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Madres e hijas

Yo voy al cine a que me cuenten una  historia. Me gustan las historias que plantean cuestiones a las que sólo me había asomado de reojo, entre temerosa e inexperta en caminos no sentidos, no pensados. Busco afectos especiales. Hilos de los que tirar. No basta con intuir que hay otra realidad, es necesario mirarla de frente de vez en cuando.  Por eso el audiovisual, con la ficción como gran protagonista, puede expandir el mundo o lo puede hacer muy pequeño.

 

Las relaciones materno-filiales,  a las que dedica su última película  Rodrigo García, aparecen en el cine de vez en cuando y rara vez como argumento central a desarrollar. Pocas veces se han tratado de forma compleja, intentado mostrar sus contradicciones, los sentimientos aprendidos o instintivos que provoca, cómo influye en la vida personal y social de las mujeres más allá de los lugares comunes, en definitiva, como hemos construido nuestra reproducción biológica desde nuestra condición de seres humanos libres.

 

Los hombres aprendieron pronto a salvar el mundo sin tener la reproducción como destino. Podían tener hijos, pero su objetivo era aportar algo al mundo u obtener algo de él (por suerte esto también está cambiando). En cambio, hasta hace muy poco, las mujeres aprendían que  la maternidad era su destino. Ser madre. ¿Te parece poco? Pues parece ser que sí, que nos parece poco. Ahora ser madre  es una elección más o menos condicionada. ¿Qué implicaciones filosóficas, psicológicas y sociales tiene esto?

 

La película plantea la maternidad biológica y la adopción desde preguntas y respuestas convencionales cargadas de gran emotividad y que garantizarán un amplio consenso en las salas. No es una película que te remueva; consigue emocionarte, pero no te hace sentir y pensar más allá de tus propios esquemas mentales y afectivos. Es una película que trata un tema insólito para el cine, nada habitual en la gran pantalla, lo cual ya es un mérito y un respiro a la apabullante filmografía bélica o de salvadores del mundo,  pero el enfoque sigue siendo más que tradicional. No obstante nunca está de más aplaudir los intentos de descorrer visillos que nos dejen ver habitaciones interiores que casi nunca interesaba narrar. 

 

La maternidad que suele ser tratada como un tema interior, de puertas para adentro, parece que influye definitivamente en nuestras vidas, como criaturas o progenitores, como elección o negación, que cambia nuestro pequeño e insignificante destino, que al fin y al cabo es el único que tenemos. Parece que nos transforma por dentro y por fuera. En Madres e hijas parece que no tiene las mismas consecuencias existenciales ser madre que ser padre. Parece que no es lo mismo ser hija que hijo.

 

Todos estos planteamientos, sobre los que se puede debatir mucho, entran de lleno en las cuestiones planteadas por el llamado  Feminismo de la diferencia. A hombres y mujeres no les sirve el mismo mundo porque son diferentes. Y para algunas de estas autoras, como María- Milagros Rivera o Luisa Muraro,  la gran diferencia la marca nuestro nacimiento de un «cuerpo sexuado femenino». La ruptura cultural con la madre supone la pérdida de la potencialidad de la diferencia femenina. La madre nos da el cuerpo pero el alma, la palabra, es del padre. Él es el verdadero autor. Sólo recuperando el vínculo con la madre, encontraremos el “lugar de enunciarnos, de nombrarnos como diferentes”,  porque no podremos mediar en el mundo si perdemos la mediación con la madre, la comunicación con ella, requisito indispensable para que mantenga su autoridad y nos posibilite ejercerla en un futuro a nosotras. En esta relación madre / hija, se apoyaría la subjetividad femenina, ese ser que debe ser construido y que se ve impedido por la desvinculación forzosa con la madre para asumir el orden sociosimbólico masculino.

 

Este planteamiento que me atrae intelectualmente, de hecho el feminismo de la diferencia siempre estuvo más cerca de la filosofía y la psicología que de la sociología o la política, acaba llevándome siempre a un esencialismo del que recelo y que concluyo tramposo. Y quizá sea esa, también la sensación que me ha producido la recomendable película de Rodrigo García.

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