El lunes por la mañana, Alison y Ryan se despertaron pasadas las siete. Era una mañana de septiembre magnífica. Aunque había nubes cargadas de lluvia, una luz brillante y alegre se filtraba a través del ventanal.
Alison y Ryan vivían desde mayo en un apartamento en la zona de Park Slope, en Brooklyn. Aunque eran unos melómanos, desde que habían tenido su primer hijo y empezado como profesores en la universidad no prestaban atención a las novedades musicales. Alegaban carecer de tiempo y cuando disponían de una tarde libre –a veces los padres de ella, que se acababan de jubilar, se hacían cargo de los niños– preferían ir dando un paseo a los cines de la Brooklyn Academy of Music para disfrutar del último gran estreno del cine europeo. Hacía unas semanas habían visto una película sueca en la que las vacaciones de una pareja joven y aburguesada en los Alpes dan un vuelco tras un amago de avalancha. Alison y Ryan discutieron a raíz de la película esa noche pero, como casi siempre, acabaron haciendo el amor hasta bien entrada la madrugada.
El Food Coop de Park Slope es la mayor cooperativa alimentaria activa y la más antigua de Estados Unidos. La prima de Alison ya era socia cuando ellos se mudaron y siempre, después de insistir en que debían dejar Queens para instalarse en Brooklyn, les trataba de seducir con las virtudes de la cooperativa. Es decir, con los productos orgánicos respetuosos con el medio ambiente y los gentrificadores bellos y bienintencionados que allí se daban cita. A las pocas semanas de instalarse en su nuevo apartamento Alison y Ryan se hicieron socios de la cooperativa. Trabajaban allí dos horas y cuarenta y cinco minutos cada cuatro semanas.
En su primer turno a Ryan le tocó ejercer de cajero. Sólo había trabajado en una ocasión fuera del ámbito universitario y había sido en la tienda de discos de su vecino el verano antes de empezar la universidad. Se le hizo raro aquello de estar de nuevo tras el mostrador. Pero no tardó en darse cuenta de que aquellos tres mundos, las tiendas de discos, la universidad y la cooperativa alimentaria, tenían una audiencia similar y que la sonrisa se fingía mejor con los años.
En sus dos primeros turnos a Ryan le sustituyó Kevin, que también había comprado discos de adolescente, asistido a la universidad y ahora, como Alison y Ryan, era socio de la cooperativa. Kevin era uno de los músicos con más potencial de la ciudad, había formado parte de bandas como Woods o The Babies y ahora emprendía una carrera en solitario. A raíz de la entrada de Kevin en la cooperativa se había creado una lista de reproducción en Spotify abierta a la colaboración de todos los socios. Cada semana uno de los socios debía añadir una canción a la lista. También había una pizarra oscura, junto a las zanahorias en bolsitas para ciclistas urbanos, donde podías compartir tu canción escribiendo el título con tiza. Ryan se lo contó a Alison nada más llegar a casa. No entendía que un músico como Kevin no encontrase problema alguno en utilizar Spotify. Discutieron entonces sobre quién de los dos era culpable de que las canciones hubieran tomado de madrugada un tren, hace ya demasiado tiempo, y ella le recriminó a Ryan el fundamentalismo que destilaba su discurso. Después, antes de acostarse, ella tomó la iniciativa cuando él dormitaba en el sofá.
Antes de entrar a formar parte de la cooperativa, Ryan compraba en el Trader Joe’s de Cobble Hill. Cuando el tiempo de espera en la cola del supermercado se alargaba, compraba uno de esos álbumes de oferta que aguardan antes de llegar a la cinta transportadora. Un día podía salir con el último de Neil Young bajo el brazo y otro con uno de Band of Horses. Al final estos solían acabar acumulando polvo en la guantera del coche, donde convivían a regañadientes con las sofisticadas mix-tapes que había intercambiado con Alison en su época de doctorandos. Ella se había doctorado por Columbia y él por la State University de New Paltz. El último año antes de leer su tesis habían vivido en el apartamento de la tía de Alison en el Upper West Side. Esas canciones, que tantas noches de invierno habían sonado en aquel apartamento ya no significaban demasiado.
La pasada Navidad Alison le regaló a Ryan una suscripción a Spotify. Lo habían hablado muchas veces. Echaban de menos los días en los que intercambiaban sus listas escritas a mano sobre las diez mejores canciones del año. O las diez mejores para cocinar y que la comida se enfriase mientras hacían el amor. Solían coincidir en unas siete de diez. También los tiempos en los que destinaban un tercio de su ajustado sueldo como profesores ayudantes a conciertos en el Music Hall de Williamsburg o, en contadas ocasiones, en el Carnegie Hall. Como era de esperar Ryan no mostró ningún entusiasmo ante el regalo de Alison. Y es que él era uno de esos románticos del formato físico para los que cualquier excusa era buena para despotricar contra unas plataformas de música streaming que “banalizan” y “despersonalizan” un acto tan poco terrenal como el de escuchar música. Ella tenía una aproximación bastante más optimista: veía Spotify como una oportunidad para actualizarse musicalmente. Disfrutaba especialmente de las listas que la propia plataforma recomienda.
Justo antes de mudarse a este apartamento Ryan había conseguido, después de mucho insistir, heredar el equipo de música de su padre. Pensaba que así desempolvaría toda su colección y volvería a descubrir bandas. Además, una vez llegaran a Brooklyn todo el mundo en las cafeterías le recomendaría bandas alucinantes, esas que en tres años encabezarían el cartel de Lollapalooza pero que hasta ahora se conformaban con el South by Southwest. Pero no fue así. Los vinilos, discos y cassettes seguían esperando en cajas de cartón por simple dejación y la única persona de su entorno que seguía de cerca el panorama musical actual era Kevin. Ryan no podía bajarse los pantalones ahora, después de tantos años despotricando del fenómeno de la música en streaming. Por mucho que algunas veces Kevin le anotara algunas bandas, Ryan nunca encontraba el momento para acercarse a una tienda de discos.
Aquella mañana de septiembre Alison entró primero en la ducha. Ryan, que dormía siempre en el margen izquierdo de la cama se inclinó hacia el derecho para hacer posar su Iphone sobre el altavoz. Abrió la aplicación de Spotify y fue directo al descubrimiento semanal. La lista no había sido, como cada lunes, actualizada automáticamente. No sin cierta incredulidad volvió a repetir el mismo proceso sin éxito. Dónde estaban las treinta canciones que Spotify le recomendaba cada lunes, las que le habían reencontrado con su yo más pasional y auténtico.
Alison y Ryan lo hicieron como nunca aquella mañana y despertaron a todo el vecindario. No hicieron falta las canciones. Fue uno de los mejores lunes de su vida.