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Machazo Grey

 

Grey sería un mierda en Oriente Medio. Sí, ese tipo que reprime en la pantalla de los cines la cara de marica y al que te imaginas lanzándose Gran Vía abajo en una carroza desbocada envuelta en plumas mientras suenan los mayores hits de la música transexual de los últimos años.

 

“No tengo corazón…”, afirma el macho indómito ante un virginal y estilizado Don Johnson con peluca marrón que lo flipa cuando le pasan unos hielitos mojados sobre el pezón juguetón. Lo nunca visto. Hay más dosis de sorpresa y emoción en un ataque fallido de Hizbolá a las huertas de Israel que en la bragueta del Grey.

 

El prota, que posee una empresa acojonante, coches, un apartamento con vistas, aviones, drones varios, y sistemas de localización y escucha para encontrar a Don en los bares donde se alcoholiza no se pasea, sin embargo, por ahí con un convoy de 5 blindados, lanzagranadas y 50 guardaespaldas como cualquier politicucho libanés. Si nadie quiere matarlo ¿cómo vamos a respetarlo?, se pregunta acertadamente el público en la sala. Lo mismo puede decirse de su estúpido afán por acabar con el hambre en el mundo, que ya está la ONU para alimentar a los pobres, en vez de estar forrándose a costa de reconstruir trozos de ciudad y recalificar terrenos. Inepto.

 

“I don´t make love, I fuck hard…», dice el pollo haciendo que la sala pierda casi el control y se ponga a fornicar salvajemente. Ante semejante declaración de intenciones, yo y las musulmanas salidas que están en el cine, aguardamos a que Grey se arranque los pantalones y nos enseñe esa polla yanqui dominadora del mundo, aniquiladora del terrorismo islamista, faro de la civilización y las libertades, pero lo único que se contempla es ese pecho, de periquito puesto en limpio, lleno de verrugas.

 

No es pato pero si nada cerca de la laguna…, recuerda una amiga venezolana después de que por vigésima vez el Grey encadene a Don Johnson y le pase una pluma por la barriga para no tener que follárselo. ¿Qué te parece a ti un tío que sabe hacer una trenza?, insinúa con recelo mi sufrida compañera de butaca. No sé –respondo yo desconcertada ante mi propia incapacidad para recogerme el pelo y notando ya la presión de la testosterona, fuerte, asalvajada, retumbando entre las paredes de la vagina.

 

Christian sufre, sufre horrores, como si hubiera vivido en un tenderete de UNICEF en Siberia, por eso toca al puto Chopin cada vez que no le echa a Don un polvo en condiciones, que son muchas. Asegura que la suya fue una infancia difícil, coño, como la del millón de refugiados sirios que tenemos en Líbano y que no andan por ahí justificándose e hinchando los cojones a los viandantes cada vez que tienen una erección. No, al Grey le va el vicio y las guarrerías pero por un motivo. Su madre era puta, se metía crack, copiaba en los exámenes, defraudaba a Hacienda, robaba bolígrafos en las ferias, por eso él es un pervertido que lava su sucia conciencia usando preservativo. Sí, que el preservativo se vea bien no vaya a ser que alguno de los turistas asiduos a las niñas enjauladas en tanga en Tailandia ponga el grito el cielo. ¡Grey aprende!

 

Al final uno acaba por sentir cierta empatía hacia Anastasia Johnson, dejada a medias en todas las escenas, venga a sacar la pluma de mierda para arriba y para abajo, venga grilletes, venga fustas, venga a firmar contratos de sodomización con un tío que resulta más pesado que Merkel y Hollande juntos tocándole los huevos a Putin con Ucrania y la clamorosa ausencia de una penetración como los cánones de belleza europea mandan.

 

“No vuelvas a hacerme esto”, suplica un Don destrozado al final de la película tras seis cachetes mal dados que harían sonrojar a un oficial de la Gestapo. Y desearíamos que en ese momento ella presentara una denuncia por violación y maltrato machista y que el Grey le pegara un tiro en un soportal antes de suicidarse. Pero no. Habrá segunda parte.

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