«Llegamos a la redacción de El Parlamentario a una hora abusiva, incluso para un periódico como aquél, que actuaba con nocturnidad y alevosía. Luis Antón del Olmet salió de su despacho, congestionado por una rabia que habría alimentado durante horas; gruñía como un cerdo que se desangra, pero el rumor fabril que llegaba del sótano, donde se hallaban las rotativas, amortiguaba sus exabruptos:
–¿Qué basura es ésta? ¡Te encargué una entrevista, y me vienes con historias enrevesadas de iguanas y ciegos que tocan el piano! ¡Te voy a matar!
Apresó el cuello de Gálvez con una manaza de fuerza casi hidráulica, y levantó a su subordinado en vilo, en un ahorcamiento de carácter ejemplar.
–¡Ved lo que hago yo con los indisciplinados! –voceó, mientras recorría la redacción con el cuerpo de Gálvez, que se agitaba como un pelele, intentando liberarse de aquel cepo que ya pronto lo estrangularía».
La escena anterior, incluida en la memorable Las máscaras del héroe de Juan Manuel de Prada, describe el malhadado encuentro entre el poeta de la canalla Pedro Luis de Gálvez, una de las figuras principales de la novela y el recio periodista Luis Antón del Olmet, el director de aquel diario noctívago y alevoso. A quienes no recuerden el desenlace de este episodio o no hayan leído el libro, les diré que a renglón seguido el hercúleo Olmet dejaba a Gálvez suspendido de una ventana que daba a la carrera San Jerónimo, a cincuenta metros de altura, al tiempo que lo zarandeaba con furia exigiéndole una disculpa. «¡Se me está cansando el brazo! –grita con homicida frenesí Olmet–. ¡Pídeme perdón o te suelto!». Gálvez, que se había golpeado la cabeza contra el alféizar hasta el punto de perder el sentido, sólo llega in extremis, sangrante, con los cristales de sus gafas rotos y medio asfixiado, a solicitar clemencia mientras el resto de empleados del periódico, acostumbrados a este tipo de «accesos de bestialismo», en palabras de Fernando Navales, el apócrifo narrador, y agradeciendo en silencio la fortuna de no estar en esa ocasión en el lugar de Gálvez, se limitan a permanecer en un discreto segundo plano aguardando que escampe. Por fin, Olmet, satisfecho y tras lanzar una carcajada patibularia suelta a su presa, quien se derrumba en el despacho como «un tullido o un gusano pisoteado en su dignidad» antes de ser despedido y arrojado a puntapiés de la redacción.
La escena, que aquí nos hemos limitado a resumir, rezuma el patetismo, el humor socarrón, el tremendismo y la esperpentización de raíces lazarillescas tan características de la obra y que con tan buen pulso, más loable dada la juventud de su autor, sostenía De Prada a lo largo de las casi seiscientas páginas de la novela. Sin embargo, para lo que aquí nos interesa, supone además uno de los retratos más vivos que nos han llegado del por entonces director de El Parlamentario y anticipan una primera incitación a preguntarnos quién fue realmente aquel potente personaje del que apenas sabemos nada pese a haber sido el desdichado protagonista de uno de los sucesos más sabrosos –reconozco lo que tiene de desafortunada la expresión–, del mundillo literario español de la década del 20 del pasado siglo.
La historia, mil veces contada, forma parte de ya del anecdotario de un tiempo febril en el que un escritor podía perder un brazo de un bastonazo en una riña de café, en el que el estreno de una obra teatral podía acabar en una algarada callejera, en el que poesía y hambre eran conceptos que solían andar patéticamente cogidos de la mano: en La caverna del humorismo cuenta Pío Baroja cómo el propio Gálvez –que desmentiría esta leyenda atribuyendo la calumnia al no menos desordenado Emilio Carrere– tuvo un hijo con una tal Carmen que les nació muerto y que la mujer iba por los cafés con la criatura en una caja pidiendo dinero para su entierro. Un tiempo, también, en el que un escritor podía perder la vida a manos de otro de un disparo en el saloncillo de un teatro. En este caso, del Eslava madrileño. Los hechos ocurrieron el dos de marzo de 1923, mientras se ensayaba El capitán sin alma, obra estrenada poco antes en San Sebastián y cuyos autores Luis Antón del Olmet (Bilbao 1886 – Madrid 1923) y Alfonso Vidal y Planas –testigo involuntario de la novelesca escena recogida al inicio–, ambos en la treintena, se encontraban en uno de los momentos culminantes de sus respectivas carreras. Sabemos que pese al éxito cosechado con el melodrama Santa Isabel de Ceres, que cuenta, se presume que en clave autobiográfica, la vida de una prostituta redimida por el amor de un poeta, Vidal y Planas, joven bohemio de ideas anarquistas, sólo había podido abrirse camino a la sombra del arrollador Olmet. Sin embargo, qué pudo llevar a aquel ser apocado, fuente de continuas humillaciones por parte de la víctima, a reaccionar de ese modo, es algo que nunca sabremos con certeza. En los días posteriores al asesinato, el tema fue objeto de los más acalorados debates en la prensa y en los cafés y todavía hoy, casi un siglo después, se especula sobre si fueron celos profesionales, el despecho, o algún más turbio asunto sentimental lo que desencadenó el furor homicida de Vidal. El caso es que mientras Olmet dejaba la vida en aquel teatro, su ejecutor, con quien se alinearon inmediatamente las simpatías de los “espectadores” tras el “percance”, ingresaba en prisión para reaparecer años más tarde en Estados Unidos, convertido ahora en profesor universitario.
Todo un carácter
Del carácter endemoniado del periodista bilbaíno ya hemos avanzado lo suficiente como para que el lector pueda hacerse una idea aproximada de la pasta de la que estaba hecho. Pero sería el propio Pedro Luis de Gálvez quien, tres años después de los acontecimientos del Eslava, desgranara en un artículo publicado en El escándalo cuál era la verdadera naturaleza de aquel que lo dejaría suspendido en el vacío en la novela que, por otra parte, lo hará célebre. Ni que decir tiene que la visión del poeta, quien colaboró estrechamente con Olmet en algunos momentos, como autor teatral y redactor –de su común etapa en El Parlamentario, recuerda Gálvez con especial gracia las penurias que les obligaban a quemar los números atrasados e incluso los libros que recibían para su crítica para caldear un poco la oficina en invierno–, es totalmente parcial e interesada: por no decir sencillamente que nacida de la pluma del autor de El sable. Arte y modos de sablear. Que a su modo está perpetrando una póstuma venganza. Pero tomando en consideración otros testimonios que nos han llegado de algunos coetáneos, sin mencionar los hechos objetivos que acreditan la competentísima forma de adaptarse al medio del periodista a lo largo de su truncada peripecia, contamos con indicios más que razonables para juzgar que la visión que nos ofrece el autor de Las máscaras del héroe, probablemente entresacada de las memorias de Rafael Cansinos Assens, no era tan exagerada como en un principio nos pudiera parecer, que su recreación no es una mera mistificación literaria y que, hasta cierto punto, igual se quedó corto en su pintura. Dice Gálvez en un extenso y chispeante artículo titulado “A Luis Antón del Olmet no lo mató Vidal y Planas”, en el que recoge algunas de las experiencias que compartió con el “homenajeado”, que el ideal de Antón del Olmet era «el billete grande», que «conocía la pobreza y la hurtaba», que «por egoísta, era medroso y, por medroso, bravucón y procaz». «En su pluma –añade Gálvez– todos los sentimientos, los más ruines y los más altos, se trocaban en dinero», y hasta tal punto separará a los hombres en dos castas, «útiles a su intento e inútiles», que no tendrá ningún inconveniente, durante la Gran Guerra, en hacerse germanófilo «en los comienzos, ante el avance formidable de las tropas teutonas»; y obviamente, a convertirse en «aliadófilo, luego».
Únicamente «fachada», dice Gálvez, quien lo tilda de asustadizo ante todo aquel que osara plantarle cara, pero cruel con los débiles, entre quienes sin duda debía encontrarse el propio Vidal y Planas, contra el que despotricaba con frecuencia por no estimarlo literariamente («–Alfonso es un idiota con sombra –solía decirme–. Tú y yo nos lo vamos a merendar), Olmet va a coronar su vida de crápula en el momento más inesperado y a manos de aquel por el que hubiera podido apostar todo su patrimonio a que no habría de temer nada. Según el retrato de Pedro Luis de Gálvez, Vidal y Planas, por más encallado que pudiera albergar su rencor por las vejaciones sufridas tantas veces, no quería matar a su amigo y que fue únicamente de manera fortuita y después de que Olmet lo abatiera y crujiese «como una caña cruje el viento», que desde el suelo se le disparó accidentalmente el arma. No, a Luis Antón del Olmet, no lo mató Vidal y Planas, concluye el poeta: «Antes de la tragedia que lo hundió en el sepulcro, le habían disparado ya. Era este su sino. Del otro lado de la laguna espantosa, lo reclamaban. Vidal no lo mató: lo mataron los Invisibles. O, si se quiere, se mató él».
Como sea, uno y otro, víctima y victimario quedarían sepultados poco después por un democrático olvido que si en el caso del asesino resulta bastante más comprensible, en el de Olmet, se antoja bastante más difícil de explicar. Ni Pedro Luis de Gálvez ni, en realidad, casi ningún otro, se encargaron de reivindicarlo por sus méritos estrictamente profesionales, llegando a considerar algunos, todavía hoy, que la mayor de sus obras, como la de tantos otros de sus compañeros de generación, «borrachos lunáticos, filósofos peripatéticos», fue su propia vida. Evidentemente, por su personalidad, obras son amores, no debía de resultar fácil. Dice el estudioso Rubén López Conde, acreditando todo lo que hasta aquí ha sido insinuado, que nuestro hombre «amén de excelente escritor y periodista, fue un hampón de rompe y rasga, corrupto, pérfido y bronquista, rebajado por la fuerza superior de su genio turbulento a personaje central de un folletín de tintes siniestros». No acaba aquí la enumeración de epítetos con los que estudiosos y conocedores del personaje nos lo han descrito: «desmedido», «canalla», «brabucón», «ambicioso», «chaquetero», «fustigador», «interesado», «sablista», «intrigante», «matón», «achulado gigantón», «felón»… La capacidad denigratoria del español resulta especialmente a propósito para definir el carácter de un hombre, habitual de los campos de honor madrileños, cuya mala reputación no hizo sino agigantarse desde que dio sus primeros pasos en el mundo del periodismo, y que, monárquico, o republicano, reaccionario o anarquizante, conservador o izquierdista, según el viento le fuera más propicio, era capaz, como señaló Javier Barreiro, «de escribir en el mismo año una obra bolchevique y otra empingorotando a Alfonso XIII».
Si es verdad lo que dice Gálvez de que al velatorio en el Depósito solo acudieron un amigo –¿el propio Pedro Luis que de no haber bebido aquella noche hubiera muerto de pena?– y una vieja sirvienta, podemos –pese a que es un hecho que miles de personas acompañaron el cuerpo del difunto durante la comitiva fúnebre en una «grandiosa manifestación de duelo», según recogió algún titular– extraer una idea ajustada del vacío en el que cayó una desaparición que bien pudo ser vista por muchos con alivio. Conviene no olvidar a este respecto cuán decisiva puede resultar para la fama el contar con un coro, a veces con uno solo basta, que sepa cantar nuestras alabanzas. ¿Y quién iba a estar dispuesto, en un periodo además especialmente fecundo de las letras españolas, en el que descollaron autores en algunos casos de mayor mérito y originalidad, a rescatar del olvido a aquel a quien «los Invisibles» habían enviado con un billete solo de ida al Averno?
Uno mismo, al ver la fotografía más célebre de Olmet, aquella en la que lo vemos, triunfal, provocador, con un puro entre sus vigorosos dientes en desafiante sonrisa («Sabía que los dientes nos nacen para morder», dirá Gálvez) siente igualmente la tentación de abandonarse al magnetismo, a la atracción biográfica que ejerce el personaje. Pero lo cierto es que si hoy estamos hablando aquí de Olmet es precisamente a raíz de una obra que ni siquiera en su día pasó inadvertida para contemporáneos como José García Mercadal, quien lo definió como «un prodigio de extraordinarias facultades», o el propio Manuel Machado, que le impuso el título de «novelista excelentísimo». Tampoco dejó indiferente a un crítico como Rafael Urbina, que durante la segunda década del pasado siglo y con motivo del lanzamiento de una nueva novela del «ingenioso, el fecundo Luis Antón del Olmet», afirmaba entre otras cosas no menos elogiosas: «Antón del Olmet no concibe la novela por la novela. Cree en una novela que fustiga, enseña, maltrata… Para su temperamento de luchador invencible no puede tener otro concepto la novela. Como no lo tiene el periódico. Ni la vida misma. Antón del Olmet todo lo convierte en catapulta, en feroz ametralladora, en cortante espada».
Doble exhumación
Esta obra disminuida –¿ninguneada?– por la posteridad vuelve a reverdecer en nuestros días gracias a la labor de exhumación emprendida por la joven editorial andaluza –por su nombre, nadie lo diría– Ginger Ape Books, que en el último año se ha encargado de rescatar del considerable corpus olmetiano –aunque su vida se apagó con tan sólo treinta siete años, durante los últimos veinte no consintió en tener en ningún momento la «péñola queda»– dos muestras de una trayectoria brillante por momentos aunque, es innegable, esencialmente irregular. Aunque Olmet obtuvo sus mayores éxitos tanto en las tablas del teatro como a través del género biográfico (y frecuentemente hagiográfico), y dejó en la novela muestras indudables de un talento que llevará a algún comentarista, como el erudito Sainz de Robles, a buscar la comparación, ¡sin desmerecerlos!, con algunos esperpentos de Valle-Inclán, fue tanto en el campo del relato corto –por su brevedad, más idóneo para cultivar en el contexto de su tempestuosa vida–, como en el ámbito del periodismo –y no nos referimos ahora a su manipuladora labor ejecutiva y ejecutora en publicaciones como El Debate, la Revista Política, Parlamentaria y Financiera o el mencionado El Parlamentario, sino en calidad de reportero, columnista y cronista de su tiempo–, donde cosechó sus más perdurables frutos.
Quizá es como cuentista donde más visible se vuelve aquella apreciación de Alberto Sánchez-Álvarez, especialista de la literatura española que va del modernismo a las vanguardias, al afirmar que Olmet «escribía extraordinariamente bien». Esto salta a la vista a poco de haber comenzado la lectura de Historia de asesinos, tahúres, daifas, borrachos, neuróticas y poetas (si les parece largo el título reparen en que el original era: Espejo de los humildes. Historia de asesinos, tahúres, daifas, borrachos, neuróticas y poetas, zurcidas para estímulo de probos y castigo de bellacos), compilación de cinco relatos breves (o novelas cortas, o “novellas”) publicados como libro unificado en 1913 después de haber ido apareciendo de forma sucesiva en años anteriores en las revistas El Cuento Semanal y Los Contemporáneos. En esta colección, el temible libelista, el escritor panfletario, muda de piel para dispensar con una rara maestría y un admirable dominio del tempo narrativo, una serie de historias tremendamente arraigadas en las más elementales pasiones humanas: el amor, el odio, los celos, el mal, el miedo, la duda. Ya Gómez de la Serna apreció en su día la «exquisita sutileza para describir “gestos humanos”» y «la admirable ironía para revestirlos» de las que se prevalía el autor, y así vemos aquí a Olmet desplegar tales dosis de ternura, tal manejo de las emociones, tan pleno dominio de su oficio que sorprende aún que quien demostrara atesorar tan extraordinario conocimiento del alma humana no tuviese a la hora de escribir estos textos más que veintipocos años. No menos llamativo, aunque contribuye a elucidar el carácter del personaje –¡este Olmet!– resulta comprobar cómo aquel ser dispuesto a cometer las mayores bajezas –en su oficio, vender la pluma al mejor postor es la mayor de ellas– es capaz de destaparse, y con toda sinceridad, nos tememos, actuar como un pertinaz moralista que no muestra ningún empacho, como el más desprendido humanista, en revelar su solidaridad con los desheredados de la tierra. Aunque con más exactitud deberíamos hablar aquí, rascando la insinuada capa de cinismo, con los “perdedores”.
Aunque su prosa tiende al casticismo y a una afectación que no deja, en cualquier caso, de resultar deleitable un siglo después, y a que acusa como la mayoría de sus contemporáneos, la influencia de los ecos modernistas que siguen irradiando pese a que Darío ya hubiese levantado el acta de defunción del movimiento que él mismo fundó, su paleta es amplia. El tema del honor, recreado con una creciente tensión tras la vuelta del marido ausente, en un ambiente gallego, en “Vaho de madre”; los miedos de la adolescencia en la atmósfera opresiva de un internado religioso en “La viudita soltera”; la angustia del criminal ante el temor de ser atrapado, frente a la culpa y el arrepentimiento, con un claro sabor dostoiveskiano en “¡Quiero que me ahorquen!”; el lesbianismo latente y de consumación imposible entre dos jovencitas de la buena sociedad en “La risa del fauno”; o la hilarante distopía protagonizada por un hombre que vuelve a la vida, después de un cataclismo, a los cuatrocientos años y que despierta en el seno de una sociedad hipercivilizada que conserva pocas trazas de su antigua facha en “La verdad en la ilusión”, son muy resumidamente los temas de las historias que el lector podrá encontrar en un volumen que, por cierto, cuenta con una introducción y una aproximación biográfica a cargo de Rubén López Conde –del que se nutren en buena parte estos apuntes– sumamente recomendables.
Un lector generalmente tan perspicaz como Juan Bonilla señaló a raíz de este “rescate” literario, que los cuentos de Olmet, pese a merecer figurar en cualquier antología del relato breve español de la época, «como la propia obra entera del autor, carecen de una personalidad definida». Es más, que «cada uno de ellos podría haber sido escrito por un autor distinto». Esta afirmación nos parece sin duda exagerada y creemos que, con excepción del que seguidamente abordaremos, el resto denotan una clara unidad de estilo, una misma tendencia al sentimentalismo, a la moralina, un semejante costumbrismo, un común arsenal de recursos y registros, del tipo de narrador a las formas del discurso (con su preferencia por el diálogo) pasando por el marcado psicologismo a la hora de caracterizar a sus personajes y, como corriente subterránea, el uso de un «castellano pulcro y deslumbrante», por utilizar las palabras del escritor Álvaro Retana. E incluso, en ese verso suelto que constituye “La verdad en la ilusión” –que bien justifica el que la editorial lo haya publicado también de forma exenta en un bello librito– podemos adivinar como en ningún otro si no al Olmet “escritor”, sí al Olmet autor implícito, explícito, alter ego y persona.
Incursión castiza en la ciencia ficción, parodia voluntaria o no, lo desconocemos, del Noticias de ninguna parte de William Morris, burla universal de cualquier proyecto de planificación social al tiempo que dardo envenenado lanzado al corazón del pensamiento positivista y a la ya por entonces erosionada fe en la ciencia como motor de progreso, “La verdad en la ilusión”, no sólo tiene la virtud de adelantarse –otros lo habían hecho ya aunque dudo que con parecido desparpajo–, a la celebérrima Un mundo feliz de Huxley, al plantear un futuro ultratecnificado en el que los hombres son identificados por números en vez de por nombres –inevitable pensar aquí en Nosotros de Zamiatin, escrita más de un lustro después–, las pasiones y deseos han sido domesticados hasta un nivel inhumano y cuyos habitantes, desposeídos de sus instintos primitivos se comportan como células iguales e indiscernibles de un mismo cuerpo social. Además de todo esto, por su sarcástica visión de un tiempo, el siglo XXIV, que despunta como una pesadilla totalitaria de paz, eugenesia, y control total, Olmet, valiéndose de ese personaje que de pronto aparece «tras la vitrina de un museo, convertido en momia, expuesto como un vestigio de civilizaciones pretéritas» y que en ningún caso está dispuesto a aceptar, con todos sus defectos y males, que su época (un tiempo de tormentas que se presentan sin avisar, de duros en los bolsillos, de tabernas, boquerores, potes gallegos y amontillado, de casinos y toros y mujeres voluptuosas, de arte…) haya podido desaparecer para siempre, nos regala una pequeña pieza maestra de un género, el humorismo, que en España no ha gozado de la fértil tradición de otras literaturas vecinas.
Un periodista de raza
Si su espectacular muerte sumió en la niebla al escritor, para terminar a veces convertido en simple objeto de chismorreo ilustrado, y ni tan siquiera eso, otro tanto puede decirse del periodista. Que en algún sentido sea cierto aquel adagio de que no existe nada más viejo que el periódico del día anterior, no justifica por sí solo este largo olvido. Al fin y al cabo, ahí están los Pla, Camba, Gaziel, Chaves Nogales –bien es cierto que alguno redescubierto en tiempos muy recientes–, por no hablar de los maestros de las generaciones anteriores –esa extensa nómina que va de Larra a Pérez de Ayala pasando por Alarcón, Valera, Clarín, Pardo Bazán, Azorín…–, para recordarnos que nuestra consideración por los géneros periodísticos como una de las más exaltantes formas de literatura de la contemporaneidad, no es algo característico de nuestros días (ni un invento de cierto reporterismo norteamericano al que en virtud de nuestro proverbial seguidismo pareciéramos atribuirle no sé qué taumatúrgicos poderes). Y Olmet, para lo bueno y para lo malo, fue, por encima de todo, eso, un periodista.
Para lo malo, qué duda cabe, al haberse servido de su profesión, en mayor grado a medida que su responsabilidad aumentaba, para injuriar, zaherir, ultrajar a sus ocasionales adversarios. Para lo bueno, porque Olmet, durante casi dos décadas, se fajó en las más diversas labores de su oficio hasta dominarlo por completo. Su carrera comenzó en Galicia, región que dejó una profunda huella en su espíritu, no ya sólo porque habría de ser con el tiempo uno de los fundadores del movimiento regionalista Acción Gallega, sino porque a lo largo de su vida no se cansó de repetir que, a pesar de haber nacido en Bilbao, de padre catalán y madre andaluza, «por libérrima voluntad» –y no cabe en este punto dudar de su honestidad– había llegado a convertirse en un gallego más. En el conservador El Noroeste dio sus primeros pasos siendo apenas un muchacho y a lo largo de su trayectoria seguiría colaborando regularmente con publicaciones de aquella tierra para él tan amada. Poco después comenzó su participación en la revista Blanco y Negro, que se extendió por espacio de una década, y ya en 1911, a los 24 años, fue designado para dirigir el periódico clerical El Debate, al frente del que sólo pudo estar por espacio de unos meses. No le duraría sin embargo demasiado el disgusto, ya que un año más tarde entró a formar parte de la redacción del madrileño ABC, donde publicaría sus crónicas sobre los asesinatos de la conocida como “vampira del Carrer de Ponent”, base de su novela Misa Negra y eje del segundo de los libros que aquí pasaremos a comentar, así como, también en calidad de enviado especial, una serie de reportajes sobre la recién instaurada república portuguesa o la Guerra del Rif (reunidos, respectivamente, en Nuestro abrazo a Portugal y Tierra de promisión). Tras un impasse en el que abandona el periodismo para dedicarse por entero a la política, convirtiéndose en diputado a Cortes por Almería por el Partido Conservador, retoma su oficio, aunque a partir de este momento bien es cierto que sus dos modi vivendi terminarán confundiéndose –qué tremenda vigencia la suya también a este respecto– hasta hacerse totalmente indiscernibles. Desde el ya familiar para nosotros El Parlamentario, órgano pro Dato-Sánchez Guerra fundado en 1914, Olmet emprenderá algunas de las campañas que terminarían de granjearle esa más que merecida fama de intrigante, apóstata y gánster. Son años de mamporros metafóricos y reales en los que hizo crecer de forma exponencial su lista de enemigos. Tal fue la desbandada que se produjo entre sus propias filas que, desencantado, no tuvo más remedio que hacerse de izquierdas. Desde El Parlamentario pasará entonces a poner su pluma mercenaria al servicio de la lucha obrera y de las autonomías catalana y gallega y, tras fracasar en su intento de obtener la representación parlamentaria por el distrito gallego de Verín, fundó La Raza, de tendencia agrarista.
Procesos por injurias, detenciones e incesantes polémicas son su pan cotidiano a lo largo de unos años en los que se multiplican sus colaboraciones y en los que su actividad literaria no mengua, obteniendo un notable reconocimiento tanto en el ámbito de la novela como especialmente en el terreno dramático, ámbito que irá ganando paulatinamente peso en la etapa final de su vida –el propio ABC en su crítica al estreno en 1921 de No es lo mismo, recomendará la obra encarecidamente–, pero que no le apartarán tampoco de su principal actividad. De este modo, todavía en 1920 entrará a formar parte de la redacción de El Heraldo de Madrid y un año después fundará la Revista Política, Parlamentaria y Financiera, donde consigue aglutinar a firmas de renombre como la de Miguel de Unamuno.
Olmet y la «vampira» de Barcelona
Sin embargo, como hemos apuntado, más allá del papel que desempeñó como agitador en unos tiempos, dicho sea de paso, en los que eso que entendemos por “objetividad” no era precisamente el valor más ponderado en el seno de las redacciones, este Kane a la española tuvo que gastar muchas suelas, aporrear muchas puertas, calentar muchos portales, sobornar a muchas criadas, cocheros y ordenanzas para llegar a convertirse en aquel reportero que encandiló en sus mejores momentos a miles de lectores, incluidos los que pudieron disfrutar de sus crónicas a través del diario ABC. De su etapa en el rotativo madrileño, que lamentablemente no superó los dos años, provienen algunos de sus más memorables escritos periodísticos, aquellos en los que se dibujan los contornos del contador de historias, del testigo privilegiado de un tiempo o un suceso, del que pregunta en tu nombre, en definitiva, del periodista de raza. En el mismo artículo al que aludíamos con anterioridad, decía Juan Bonilla que «su periodismo era modernísimo». Olmet, «interesado –y sin duda, a menudo, demagógico– utilizaba una voz personal que no temía poner al descubierto los propios intereses de quien escribía». No podemos estar más de acuerdo y la reciente publicación de La vampira de la calle de Poniente. Crónica de un suceso, a cargo de Ginger Ape Books no restará convicción a esta impresión. Eso sí, con el importante matiz de que en este caso esos «intereses» no eran espurios: a menos que consideremos como tales a la propia voracidad del público.
Cuando Luis Antón del Olmet llega a Barcelona enviado por el ABC para cubrir los ominosos asesinatos de niños presuntamente cometidos por Enriqueta Martí, hace dos semanas que el escándalo ha estallado. Olmet se va a encontrar con una ciudad en estado de shock que desde hace días asiste conmocionada al aluvión de informaciones periodísticas –la presente edición se encarga con buen tino de recoger por orden cronológico una selección de las que se van publicando desde que el cuerpo de la primera niña desaparecida aparece y la supuesta autora del crimen es arrestada– que pretenden revelar (aunque con frecuencia sólo consiguen lo contrario: intoxicar y enardecer a la población) los datos fundamentales sobre la marcha de las investigaciones y dar cuenta de los nuevos hallazgos. Los detalles que se van conociendo no pueden resultar más escabrosos. Nos hablan de secuestros y tráfico de menores, de infanticidios, de nigromancia y vampirismo alrededor de una figura que había conseguido atraer sobre sí la atención de todo el país a causa de los nefandos crímenes que se le achacan. Todo lo que rodea a Enriqueta resulta ominoso y aberrante, y la errática acción de la justicia y de la policía, a lo que habrá que sumar el circulante rumor que apunta a la complicación de miembros de la alta sociedad catalana en el caso, convierten la materia en algo digno del más escabroso folletín. No había que resultar demasiado perspicaz para adivinar que si podía haber un periodista en España que pudiera sentirse como pez en el agua en aquel revuelto acuario, ese no podía ser otro que nuestro protagonista.
Desde que en la página 59 del volumen comenzamos a leer la primera de sus crónicas o reportajes, la distinción raramente es nítida y ya iremos viendo como la hibridación de géneros es una constante, nos invade la impresión de que Olmet no ha viajado a Barcelona a la búsqueda del simple y frío dato. No es que no aspire a informar de un modo veraz, incluso a esclarecer los hechos, pues parece dispuesto a entregar un brazo a cambio de obtener alguna primicia, sino que asume con total naturalidad que sus pesquisas, sus aventuras en pos de una entrevista o de un retrato, que su propia experiencia, en definitiva, forman parte constitutiva de la noticia.
«Ríe Barcelona…
La gran ciudad mediterránea me acoge como una madre benévola a su hijo pródigo, entre abrazos y carcajadas. El sol, un sol joven y magnánimo, desentumece mis pobres huesos tundidos. Las calles, anchurosas, alegres, se tienden como largos brazos robustos llenos de generosidad. El cielo es azul.
Rio contagiado por el júbilo ambiente. ¡Quién pensaría que yo, al cruzar las Ramblas tan apuestamente dentro de un carricoche saltarín, vengo con un designio macabro! ¡Con el de seguir el sangriento rastro de un crimen!»
El punto de vista adoptado se atiene a las mil maravillas con su personal estilo fragante, sentimental y paródico –que tantas concomitancias presenta con el que apreciamos en sus ficciones–, hasta el punto de que, favorecido por el propio tema que tiene entre manos, sentimos la vívida impresión de que más que leer una serie de crónicas periodísticas, estamos colocados frente a una novela –precisamente hace unos años Marc Pastor noveló estos hechos en La mala dona–, frente a un verdadero thriller en el que el orden cronológico no es más que un artificio y en el cual el narrador testigo puede en cualquier momento, a través de un inesperado giro, entrar a formar parte constitutiva de la trama. Ya sea interrogando a algunos de los principales implicados en la causa, a los vecinos, a las autoridades, ya sea tomándole el pulso a la calle, a esos ciudadanos que amenazan con amotinarse si no se aclara de una vez por todas a quién pertenecen esos huesecillos que cada día la policía va encontrando y, fundamentalmente, qué alma depravada ha enviado a esos infelices al limbo, Olmet, al tiempo que nos va legando un verdadero documento que nos permite hacernos una idea más cabal de las dinámicas de una sociedad en la que la industrialización deja entrever a cada paso las grietas por las que se filtran el asimétrico progreso y la superstición popular, va aderezando sus crónicas con toda una serie de impresiones que nacen de su propia subjetividad. Sus retratos están así llenos de movimiento, de detalles que casi para cualquier otro habrían pasado desapercibidos, de recursos que toma prestados de la literatura (todo es «arte de la palabra», parece pensar al fin y al cabo), y con los que consigue dotar de una vida especial a esa burbujeante realidad que trata de apresar. Valga como ejemplo esta breve presentación de uno de los sospechosos, el marido de Enriqueta:
«Juan Pujaló merece una crónica, un libro, una biblioteca. Es un hombre formidable. Chiquito, estrafalario, melenudo, con unos mostachos rubios y caídos, unos ojos de cinc, fríos y quietos, la corbata deshecha, la camisa rota, todo el aire de un demente. Al acercarse, me alarga su mano por la reja y me dice:
—Soy inocente. Consigne usted que soy inocente.»
Precisamente en Pujaló encontrará Olmet una mina. El descubrimiento del personaje le da la oportunidad al periodista de fecundar ese terreno, en el que la opinión sumerge a la información, por el que se mueve a sus anchas, y que le lleva a relegar cualquier prurito de objetividad para tomar decididamente partido. Lo hace con tono zumbón, como cuando después de confesarle el reo que sus hermanos vegetarianos lo han abandonado a su suerte escribe descacharrante:
«Todo esto me va emocionando mucho. Yo encuentro, en realidad, un poco absurda esta desdeñosa actitud de los vegetarianos. Pujaló es fiel a la causa hasta el extremo augusto del martirio. Si muriese por no tener avena, cosa que afortunadamente no lleva trazas de ocurrir, sería cosa de pensar un homenaje.»
Con humor grueso:
«En cuestiones de amor, Juan Pujaló no se muestra demasiado vegetariano. Rosa Andreu es gorda, carnal. Ya dije que Juan Pujaló, como todos los grandes artistas, es un poco versátil».
Pero también haciendo gala de una solidaridad, está bien, no exenta de sorna:
«Salgo con una vaga melancolía. Si mañana resultase culpable, monstruosamente culpable Juan Pujaló, yo frunciría un tanto el ceño y escribiría unas líneas amargas… Juan Pujaló es amigo mío.»
También de sus denuedos se ocupa de dar debida cuenta, no vaya a ser que desde Madrid (nos da por pensar) se vayan a creer que el enviado especial está en Barcelona haciendo turismo. Así le leemos:
«No es para llegar a viejo esta vida. Esa secuestradora me ha secuestrado mi libertad. Todo el día en coche, a escape, subiendo, bajando. No veo más que huesos, sangre y manteca por todos lados.»
O en otro momento:
«Salgo consternado. La verdad es que para esto no vale la pena luchar todo el día, meterse en callejones horribles, hablar con todo el mundo, inquietar a los excelentes periodistas locales, celosos de suyo, y enriquecer a los cocheros.»
Lo de los «excelentes periodistas locales», aunque ya se encuentra en avanzado estado de gestación el futuro látigo de la prensa nacional en el que se convertirá, parece un elogio sincero. Así, en otro momento, a sus compañeros de la prensa barcelonesa los define como «modelo de periodistas, duchos, sagaces, expertos, mucho más periodistas que otros llenos de humo y de vanidad». Es a estos últimos, hay que pensar que aquellos que representan su competencia directa, contra los que despotrica sin piedad, hasta el punto de compadecerse en cierto momento de aquellas personas que caen presas «de la fantasía popular y de los arrebatos periodísticos, esos arrebatos periodísticos, sarampión de adolescentes, sarpullido literario que padecen algunos lampiños de la pluma y que a tantos extravíos conducen.» Sin comentarios.
Ni que decir tiene que a estas alturas, Olmet ya ha resuelto el caso. De hecho, da la sensación, por su precoz clarividencia, de tenerlo nítido desde que se subió al tren en Madrid. El caso de Enriqueta, la secuestradora, nos dice, «está claro, escueto». Ella es «la única delincuente del sumario. Es una delincuente morbosa y extraña (…) Enriqueta es la única y monstruosa culpable de varios crímenes macabros». Y tal es su convicción de que este misterioso suceso está agotado, lector –«Un leve rubor colorea mis mejillas al confesártelo», dice el impenitente ironista–, de que «Juan Pujaló y yo no mentimos», que no duda en compartir su descubrimiento con el comisario responsable de la investigación. Es más, no contento con señalar al culpable, le regalará una disertación que, por supuesto, comparte con todos sus lectores, acerca de las motivaciones de la criminal:
«Mientras esa gente huya del taller, de la escuela y del asilo, mientras viva en la traza que vimos ahora, el crimen no será una leyenda dentro de nuestras sociedades. Enriqueta Martí es producto del ambiente. Su crimen es el crimen de muchos. Es la propaganda disolvente, es el odio al amor universal, es la falta de religión, es todo eso que ha palpitado inicuo ante nuestros ojos.»
No es la única interpretación, por supuesto, que en su incipiente faceta de criminólogo de inspiración zolesca arriesga el periodista. En otro momento señala que la combinación de su «afán materno» con el hecho de ser una «bruja convencida», hacía que Enriqueta viese a las niñas como «seres superiores, inalcanzables». Si «un beso de aquellas boquitas inocentes daba el amor», continúa dialécticamente Olmet: «¿Por qué no habían de dar la salud sus grasas?»
Todo esto, en fin, será muy poco ortodoxo, pero no me digan que no resulta impagable. El hecho es que a medida que la investigación se estanca y que la atención del público amaga con decaer, el periodista se muestra cada vez más impaciente, como si esperara la llamada del superior que lo enviara a otro lugar a la búsqueda de experiencias más estimulantes. Al fin y al cabo, como él confiesa en uno de sus característicos alardes de humildad, bajo los que en todo caso se adivina el insaciable instinto del corresponsal: «Mi oficio no es llenar planas absurdas con informaciones hechas viejas por el telégrafo.» Además, insiste, «es inútil seguir trabajando quince horas diarias.» No está pensando en sí mismo, obviamente, aunque consigne cada minuto de espera, cada pista falsa rastreada, cada madrugón (en cierto momento llega a expeler: «Devora, lector, lo que le ha costado a tu pobre cronista por lo menos una onza de sangre»), sino en esa pobre opinión pública barcelonesa que habrá de exclamar un día, indolente, al leer los periódicos: «”¡Vaya, un huesecito más!”
Y de este modo, diez días después de haber llegado a Barcelona y concluida su misión –aunque los crímenes de Enriqueta, que morirá en la cárcel un año después convertida ya en una leyenda de la crónica negra española, nunca serían totalmente esclarecidos–, Luis Antón del Olmet, abandonará la ciudad, según informaba La Vanguardia al día siguiente, siendo despedido en los andenes de la estación por «todos los compañeros en esta información sensacional, infelices y anónimas víctimas de ese aborto del infierno que se llama Enriqueta Martí». Las últimas líneas de su última crónica son también marca de la casa, aunque denotan un cansancio por un trabajo que realmente debió de ser extenuante y, pese a la coraza que casi todo el tiempo portaba y que tan útil habría de resultarle en lo sucesivo, por momentos bastante desagradable. Así finaliza en extasiado arrobamiento:
«Los gorriones infantiles, traviesos, que pueblan a cientos, a miles las Ramblas, y que cantan por la tarde una gran sinfonía, ¡son tan bonitos, lector…!
El libro todavía se extiende a lo largo de cuarenta páginas más, lo que nos permite rastrear, bien que a cuentagotas, las nuevas revelaciones que van saliendo la luz, consignando los últimos días de Enriqueta y mostrándonos el sintomático abandono por parte de la prensa de su presa una vez que sus ubres no dan más de sí. También la atención de lector actual va languideciendo lentamente una vez que Olmet ha hecho mutis por el foro, descubriendo de golpe que todo lo que a partir de ese momento suceda estará forjado en la fragua de la insignificancia. En última instancia lo que el “caso Olmet” nos revela en estas páginas es que cualquier nimiedad en manos de un periodista de talento terminará arrebatando más al lector que cualquier noticia de alcance mundial contada de una forma gris o desmañada.
No digo que todo esto sea deseable. Tampoco que Olmet fuese un pionero a la hora de dinamitar esos principios que hoy constituyen el santo y seña de cualquier libro de estilo (por mucho que se transgredan de continuo). La sola lectura de una obra como el Manual del perfecto periodista de Carlos Ángel Osorio y Gallardo, publicada en 1891, esto es, en plena eclosión del periodismo de masas –será justamente en esa década que por primera vez la RAE permita la entrada de periodistas en su templo–, bastaría para tirar del caballo a todos aquellos que se lamentan en nuestros días por el deplorable estado de la prensa: ese pelele (como Gálvez colgando de una ventana, ¿recuerdan?) que es zarandeado por fuerzas que no es capaz de domeñar. Aunque la obra está escrita en tono de sátira, Osorio ya establecía un diagnóstico implacable acerca del funcionamiento de las redacciones españolas de su tiempo, cuyos profesionales practicaban con desenvoltura una divisa bastante elemental: para atraer al lector, todo vale. Luis Antón del Olmet, que nunca puso en duda que el periodismo fuera esa «literatura de la actualidad» de la que ya empezaban a hablar los preceptistas, que entendió su oficio, como lo definió Eugenio Sellés, como «palabra en pie de guerra y en combate diario», fue ejemplar a la hora de llevar a cabo este propósito utilizando todos los medios a su alcance y es precisamente en virtud de sus heterodoxos excesos que su legado sigue resultando reivindicable. Olmet tenía «metido el castellano en la médula de los huesos» –que era la principal condición que exigía Isidoro Fernández Flórez a quienes deseaban dedicarse a este menester–, y fue de este modo, pertrechado de un admirable dominio del idioma, de una imaginación poderosa y de una innata capacidad para atrapar la atención de la audiencia, como conseguiría arrebatarle a Los Invisibles un triunfo que, tal vez, de haberse conducido de un modo diferente, habría resultado inapelable.
FICHAS DE LOS LIBROS:
Historias de asesinos, tahúres, daifas, borrachos, neuróticas y poetas.
Luis Antón del Olmet.
Edición y estudio introductorio: Rubén López Conde.
Ginger Ape Books.
Rústica fresada sin solapas. 13 x 19’5 cm.
242 páginas;
ISBN: 978-84-940146-4-2
PVP: 12’5€.
La vampira de la calle de Poniente. Crónica de un suceso.
Luis Antón del Olmet y otros.
Ginger Ape Books.
Rústica fresada sin solapas. 17×22 cm.
244 páginas.
ISBN: 978-84-941858-6-1
PVP: 20 €.