(Madrid. Propietario de una tienda de alimentación, murió a los 81 años el 25 de marzo). La esposa y dos hijos despiden al padre en un cementerio de un pequeño pueblo español, en la región de La Mancha. Flores y copla española son lo único hermoso de esta ceremonia triste, siempre, ahora además fría y desangelada. Los familiares de M.R.U. no se pueden abrazar, el suyo es un llanto sin consuelo. El fallecido era un hombre sociable, que cantaba fandangos para alegrar a los suyos, y tenía mucha familia y amigos por toda España, pero nadie más ha podido venir a despedirlo. Los entierros de la era del COVID-19 han arrasado con una tradición. Velar al cadáver, traerle grandes coronas y centros florales, acudir a dar el pésame a la familia, acompañarla en una misa y, finalmente, al entierro mismo, era un ritual imprescindible para iniciar el duelo, un negocio multimillonario también que se ha visto desbordado por los cientos de muertos diarios de esta epidemia en España. M.R.U. nació en Aldea del Rey, en la provincia de Ciudad Real, a 230 kilómetros de Madrid, hace 81 años y quería ser sepultado con sus padres, en la tierra familiar. Ha sido el único deseo cumplido. Su familia no ha podido escoger ni el féretro ni las flores y ha esperado 13 días para poder enterrarlo, cuatro más de los que tardó en enfermar y morir de “posible COVID-19”. Para la despedida, sus más cercanos le ponen la música que a él le gustaba, en la maravillosa voz flamenca de Miguel Poveda. Al menos 13.798 personas han fallecido por el nuevo coronavirus en España, el país con la segunda mayor letalidad del mundo. Miles más han fallecido al mismo tiempo por otras causas. Todos tendrán el mismo entierro. “Estamos desbordados. Lo lamentamos mucho, no tenemos fecha”, han sido las frases repetidas por la empresa con la que M.R.U tenía asegurado su funeral en cada llamada diaria de los familiares. Los entierros “suelen tardar una semana”, dijeron cuando habían pasado 10 días. Otras veces faltaba un trámite, distinto cada vez, y muchas otras las líneas estaban ocupadas. Trasladar un cuerpo entre distintas regiones autónomas españolas requiere, además de la licencia de enterramiento que emite un juez, un certificado sanitario. Un tercio de los entierros en España suponen traslados interprovinciales. La lápida de M.R.U. ha estado abierta 11 días mientras su cuerpo reposaba en las cámaras del mayor tanatorio de Madrid, en la localidad de Móstoles. Felipe, el enterrador local, ha sepultado a cuatro personas en los últimos días, dos de ellos un hombre y su esposa que han muerto por la COVID-19 y que, como M.R.U., vivían en Madrid y querían ser enterrados en su pueblo. “Esto es una tristeza”, dice, mientras relata que suele encontrar vigilancia policial para evitar que acudan más personas de las permitidas. Para agilizar los entierros, el Gobierno aprobó un decreto que eliminaba el plazo mínimo para inhumar o incinerar de 24 horas desde el fallecimiento, aunque la realidad lo ha dejado sin sentido. Según avanzaba la epidemia, nuevas normativas prohibieron velatorios y ceremonias fúnebres y redujeron a tres el número de familiares o allegados que pueden acudir a un entierro, manteniendo la distancia física que para evitar contagios de COVID-19. Si lo desean, se puede sumar un ministro de culto. Las normas no atribuyen a los cuerpos de víctimas del COVID-19 la categoría que tienen fallecidos por enfermedades contagiosas como el ébola o el cólera y la viruela, aunque establecieron medidas de seguridad sanitaria que obligan a colocar el cadáver en una bolsa estanca y un féretro ecológico al retirarlo. Los cientos de fallecidos diarios del COVID-19 se suman a los 1.172 registrados de media al día antes de la pandemia, según los últimos datos del Instituto Nacional de Estadística, de 2018. Aunque la incineración gana preferencias en España, todavía en 2018 el 59 % de los fallecidos fueron inhumados en alguno de los 17.682 cementerios repartidos por 8.126 localidades del país, refleja el último informe Radiografía del Sector Funerario elaborado por la patronal Panasef. España es, según la Panasef, el país europeo con mayor número de hornos crematorios, 442 en 2018, capaces de realizar 1.768 incineraciones en una jornada. La demanda entonces era de sólo 400 cremaciones diarias, pero el COVID-19 la está aumentado de golpe. Las funerarias no dan abasto para incinerar. En Madrid y otras localidades, soldados de la Unidad Militar de Emergencias se hacen ahora cargo de la retirada de los cadáveres de los hospitales, dejando en manos de las empresas funerarias el traslado de los que fallecen en sus domicilios o en residencias de ancianos, uno de los focos más terribles de la enfermedad. Además, las autoridades de Madrid –la región con más fallecidos, 5.371 hasta ahora– habilitaron una morgue provisional en la pista de patinaje del Palacio de Hielo y, cuando éste se vio también saturado en pocos días, dieron suministro eléctrico a una instalación forense abandonada capaz de alojar 230 cuerpos. Y, aún así, los tanatorios de Madrid se vieron saturados en unos días. En el de Móstoles, cinco camiones frigoríficos sirven de extensión de la instalación principal. Una segunda pista de hielo regional, en el municipio de Majadahonda, acogerá a partir de esta semana otros 440 cadáveres. Una fuente del sector funerario consultada por Efe admitía, a condición del anonimato, que estaban esperando una nueva decisión del Gobierno porque no pueden gestionar tanto sepelio. Fuentes sanitarias alertaron a Efe de que la acumulación de cadáveres puede generar, en sí misma, una nueva crisis sanitaria. “En el momento en que se saturen las cámaras de almacenamiento de cadáveres habrá que hacer fosas comunes. La solución va a ser muy difícil de aceptar socialmente, pero estos cadáveres son contagiosos. No tenemos ni idea de cuánto tiempo está contagiando un cadáver de COVID-19”, explica un médico. “Desde un punto de vista de salud publica es importante que sean enterrados bastante rápido”, dice un sanitario experto en epidemias. El secretario general de Panasef, Alfredo Gosálvez, descarta el escenario de una inhumación colectiva. Las medidas que se están adoptando para sepultar o incinerar a todos los fallecidos “deberían ser suficientes”, dice. “Esto es un desafío sin precedentes. Esto es un 11-M continuo”, resume Gosálvez, aludiendo a los atentados en los trenes de cercanías que sufrió Madrid el 11 de marzo de 2004. La patronal aduce que el sector funerario estaba preparado a nivel nacional, pero no podía estarlo para un repunte de defunciones tan alto, en tan poco tiempo y en una misma región, la de Madrid, que concentra el atasco de funerales. Antes de la pandemia, la región capitalina tenía una media de 80 decesos diarios, que desde finales de marzo se multiplicado por 4 o 5. A juicio de Gosálvez, otros dos factores han contribuido a la saturación: la falta de coordinación con las funerarias al habilitarse morgues provisionales y el atasco en los registros civiles, donde “no están dando abasto, aunque han ampliado horarios” para procesar los certificados de defunción. Las funerarias también han padecido retrasos a la hora de obtener el material de protección que requerían sus operarios. “El personal funerario está dejándose la piel, están trabajando turnos 18 horas al día, hay operarios que llevan 18 días sin descanso”, dice la fuente. En algunas empresas, “los propios directivos y consejeros delegados están haciendo conducción de fallecidos porque están desbordados”. Para afrontar la situación, las funerarias madrileñas están ofreciendo cremaciones en ciudades vecinas y han reforzado su personal trayendo de otras provincias y con cientos de contratos nuevos. Hay empresas que están intentando compensar por los servicios que las nuevas leyes les impiden cumplir y brindan a las familias apoyo psicológico, soluciones virtuales como mensajes de pésame, recordatorios online y entierros por streaming, o la posibilidad de celebrar las ceremonias de homenaje y despedida cuando acabe la emergencia. En Madrid, sin embargo, todo el servicio se concentra en dar salida a los cadáveres de morgues y tanatorios. Sin más ceremonia. “El esfuerzo físico y emocional que están haciendo los empleados de las funerarias, sobre todo en Madrid, bordea límites”, dice Gosálvez. “Estamos intentando responder lo mejor posible a todas las familias. Pero es cierto que se están dando casos que nos gustaría que no se dieran”. En España hay 1.300 empresas operadoras de decesos, con 11.510 empleados. El mercado ha evolucionado hacia la concentración y hoy sólo 17 de ellas facturan más de 30 millones de euros al año. En torno a la mitad de éstas operan a nivel nacional. Las funerarias españolas facturaron 1.530 millones de euros en 2018, el 0,13 % del PIB nacional, según Panasef. Dos tercios de los servicios funerarios están cubiertos por seguros de decesos, un producto de gran penetración en el mercado español: el 47 % de los españoles tiene contratado uno, según el informe “Estamos seguros” de la Unión de Aseguradoras (Unespa). Sumados ambos negocios, representaron el 0,34 % del PIB español en 2018. El seguro de “los muertos”, como comúnmente se le llama en España, cubre enterramiento y ayuda a las familias con las gestiones legales posteriores a la muerte de una persona –registros, herencias, pensiones, etcétera–. Representa el 13,3 % del gasto familiar en seguros. Dos aseguradoras, Santa Lucía y Ocaso, copan el 51 % de ese mercado. M.R.U. había contratado su entierro con la primera, la más grande del país (31,5 %), que ya ha expandido sus servicios funerarios a Colombia, Argentina y Portugal. Un estudio elaborado por la Organización de Consumidores y Usuarios (OCU) a fines de 2017 concluía que “los seguros de decesos no resultan rentables” para quien los contrata. “Este tipo de pólizas no son recomendables para los consumidores, pues el valor acumulado de las primas pagadas muchas veces supera el coste real del sepelio”, unos 3.500 euros de media, 3,5 salarios mínimos. La OCU aconsejaba cancelarlos salvo que la persona tuviera más de 70 años. En plena pandemia, el Gobierno decretó que “los precios de los servicios funerarios no podrán ser superiores a los precios vigentes con anterioridad al 14 de marzo de 2020”, tras detectar encarecimientos por la mayor demanda. Gosálvez defiende que los precios son públicos, a disposición de las autoridades. La mayor parte de la factura funeraria se va en la elección de un féretro, con un coste medio de 1.200 euros según la OCU, y la inhumación en un nicho alquilado, que podía llegar a los 1.800. Los servicios de tanatorio, que antes de la pandemia eran de 36 horas de promedio, costaban 500 euros cada 24 horas. “Las empresas funerarias no se van a forrar. Están pudiendo facturar menos servicios que ahora no pueden hacer por el Gobierno los ha prohibido”, recuerda la fuente de Panasef. Y promete: “cuando acabe el estado de alarma todas las familias tendrán derecho a su ceremonia de despedida”. Julia Rodríguez Arévalo. Gracias a la agencia EFE.