático acababa de recibir un gran cargamento de botellas de vino de Rioja, y antes de irse a Jamaica, le había dado instrucciones a Jesús y a su novia para que se lo terminaran: al fin y al cabo, el vino no iba a resistir un mes de humedad tropical y él prefería no tener que tirar las botellas a su regreso de las vacaciones. No era un deseo, sino una orden. Y así me lo repitió Jesús el primer día que pasé en la casa, cuando me llevó a la bodega y me enseñó lo que podríamos llamar su “deber de cuidador”. Calculé que había unas 40 o 50 botellas de “Muga” en los botelleros. Jesús y su novia llevaban dos o tres semanas en la casa y ya habían dado cuenta de un buen número de botellas, pero era evidente que necesitaban ayuda. Quizá fue por eso que nos invitaron a pasar una semana con ellos en aquella casa de Kuala Lumpur.

Recuerdo los tapices y las alfombras, el gran retrato de un almirante que presidía la escalera que llevaba a la planta alta, el piano de cola frente a la terraza, y las espaciosas habitaciones del piso superior, desde las que se veían a lo lejos los minaretes de las mezquitas del centro de la ciudad. Cada mañana llegaba una mujer china que preparaba el desayuno y nos dejaba la comida y la cena hechas. Nunca le oí decir nada, ya que sólo movía la cabeza para asentir o señalar algo (una taza de té, una cazuela, una pisada afrentosa en la alfombra). Un buen escritor habría charlado un rato con aquella mujer, que nos lanzaba miradas desconfiadas desde la cocina mientras aporreábamos el piano o nos bañábamos en la piscina, alrededor de la cual ya se veía una amenazadora hilera de botellas vacías de vino. Por desgracia, yo no le presté demasiada atención y me concentré en el vino y en la vida placentera de un antiguo plantador colonial: eso que antes se llamaba el “dolce far niente”. Y debo decir que, a pesar del calor y la humedad –era la época de los monzones-, no recuerdo una sola resaca, lo que demuestra la calidad del vino (si algún responsable de la empresa quiere enviarme una caja para expresar su gratitud por esta modesta apología publicitaria, prometo no considerarlo un intento de intimidación ni mucho menos de soborno).

A veces me pregunto por qué no he escrito un relato sobre la semana que pasé en aquella casa. Quizá estoy cansado de un cierto exotismo, no sé, y prefiera centrarme en otros temas. El caso es que fue una experiencia bastante curiosa. Si hubiera estado una semana más allí, estoy seguro de que habría acabado con un “sarong” de tela escocesa anudado a la cintura. Y por la noche me dedicaría a arrojar a la piscina las botellas vacías de “Muga”, que a la mañana siguiente, maldiciendo, tendría que recoger la cocinera china con la redecilla recoge-hojas. Stevenson escribió un relato, Bajamar, con la historia de tres tipos (un buen hombre sin suerte y dos aventureros siniestros) que debían hacerse cargo, en un puerto de los Mares del Sur, de un barco cargado de botellas de champán. Leí la historia en Burundi, en aquellas mañanas en que esperábamos la furgoneta en el patio desde donde se veía la embajada de Corea del Norte, sin saber que cuatro años más tarde, en el otro extremo del mundo, iba a vivir una versión algo distinta de la misma historia. Quizá habría bastado que hablara con la cocinera china para que me enseñara que la vida era así, pero yo era demasiado joven y engreído para confiar en la gente, y mucho menos en una humilde y silenciosa cocinera. Ahora sé, por ejemplo, que la embajada norcoreana intervino de forma funesta en la política de Burundi durante los terribles años 70. Incluso se sabe que agentes de la embajada se dedicaron a facilitar armas e instrucción militar a los militares tutsis en el poder. Pero yo no sabía nada de aquello, y aunque hubiera querido averiguarlo, nadie se habría atrevido a decírmelo. En Burundi nadie hablaba del pasado reciente. Nadie.

Esta mañana he vuelto a despertarme con la imagen de un hombre joven, con un “sarong” anudado a la cintura, limpiando una piscina con una botella de vino en la otra mano. A Stevenson le hubiera fascinado esa imagen (al fin y al cabo, en su último día de vida, se desplomó con una botella de vino en la mano). Y ahora pienso en los días en que me despertaba en la habitación casi desnuda de la primera planta, en aquella casa que pertenecía a un diplomático al que no había visto nunca. Y me pregunto qué habría hecho con mi vida si me hubiera tocado una vida entera así de confortable y fácil, la vida indolente de alguien que no tiene obligaciones ni responsabilidades, más allá del deber amistoso de vaciar una bodega de vino de Rioja. La cocinera china seguro que me hubiera advertido desde el primer momento: “Huya de aquí, váyase, no malgaste su vida. Yo conozco al dueño y sé bien cómo vive. Hágame caso, váyase ya”. Y Stevenson también me habría dicho lo mismo, si hubiera llegado alguna vez a verme en aquella casa de la colina de Kuala Lumpur. Pero yo, al igual que los tres personajes de su historia, me habría dejado llevar sin hacerme preguntas. Primero me habría dedicado a vaciar la bodega. Y luego me habría conformado con esperar. A ver qué pasaba.

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