Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img
Mientras tantoLuz de azabache

Luz de azabache

Gazeta de la melancolía   el blog de Víctor Colden

 

En otoño y con la tinta de la melancolía, no sé yo qué se pueda escribir. Haría falta una historia adecuada, o una estampa con árboles de oro café. Pero no dura mucho mi cavilación ante el cuaderno, el codo en el bufete y la mano en la mejilla: qué mejor que el relato de cómo volví a Valladolid a finales de otro octubre.

Fue con Aguirre, quién si no. En el palacio de Villena, una exposición prometía trasladarnos a tiempos de creación y desengaño en la España del Siglo de Oro. Quince años atrás, yo había perseguido un misterio en Valladolid. Todos los melancólicos se sienten atraídos por los enigmas. (¿Especialmente por el enigma de su melancolía?).

Hoy voy a escribir con tinta color bilis. O no, porque ha llegado el otoño, y las hojas crema pálido de mi libreta reclaman que cargue la pluma con un cartucho de tinta marrón. Con ella hablaré del solipsismo del melancólico: un optimista a su manera, convencido de que al menos puede conocerse a sí mismo (su enigma favorito). También de la convicción de los melancólicos más extremos, para quienes la verdad es inalcanzable, todo teatro y trampantojo.

Después de la exposición, entramos en una librería de viejo y me compré un Azorín y dos Cunqueiros. (¿Hay antídoto mejor contra el abatimiento?). Fuimos a cenar. Aún no llovía. Nos preguntábamos si tendría razón Fray Juan de Sacramento: “La nación española es la más a propósito de las europeas para el retiro, soledad y clausura, por ser la parte del mundo por donde el sol, totalmente desengañado, se retira, fenece y sepulta”. Yo pensaba también en el azabache, que simboliza la melancolía, “resplandor de luz en el cerebro…”.

Esa luz de azabache ilumina a su manera la vieja capital. Bajo una leve pero terca llovizna, dos amigos van buscando no saben muy bien qué, tal vez sólo unas sombras doradas que se esfuman al doblar una esquina… Arrecia la lluvia en mitad de su quête, que por fin tiene meta: buscarán a aquella chica (¡pero han pasado treinta años!) en un bar que ha dejado de ser. No hay más que fantasmas. Y lágrimas en todas las cosas. En el Penicilino se refugian por fin Aguirre y Colden, a tomar un vino con zapatillas de Portillo.

Sábado a oscuras en Valladolid: vagamos por sus calles con esa clase de entusiasmo que sólo conocen los muy peritos en acedías. Hay cierta delectación en recorrer el laberinto rehuyendo alcanzar su centro. Aquella noche yo evité el viejo caserón del colegio de San José: quince años atrás, había descubierto en su galería de orlas la mirada familiar de otro adolescente melancólico.

Pero he vuelto a quedarme en suspenso ante el papel en blanco. Con la tinta de la melancolía, ahora que es otoño, ¿qué más escribiré? Tal vez hable otro día de la niebla fragante y el silencio de Valladolid la mañana del domingo, cuando, muy temprano y por carreteras secundarias, pusimos rumbo a Urueña.

Más del autor

-publicidad-spot_img