Después de haber leído un par de veces ―y gozado en muchos casos, padecido en apenas unos cuantos, los menos: más por el objeto elegido que por su prosa pulcra, provocadora e informada― los más de cuarenta ensayos que reúne Luigi Amara en su más reciente libro, Fetiches ordinarios (Penguin Random House, 2025), me queda claro que, por efecto de un fetiche no tan ordinario llamado estafeta, ha ocurrido un claro, clarísimo relevo en el ensayo literario que se escribe en México en la segunda década del siglo XXI.
Por fortuna, las cosas han cambiado desde que, en 1958, José Luis Martínez publicó su Antología del ensayo mexicano moderno en dos pequeños tomos. Nadie niega la mexicanidad como el principal criterio que utilizó José Luis Martínez ―eran esos años. Sin embargo, con excepción de algunos textos de Alfonso Reyes y otros pocos autores, empaquetar con la etiqueta de “ensayo” lo mismo a historiadores como Justo Sierra y don Daniel Cosío Villegas que a Samuel Ramos, pensador de lo mexicano, o bien a Jaime Torres Bodet, el solemne por antonomasia, que a Carlos Monsiváis, equivale a concebir el ensayo no como un género, sino como un vehículo para poner por escrito lo mismo historia patria, meditaciones acerca del alma nacional, discursos ante al UNESCO, que farragosas y largas crónicas que atentan contra algunas características definitorias del ensayo literario: la concisión, por ende la brevedad, el lenguaje directo, el rechazo abierto y la burla a la pompa y solemnidad por parte de quien escribe –ya sea para hacer avanzar una idea y convencer al lector de ella, ya para demostrar que, siempre sí, que en bola los tlaxcaltecas, los totonacas, los cholultecas, los acolhuas, los chalcas y los chachapoyas entre otros pueblos hartos hasta el cuello de la opresión, se aliaron con los conquistadores españoles para fregarse a los aztecas; lo mismo puede decirse de presentar como ensayo literario los retratos de María Félix o la reconstrucción de los hechos ocurridos en 1968, o la denuncia escrita de las trapacerías y abusos al interior del Palacio Negro, Lecumberri.
Nada le resta mérito alguno a los textos, crónicas, historias, perfiles, que José Luis Martínez presentó como ensayos, con excepción de que, estrictamente hablando y sin caer en fatuos y gordinflones academicismos, lejos están de ese género autónomo que, sobre todo en otras latitudes, en particular en aquellas en las que, dependiendo de dónde esté uno parado, cae una necia lluvia: unos 200 de los 365 días que tiene el año, y eso también depende del año.
A saber cómo y porqué fue en el entonces todavía lejano Buenos Aires del año 1956, donde mejor se atisbó qué es eso del ensayo literario como género; si uno lee el tomazo Albion. The Origins of the English Imagination, de Peter Ackroyd, hay posibilidades de hacerse una buena idea al respecto, pero no hace falta: basta con regresar a la publicación aparecida en la capital argentina de Ensayistas ingleses, en una editorial cuyo nombre cargaba un destino, o varios puesto que se trata de una antología: Clásicos Jackson. Los incitadores del perdurable acto de llevar esos folios a la imprenta fueron el traductor Ricardo Baeza y el prologuista, escritor, lector, estanciero, tenista de ocasión y ocioso profesional, Adolfo Bioy Casares.
Para el caso de Fetiches ordinarios, de Luigi Amara, la referencia a Bioy no puede ser más oportuna, yo diría afortunada ―conociendo la predilección de Luigi por algunos de los ensayistas antologados en aquel libro perpetrado por Ricardo Baeza y Bioy Casares.
Entre un conjunto de ensayistas que incluyen a una veintena de incuestionables autores del género como Jonathan Swift, Richard Steele, Samuel Johnson, Charles Lamb, Thomas de Quincey, hasta llegar a Chesterton y Virginia Woolf, destaca el más rudo, refinado y preciso de los estilistas de su época, William Hazzlit, prontamente iniciado al ejercicio de las letras por Samuel Taylor Coleridge, colaborador de revistas y, por necesidad económica, conferenciante lo mismo en grandes auditorios que en desvencijados pubs cuyo público estaba constituido por dos o tres borrachos apenas conscientes pero henchidos de Gracia.
Al abordar en su comentario a William Hazzlit, Bioy, intuitivo, puntual, genial, define de paso el género del ensayo literario:
Hay obras que siguen un patético destino de infelicidad. Lo que un hombre trabajó con su más lúcido fervor se marchita, como calcinado por una secreta voluntad de morir, y lo que hizo como en un juego, o para cumplir con un compromiso, perdura, como si la creación despreocupada comunicara un hálito inmortal. William Hazzlit quiso ser pintor (dejó un hermoso retrato de Lamb), quiso ser filósofo, quiso ser historiador. Entre tanto escribió innumerables ensayos y llegó a ser, opina Saintsbury, el mejor de los ensayistas.
Como suele, o solía suceder con los ensayistas literarios, la celebridad de Hazzlit no evitó que muriera en la ruina y la soledad más ingrata.
Su traductor mexicano, Carlos Ávila Flores, también compilador de las Obras del jurista Antonio Gómez Robledo publicadas por El Colegio Nacional, afirma en su prólogo a Textos fugitivos (Cien del Mundo, otrora Conaculta, 1998) que al funeral del ensayista solamente acudió otro genio del ensayo literario inglés: Charles Lamb.
Mencioné antes la afortunada coincidencia que viene en auxilio de quien trata de decir algo coherente acerca de Fetiches ordinarios.
Como buen ensayista literario, Luigi Amara no pierde tiempo en teorizar acerca de aquello que le llama la atención, en este caso el universo inabarcable de los fetiches. Sobre estos, apunta lo siguiente:
Criatura fantasmagórica a la que le concedemos voluntad propia y potencialidades misteriosas y etéreas, lo inquietante del fetiche es que asume cualquier forma; se diría que su poder de encandilamiento es movedizo y contingente, y puede lo mismo recaer en un metal precioso que en una bagatela, en una prenda de vestir o en un color, en una cuenta de vidrio o en la adquisición más reciente; lejos de participar en el reencantamiento del mundo, se detiene en un solo fragmento, en una porción mínima a expensas del resto, en una entronización del detalle en aislamiento engañoso.
Tampoco su admirado William Hazzlit.
Eso es, precisamente lo que los distingue como ensayistas literarios, al contrario de la obsoleta idea del venerable crítico literario y diputado federal por el octavo distrito de Jalisco en la H. XLIV Legislatura; del señor diputado pero también de una pléyade de eternos jovenazos que, en las tristes páginas dizque literarias nacionales, hacen pasar la crónica de sus vidas, de sus fines de semana tan intensos y temerarios, que ya los quisieran Sal Paradise y Dean Moriarty.
Un buen ensayista literario apenas y muy ocasionalmente recurre a sus propias experiencias ―si acaso de manera oblicua, nunca de manera directa. Sin embargo, al ensayar, es decir, al escribir divagando apoyado en sus instrumentos de navegación ―¿cuáles?: el conocimiento acumulado de su acervo de lecturas, películas, pinturas y artes contempladas de paso o por horas, de conversaciones, de la observación de su entorno y de otras vidas― y otros bártulos que jamás revelaría.
En el caso del libro de Luigi Amara, por más ordinarios que resulten sus fetiches, su autor no deja de reconocer, no sin cierta erudición que le es propia al ensayista literario aquí y en China, el origen etimológico de objeto, u obejctus: “designa en general las cosas materiales que existen fuera de nosotros”.
No alejado de Amara y cercano igualmente a los objetos, Hazzlit tuvo oportunidad de decir algunas cosas interesantes y sugerentes al respecto. Por ejemplo, en su ensayo “Why Distant Objects Please”:
There is (so to speak) ‘a mighty stream of tendency’ to good in the human mind, upon which all objects float and are imperceptibly borne along; and though in the voyage of life we meet with strong rebuffs, with rocks and quicksands, yet there is a «a tide in the affairs of men,» a heaving and a restless aspiration of the soul, by means of which, ‘with sails and tackle torn,’ the wreck and scattered fragments of our entire being drift into the port and haven of our desires!
O bien en otro ensayo espléndido que lleva el título de un ensayista típicamente inglés: “On Genius and Common Sense”:
The objects that we have known in better days are the main props that sustain the weight of our affections, and give us strength to await our future lot. The future is like a dead wall or a thick mist hiding all objects from our view; the past is alive and stirring with objects, bright or solemn, and of unfading interest.
Entre más de cuarenta y cinco ensayos reunidos en Fetiches ordinarios, tengo mis preferidos y, desde luego, aquellos con los cuales mantendría una querella de baja intensidad. No voy a mencionar ni unos ni a otros, que esto no es un circo ni estamos en Las Vegas. Que el lector haga un esfuerzo: asomarse a Fetiches ordinarios y leer.
Desde el inicio, y es de agradecer, Luigi Amara deja claro que no va a perder el tiempo con fetiches ultra-contemporáneos. Hace bien, de lo contrario para qué escribir este libro con el que toma la estafeta de ensayistas literarios que lo menos que comentaban en sus textos eran las novedades de la época. Tampoco los voy a mencionar.
En cambio, y ya que Luigi Amara tiene el buen gusto de preferir los fetiches/objectos que sirven para poco, que ya vieron pasar sus mejores años, quiero terminar con una nota justificada y personalmente fatalista ―solamente un tonto de categoría mundial, y me temo que los hay, cree que el destino de sus libros es una señal del rumbo que trae la llamada humanidad―, extraída de otro autor que algo sabía del ensayo literario, en este caso el ensayo literario continental, Walter Benjamin, proveniente de sus Materiales para un autorretrato ―¿qué otra cosa es un ensayo sino echar un vistazo al fetiche por excelencia: el espejo?:
El ratón Mickey muestra que la criatura sigue existiendo aun cuando se la ha despojado de toda semblanza humana. Quiebra la jerarquía de las criaturas concebida desde el hombre.
Estas películas desacreditan toda experiencia más radicalmente que nada previo. En un mundo así no vale la pena hacer experiencias.