“Si uno se sitúa, con una pluma en la mano, delante de la realidad, la primera dificultad consiste en hacerse entender”
Josep Pla, El cuaderno gris
Vivimos en un tiempo aparatosamente congelado. Tratamos de hacernos a la idea y recurrimos a todo tipo de estratagemas. Es un juego en el que los inteligentes, los escépticos, los pretenciosos, los descreídos, los humoristas, los cafres, los piadosos, los humildes, los soberbios, los temerarios, los sumisos, los sabios, los oscuros, los luminosos, los siervos, los dueños, los prestamistas, los desvergonzados, los obedientes, los pacientes, los coléricos, los insumisos, los estrategas, los economistas, los suicidas, los mentirosos, los amorosos, los ambiguos, los impenetrables, los fríos, los ardientes, los tranquilos, los ansiosos, cada uno de nosotros trata de hacer lo que los otros esperan, o simplemente espera su momento de descubrir sus cartas. Hay una insólita igualación que nos pone a todos en un gran escenario cubierto por un milímetro de agua en el que no hay sombras. El mal se ha mostrado lo bastante insidioso como para persuadir a prácticamente todos los que tienen algún poder a dictar normas bastante parecidas. Es un miedo unánime, y una catástrofe simultánea que no castiga ni castigará igual y que dejará heridas de muy distinta gravedad y curación.
Pero esta noche yo quería traer aquí a alguien que también llevaba un tiempo con un dedo sobre los labios, ajeno a nuestra deriva.
Como muchos, podría evocar cuando en Santiago de Compostela, al final de la adolescencia, nos pasábamos hielos de boca en boca sin asegurarnos antes de quién estaba a nuestro lado, y parecía que podíamos desentrañar algunas de nuestras emociones e inquietudes porque estábamos decididos a ser nosotros mismos costase lo que costase y a pesar del mundo (incluidos sobre todo nuestros padres), vagamente artistas y más vagamente políticos (aunque vociferábamos contra el poder, y hasta el terrorismo etarra nos parecía legítimo porque no nos poníamos nunca en el lugar del otro, y mucho menos de las víctimas), escuchando a Luis Eduardo Aute, que tenía las claves de nuestro pequeño mundo también indescifrable.
Los que encuentran siempre la lógica en lo arbitrario, el sentido en la oscuridad, podrían decir que Aute podría ser una banda sonora accidental de este estado de excepción casi universal. De este decreto que hemos aceptado sumisamente por nuestro propio bien y el de los otros. El egoísmo de la salvación (gen por antonomasia) bien distribuido y ante el que, supuestamente, no caben discrepancias sin caer en el descrédito o la amoralidad.
Y sin embargo me da por pensar que Aute en sus momentos más lúcidos y creativos podría poner más de un pero a estas directrices que reparten sospechas de forma indiscriminada, convierten el contacto en algo más terrible que el pecado y establecen unas leyes de nueva planta e ineludible cumplimiento que nos quitan, para empezar, el derecho a cuestionarlas.
Luis Eduardo Aute ha resistido mucho mejor que otros (pienso sin pensarlo mucho en, por ejemplo, Silvio Rodríguez) el paso del tiempo y las devastaciones de la estética y de la ética (de la política y sus sanguinarios rectores). Por eso me sigo enredando y me seguiré enredando en su elegía a la belleza y a otros fantasmas que seguimos buscando de manera denodada ahora que estamos perdiendo tanto.
(La foto de Luis Eduardo Aute es de Miguel Giner y fue publicada en El País el pasado domingo. Gracias).