Lupercalias

¿Quién no piensa en un lobo, seamos rigurosos, en una loba, cuando recuerda Roma? ¿Quién no tienen en algún lugar de su imaginación (la imaginación tiene lugares, del mismo modo que la memoria tiene palacios) la estatua ―bastante posterior, todo hay que decirlo―, de una loba dando de mamar al fundador de Roma, Rómulo, y a su susceptible hermano, Remo?

Este asiento de nuestra bitácora melancólica le dedica atención, una vez más, y lo que te rondaré morena, al lobo, que vuelve de nuevo. Quien vio al lobo, aunque no fueran sus orejas, los viernes en El hombre y la tierra, ya nunca lo va a olvidar. Los romanos conmemoraban aquel mito fundacional, la loba capitolina que se hizo nodriza, en unas fiestas conocidas como Lupercalia, “las fiestas de la loba”, que tenían lugar el 15 de febrero. Aquel festival de origen pastoril fue tan importante para los romanos que ni siquiera los Papas se atrevieron a borrarlas del calendario festivo de la Ciudad Eterna. Eso sí, muy cucos ellos, la adelantaron un día y se lo dedicaron a un santo que tuvo un éxito arrollador, pues todo el mundo sabe que el 14 de abril es San Valentín, el patrón de los enamorados.

Si en España existe una tierra de lobos por excelencia, esa es Zamora y sus páramos (que me perdonen burgaleses, leoneses, gallegos, portugueses de Tras-Os-Montes e incluso los paisanos de las montañas de mi tierra…). ¿Será que allí aún tiene sentido la frase talismán: “que viene el lobo”? En las remotas tierras de Sanabria, las de la laguna homónima, la tierra de Alvargonzález zamorana, la unamuniana tierra de Juan Manuel Bueno existe un pueblo llamado Lubián, sobre cuya etimología es ocioso que me detenga. Allí aún existe el llamado ―en sanabrés― cortelho dos lobos.

Para los frikis de estas cosas, entre cuyas filas no tengo empacho en incluirme, añadiré que el sanabrés, dialecto o habla, que al igual que las hablas montañesas de la mitad occidental de mi tierra, forma parte del conglomerado astur-leonés, ya que no es galaico-portugués, que también se habla en algunas zonas recónditas de Zamora y en tres poblaciones de Cáceres, en la Sierra de Gata, a fala.

En una ocasión mi informante zamorano, llevado, creo, por su celo patriótico zamorano (que no lo dude nadie, a pesar de los ímprobos intentos de Agustín García Calvo en la metrópoli zamorana con la fundación de la “Comuna antinacionalista zamorana”, existe un vigoroso movimiento abertzale zamorano), me insistió en que la provincia de Zamora “es la región de Europa con más concentración de lobos por kilómetro cuadrado”. Por supuesto le he exigido pueblos concluyentes. Para usar la expresión que forma parte de nuestro acervo paremiológico hispano suelo decirle: “menos lobos”, aunque siempre me deja pensativo. Aunque ya no queden alimañeros, tengo para mí que es un oficio en vías de recuperación, dada la proliferación al norte del Duero de esta especie que tan viva sigue en nuestra memoria ancestral y en nuestro imaginario (recomiendo la lectura de un libro de Jesús Díaz Viana, antropólogo, sobre la creación de imaginarios urbanos postmodernos, El regreso de los lobos).

Lo que es innegable es que lejos de disminuir, las poblaciones de lobos han aumentado por un cúmulo de razones: por su protección legal al norte del Río Duero de nuestros amores, por el abandono de las áreas rurales, por el descenso de las cabañas ovinas, cuyos custodios, los pastores del macizo patrio, eran los archienemigos de los lobos, que a su vez eran sus archienemigos, dado que las ovejas eran la parte del león de su dieta, como aprendimos de niños viendo las historias de Félix.

Qué desencuentro. Qué tragedia hispánica. Los descendientes de los lobos que se apartaron en los páramos europeos de sus manadas para establecer una alianza con los humanos, dando lugar a la especie doméstica por excelencia, el canis familiaris, el perro. Quien haya escuchado esta historia con la voz y la prosodia de Félix Rodríguez de la Fuente en la Radio o en la Televisión nunca, nunca podrá olvidarla.

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