Home Mientras tanto L’utilità dell’inutile

L’utilità dell’inutile

 

Me ocurre de manera recurrente. Es mi segunda piel: siempre, o casi siempre, llego tarde al banquete. Ese rasgo personal tan mío, igualmente me ha salvado de hacer el ridículo cuando de la república de las letras se trata. No es este, en absoluto, el caso.

 

Me explico.

 

Acabo de leer (no hagan caso de la portada abajo reproducida) la decimosexta edición de La utilidad de lo inútil. Manifiesto, del profesor italiano Nuccio Ordine. En otras palabras, tuvieron que pasar cuatro años y 15 reimpresiones del librito en cuestión, para descubrir —tarde pero seguro, como querían mis tías de Celaya cuando me conminaban a no beber demasiado habiendo volante de por medio— a un ensayista excepcional y a un incansable e inteligentísimo activista en pro de los derechos humanos de los pobres estudiantes de los niveles medio y medio superior. Qué digo, la prosa de Nuccio Ordine también va dirigida a todos nosotros, eternos estudiantes de la vida, y su defensa de la lectura, de los libros y de los clásicos, de la brillante prosa con que hace eco de otros autores a los que se dedica, a través de su propia escritura, a convocarnos a la lectura, a dejar de ser idiotas.

 

 

 

 

 

Me refiero por ejemplo al titán de las brevérrimas recensiones reunidas en sus Textos cautivos, Jorge Luis Borges, al Italo Calvino de Por qué leer a los clásicos, al gigante y nostálgico Claudio Magris, al gran maestro del silencio y de la música Ramón Andrés, al brillantísimo y universal Roger Scruton, al siempre elocuente Roberto Calasso, al fiero Roberto Bolaño de Entre paréntesis, al sobreviviente del comunismo y del estructuralismo Tzvetan Todorov, al simpático erudito Pietro Citati, al experto en crear devotos lectores Alberto Manguel, al implacable e infalible Sergio González Rodríguez, al perseverante Juan Villoro, quien ha dedicado sus mejores páginas a la obra de otros, Gógol, López Velarde, Onetti, Karl Kraus, Defoe, Bernhard y un larguísimo etcétera, con el único fin de que nos acerquemos a todos ellos…

 

En realidad, no hay escritor serio que en su escritura deje de convocar y animar a otras voces, a la lectura de los libros que le permiten hacer precisamente eso, escribir. No me extraña, por lo tanto, que según su propio autor, La utilidad de lo inútil, deba mucho a las que supongo fueron suculentas conversaciones con otro titán de la cultura, George Steiner.

 

 

 

 

 

Sin la friolera del invierno no hay navidades. Nadie, ni siquiera Robinson Crusoe, vive en una isla: sin libros ni lectura tampoco hay escritura.

 

Llego, repito, tarde al banquete, pero llego. Y me encanta que, a diferencia del farragoso canon que hace ya más de una década —joder, se me olvidaba que la literatura también insiste en que aprendamos a vivir con el implacable paso del tiempo— puso sobre la mesa el también profesor Harold Bloom, Nuccio Ordine se (auto)limite a un sencillo pero potentísimo manifiesto. Augusto Monterroso las traía consigo cuando, en uno de esos libritos cósmicos que escribía, nos recordaba que lo bueno, si breve, dos veces bueno y que yo, en cierto alarde insular en el que incurrí hace unos años, travestí en lo breve, si bueno, dos veces breve.

 

Cuando me preguntan dónde vivo, acostumbro responder “entre mi oficina y mi estudio” para evitar el encontronazo con una realidad que, en ocasiones, pega fuerte al rostro y a otras partes que no mencionaré aquí. Quienes leen mis despachos desde Comala, saben que en verdad habito en Motor City. He escrito aquí mismo acerca del asombro y el desasosiego que ello me produce.

 

También es cierto que sobrevivo a base de una dieta rica en lecturas y de compras en amazon que terminarán por dejarme en la calle, como los más de dos mil adultos, familias, niños, etcétera que en promedio viven a la intemperie en  Motor City.

 

He leído en una mezcla de interés y aprensión a quienes considero los grandes intérpretes de eso que podríamos llamar “nuestro tiempo”: Zygmunt Bauman, Ulrich Beck, Giorgio Agambem, Žižek, Safranski, Roberto Esposito, Osvaldo Tcherkaski, Robert Redeker, Wolfgang Sofsky, François Flahault, Thomas Piketty, Rob Riemen, Roberto Saviano, Sergio González Rodríguez…

 

He visitado más plantas de producción de autopartes que las que aguanta mi alma debilucha.

 

He tenido que soportar —dios mío— cada verano lo que en estos pagos llaman el Dream Cruise Parade, también conocido como el Siniestro Desfile de Máquinas del Fin del Mundo.

 

 

 

 

 

Por cuestiones de mi trabajo, he tenido que asistir a reuniones donde se habla y se cierran tratos de millones de dólares, donde el robot sustituye al hombre y se pulverizan empleos como si de conejillos de indias se tratara. Más de una vez he tenido que estrechar la mano de quien exprime la sangre del planeta.

 

Y solamente hasta ahora, que he llegado cuatro años tarde pero aquí estoy y aquí sigo, leo el dictamen puntual e incisivo de Nuccio Ordine acerca de, llamémosles así, los tiempos actuales:

 

A dos siglos de distancia, la imagen de una sociedad dicotómica rígidamente diferenciada en amos y siervos, en ricos explotadores y pobres degradados a la condición de animales, tal como la había descrito [Vincenzo] Padula, no corresponde ya, o apenas, al retrato del mundo en el vivimos. Persiste, sin embargo, en formas muy distintas y más sofisticadas, una supremacía del tener sobre el ser, una dictadura del beneficio y la posesión que domina cualquier ámbito del saber y todos nuestros comportamientos cotidianos. El aparentar cuenta más que el ser: lo que se muestra —un automóvil de lujo, un reloj de marca, un cargo prestigioso o una posición de poder— es mucho más valioso que la cultura o el grado de instrucción.

 

No faltará el cínico manos de mantequilla que levante la ceja y esboce una tonta sonrisita ante semejante diagnosis.

 

Para ese idiota que solamente cree en la suprema moral de las ventajas competitivas de los saberes técnicos gracias a los cuales se puede llegar a ser más útil, a tener cada vez más, en lugar de comprender, como quería el viejo bardo inglés, la materia de la que estamos hechos, en su manifiesto el profesor Nuccio Ordine resucita del olvido al mismísimo Monsieur Théophile Gautier, a quienes los inmamables hermanos Goncourt no bajaban, en múltiples entradas de sus Diarios, de “improvisador de la Corte”, de “suntuoso descriptor de tantos interiores opulentos”, un hombre que “se enfurece y adopta una patanería cruel con el favor y las bendiciones oficiales”, un “truculento tipo de cortesano”, “el poeta más mal educado que jamás haya existido”, y nos reconviene a poner cada cosa en su sitio, como es común entre la gente civilizada, digo yo:

 

En su furibunda reacción frente a la exaltación “de lo útil por lo útil”, el moralismo y la literatura prostituida al comercio, trasluce siempre una idea noble del arte auténtico como resistencia contra la trivialidad del presente. “El arte —había confesado en la frase final del prefacio de Albertus— es lo que mejor consuela de vivir” (p. V.)

 

Nuccio Ordine también se refiere a las bibliotecas, las que se han perdido para siempre, las amenazadas, las que a la fecha sobreviven de milagro, como de milagro ocurre cuando, argumenta el autor de este librito imprescindible, alguien, de preferencia un joven, se encuentra con un clásico entre las manos, asunto del cual habla aquí, experiencia que él mismo vivió.

 

Entre los autores a los que Ordine dedica su Manifiesto, no podía faltar desde luego Alexis de Tocqueville, tan actual al día de hoy como en los nueve meses que entre 1831 y 1832, pasó el buen y juicioso conde en territorio comanche:

 

En este lúcido y brillante informe sobre la vida social y política estadounidense, el joven magistrado francés identifica con gran previsión los riesgos que amenazan a las sociedades enteramente entregadas al negocio y el beneficio.

 

Como diría un amigo, no quiero hacerme el interesante de las entreguerras, pero soy un sobreviviente. En una sociedad marcada por la obscenidad del derroche, de las marcas, del delirio de su poder político y económico, del tener por encima del ser, reconozco que llegué tarde a mi cita con el pequeño y preclaro volumen de Nuccio Ordine. Otro amigo, Guillermo Fadanelli, diría, quizás en mi defensa, quizás no, que “siempre estamos en medio de un camino que nosotros no comenzamos.”

 

 

 

 

 

Y aquí sigo, a buen resguardo en mi Motor City de la mente: resisto.

 

E in quattro anni — sono veramente grato di poter dire grazie, professore Ordine.

Salir de la versión móvil