Desde hace años, somos muchos los que esperamos con expectación la presencia de Bernard Plossu en PhotoEspaña. Si en su día admiramos exposiciones de referencia como La hora inmóvil, en 2016, o la que recogía en 2013 sus trabajos del fotolibro Europa, ahora, en esta edición de 2023, y también comisariada por Rafael Doctor, por fin ha llegado la muestra más esperada. Y ha sido precisamente este año, y en condiciones personales complicadas que nunca hubiéramos querido conocer, cuando Bernard Plossu ha ido más allá de la simple exposición, pues ha sido el encargado de saldar generosamente la deuda de la fotografía con una ciudad que considera la más cercana, pero que ha tenido el infortunio de carecer de los trabajos y de los fotolibros en la cantidad y calidad de otras urbes. Ciertamente, Madrid no es París, la ciudad para la que se diría nacieron los fotolibros, que atrajo a los mejores –Atget, Brassaï, Doisneau, Ronis, Cartier-Bresson…– como tampoco es Nueva York, Buenos Aires, Roma, Londres, Río, Barcelona… son algunas de las muchas ciudades privilegiadas que han pasado por el visor de la cámara, que ha recogido en texto esencial Juan Manuel Bonet. (‘Fotolibros: Ensayos fotográficos sobre ciudades, Nueva Revista, nº 138, 2012).
Y es que, ciertamente, este desdén hacia Madrid en el mundo de fotografía urbana es algo que no se entiende bien. Ni siquiera las circunstancias históricas de la República, la Guerra Civil y el franquismo, que determinaron la vida de la ciudad en el siglo XX, explican del todo esta ausencia de Madrid en el trabajo de los fotógrafos con aire de protagonista, otros dirían de monografía. Hay una boutade que circula por ahí, más tonta que ingeniosa, que dice que Madrid es la menos fotogénica de las ciudades, cuando en realidad no hay ciudades difíciles, sino fotógrafos sin el genio o el interés necesario. Además, para demostrarlo, hay ejemplos, pues no se crea que la orfandad fotográfica de Madrid es absoluta ya que, a pesar de todo, y en su modestia, tiene un recorrido fotográfico que no deja de ser interesante. Estos trabajos dedicados a Madrid comienzan con las obras de Alfonso Sánchez García, el patriarca de la saga alfonsina, seguidas de las realizadas por su hijo Alfonsito, es decir, Alfonso Sánchez Portela, que transitan por el documentalismo, el fotoperiodismo y el costumbrismo. Sus obras registran la dualidad modernidad/casticismo propia del Madrid de la época, es decir, de la Edad de Plata, que combinaba la vanguardia y lo tradicional, lo nuevo y lo popular. Incluso, Alfonso Sánchez llegó a hacer un fotolibro tan notable como monográfico, Rincones del viejo Madrid: (nocturnos), publicado en 1954 con texto de Francisco Casares, un periodista y escritor menos que discreto que entonces tenía su momento.
Si el fotolibro suele caracterizarse por ofrecer de manera deliberadamente descompensada la fotografía y la literatura en favor de la imagen, esto no significa que el texto sea, o tenga que ser, una cosa menor, de mero acompañamiento. Algunos ejemplos de autores que han escrito en fotolibros de referencia, dedicados a distintas urbes, lo desmienten: Pierre Mac Orlan, Erskine Caldwell, Blaise Cendrars, Jack Kerouac, Jacques Prevert, Aldous Huxley, André Maurois… por citar algunos. En las obras de fotografía dedicadas a Madrid hay de todo, desde el texto, correcto en función y contenido, de Francisco Casares para las fotografías de Alfonso, en la tradición de los fotolibros, al singular Madrid (1954), de Juan Antonio Cabezas, en el que las magnificas fotografías de Francesc Catalá Roca sirven de acompañamiento a un largo y apreciable, texto dedicado a la capital, publicado en la gran colección de libros de viajes de Editorial Destino. Precisamente, es este uno de los mejores ejemplos de fotolibro madrileños, en el que, paradójicamente, las imágenes de Catalá Roca, que se encuentran entre las mejores de las dedicadas a Madrid, están presentes como ilustración de un texto, antes que como protagonista, lo que limita el número de imágenes, determina su reproducción y pone en duda su condición de fotolibro.
Aunque se tiende a insistir en las ausencias y en el desinterés hacia la ciudad por parte de los fotógrafos que pasaron por Madrid, hay también notables ejemplos de trabajos y de libros dedicados a la ciudad por visitantes. Cabría empezar con el citado Francesc Catalá Roca y con el holandés Caas Oorthuys, cuyas fotografías tuvieron lugar el mismo año 1954, que luego, en 2006, dieron lugar a una exposición y a un catálogo en la Fundación Carlos de Amberes, que tuvo mucho de descubrimiento. Luego, habría que citar la obra, dispersa pero netamente madrileña, de Santos Yubero, que, junto con Alfonso Sánchez Portela, fotografían la capital con dedicación, pero desafortunadamente sin la necesidad de realizar ningún fotolibro que la inmortalice. Ellos, que han sido los Brassaï y Doisneau de Madrid, no dieron el paso para acercar Madrid a París.
En la misma onda, pero con más aire de modernidad, estarían Carlos Saura, autor de Guía del Rastro (1961), y las obras del suburbial y arquitectónico Paco Gómez, un nombre esencial a la hora de establecer la mirada moderna de la ciudad. Luego, acercándonos a este momento, citaría los trabajos más recientes de Luis Baylón, Javier Campano y de Pablo Pérez Mínguez, unos nombres que nos llevan, como al acaso, a este fotolibro y a esta exposición de Bernard Plossu, cuyo título, rotundo, Madrid, no deja lugar a dudas, como no lo dejó su fotolibro Paris hace unos años, del que tratamos también en aquí.
La forma de mirar la ciudad que tiene Bernard Plossu, invariable al convertirse en señal de estilo, es la misma que emplea para registrar la Naturaleza y cualquier otra realidad; la misma que inspira cualquiera de los géneros fotográficos a los que se acerca. Se trata de la tan repetida “poética de la nada”, un término acuñado hace ya tiempo por Juan Manuel Bonet en un libro de conversaciones con el fotógrafo que resume los criterios que inspiran al fotógrafo (Bernard Plossu habla con Juan Manuel Bonet. Conversaciones con fotógrafos, Madrid, 2002). Es el instante sin importancia, pero a su manera siempre esencial, lejos de aquella épica de la supuesta excepcionalidad del instante decisivo. En suma, “momentos hechos de nada” tan cercanos a la poesía, y por otro lado la ausencia de solemnidad, de grandilocuencia y de retórica, de agresividad invasiva. No es de extrañar que, desde sus primeros pasos, Plossu haya tenido la personalidad de rendir la técnica al arte, de olvidarse de la supuesta perfección de la imagen, si es que esto existe, que obsesiona a los aficionados de todas las sociedades fotográficas, y someter todos los criterios mecánicos al arte, a la poética del fotógrafo convertido en artista. Así se explica que, en no pocas ocasiones, haya empleado cámaras de juguetes y haya seleccionado fotografías movidas que, para los biempensantes del gremio, entregados a la máquina, serían prescindibles. Plossu conoce el valor literario y sugerente de la imagen desenfocada, o de una oscuridad que tanto le atrae porque sabe que a veces tiene más interés lo que se sugiere que la nitidez cegadora.
Por el contrario, las fotografías de Plossu son lo más parecido a la escena que registra la mirada, fruto del empleo de una sencilla lente de 50 mm, esquivando los alardes del teleobjetivo. Con él, rápido e invisible, capta la nada: el árbol, la sombra fugaz, la ventana de la que parece se acaba de marchar un personaje, momentáneo e ignorante de su retrato, un pájaro que cruza el cielo, las sombras en una pared, los anuncios, las arquitecturas, los coches, la geometría de una acera o de unos cables, la ciudad oscura, los neones, un letrero de tipografía interesante, una multitud que aparece como un ballet o un desfile. Todo con una luz matizada o, incluso, en atardeceres o nocturnos de los que es maestro, siempre lejos de claridades reveladoras, optando por cierta penumbra poética. Unos rasgos que son inseparables de la exposición de las fotografías positivadas en formatos que están lejos del cartelismo y del gigantismo propio de las vallas publicitarias. Plossu, de acuerdo con su idea de la imagen, siempre ha optado por medidas discretas, incluso menos que medianas, cuando no decididamente pequeñas, y a su combinación a la hora de exponerlas. Unos tamaños que hablan de elegancia y discreción, de practicar esa rapidez e invisibilidad a la que se refiere el propio fotógrafo, en la que nunca hay sensación de que se haya violentado nada, como si fuera un VanmDyck con cámara.
Luego están los referentes, aquellos a los que admira un fotógrafo que conserva esa capacidad esencial a la que se refería Eugenio d’Ors a la hora de ir a un museo. Entre todos, siempre destacan Eugène Atget, Josef Sudek, Walker Evans y Diane Arbus, Cartier-Bresson, Brassaï, Kertesz… En todos ellos, como en Plossu, coinciden poesía, delicadeza e idéntica atención al pormenor, siempre tan evocador. En sus fotografías destaca el lirismo de las imágenes, el ojo de poeta que escoge el motivo y enfoca una cámara con un 50 mm, el objetivo de la distancia justa, en la que la sencillez es lo fundamental. En las imágenes de Plossu hay también mucha pintura, pues se sabe de su interés, entre otros muchos, por Morandi y De Chirico, y mucha literatura, lo que explica ese cosmopolitismo de sus fotografías, que es muy frecuente en la literatura francesa, como sucede con Valery Larbaud o Paul Morand.
El Madrid de Plossu es tan variado como amplio el tiempo que abarca. Son fotografías de prácticamente medio siglo, desde las primeras que arrancan en ese lejano 1974, cuando aún pervivía algo de la ciudad de Galdós, de Baroja y de Ramón Gómez de la Serna, hasta esta globalidad de 2019, el año previo a una década que empezó con inesperada desdicha. Precisamente la primera sorpresa la proporciona el propio recorrido pues, gracias a él, se puede apreciar la continuidad de la poética a través de este tiempo y de la sucesión de intereses del fotógrafo. Plossu ha señalado siempre su entrega a una ciudad que conoce desde hace muchos años, y de la que se siente muy cercano por razones profesionales y personales. Una circunstancia que sin duda facilita su acercamiento a esos elementos que identifican a Madrid en sus obras. En sus imágenes hay un Madrid de luz variable. Unas veces con la claridad de los días límpidos de invierno, y otras con la intensidad del sol de verano, pero también, y mucho, hay una ciudad de luz matizada, incluso gris y lluviosa, como si quisiera ser parisina. Como también hay un Madrid nocturno, pues Plossu, como Sudek y Brassaï, es de los fotógrafos que mejor recoge la noche y las sombras de los que pasaron por las calles o estuvieron en una ventana todavía entreabierta. En el Madrid de Plossu están inevitablemente las calles del centro histórico, las muy fotogénicas de Alcalá y Gran Vía, en la línea de Santos Yubero o de Catalá Roca, pero también Atocha, el Retiro, el ensanche de la Castellana y el nuevo del Madrid ye-ye, el ramoniano Rastro e, incluso, los suburbios de vías de tren y descampados, en los que ya se intuye La Mancha. Hay arquitectura moderna en el remate art déco del que fue cine Barceló, obra del madrileño Luis Gutiérrez Soto, en airosos edificios racionalistas en esquina del estilo Salmon y en las formas funcionales del mercado de la Puerta de Toledo.
Hay espacios abiertos, y muchos, pues las plazas y avenidas son frecuentes, pero también hay calles estrechas, patios, balcones y cafés. Hay miradas desde la calle y desde la habitación de un hotel. Y hay también lo visto mil veces pero que, en estas fotos de Plossu, aparece de otra manera, como la escultura de la figura femenina yacente de Moisés Huerta, en la cafetería del Círculo de Bellas Artes. Y hay, como siempre en sus imágenes, autobuses, coches, motos, algunos pájaros cruzando el cielo y perros en el Retiro, pasos de cebra, sombras de farolas, letreros de una tipografía que fue audaz y aún resulta moderna, neones encendidos como ese Hotel Mediodía, o apagados. Hay árboles, bastantes, como un guiño a su siempre añorada Naturaleza, escaparates de tiendas casi centenarias, estaciones de tren y chicas, muchas chicas, y algunas muy destacadas, que hacen que las madrileñas tengan el protagonismo de las parisinas en los fotolibros dedicados a esa ciudad. Y hay camareros, monjas, niñas jugando a la salida del colegio, peatones del Metro, ejecutivos que ya no lo parecen y esos ancianos de negro, en calles y balcones, que son la historia de la ciudad que fue y de la que forman parte. Es decir, Madrid, el Madrid que conoció Plossu, el Madrid que fue siempre y del que todavía algo queda. Vaya que sí.
Recorrer la exposición instalada en la Sala El Águila en el seno de este PhotoEspaña 2023, junto a la muy madrileña Estación de Delicias o, mejor, de las Delicias, como se decía antes, permite ver las fotografías con las características de formato que el fotógrafo ha decidido, sin que estén desvirtuadas las dimensiones y proporciones con que, desafortunadamente, algunas de ellas aparecen en el catálogo. Son muchas las que, según los criterios propios, se pueden escoger entre lo mejor de esta exposición. Uno tiene los suyos y también sus preferencias que, naturalmente, son discutibles, pero no me resisto a seleccionar algunas que son para colgar en casa. No se pierdan, pues son ciertamente para enmarcar, la vista nocturna de la Estación y la Plaza de Atocha, con aires de la Plaza de la Concordia, ni tampoco esas dos joyas de pequeño formato como son la calle vista desde una ventana con dos filas de coches aparcados que parecen dos pinceladas en los bordillos, y la esquelética y casi escultórica acacia de la calle de Toledo, junto a la tapia del que fue mercado de la Cebada. Dos maravillas casi tamaño carte de visite, que muestran lo que es esa poesía de la nada y como la mirada puede decir otras cosas de lo aparentemente banal. Luego, la vista desde la ventana de su hotel de siempre, el México, en la que junto a una parte del letrero se observa una calle desierta al paso de un Citroën 2CV, lo que ya es un instante muy decisivo. Después, ese peatón nocturno en la Cuesta de San Jerónimo, en el que el desenfoque hace de la imagen otra cosa, o la fotografía de ese personaje de un Madrid invernal y ya lejano, con abrigo y sombrero negro, que reúne todos los elementos urbanos posibles, desde la tipografía sesentera del letrero de la cafetería al semáforo, pasando por la papelera y el buzón. Se podría seguir escogiendo, pero de momento ya es mucho marco.
En lo que se refiere al texto del catálogo, de contenido entre anecdótico y subjetivo, y de tono un tanto sobreactuado y supuestamente lírico, hay que decir al menos que la personal semblanza de la ciudad que ofrece no coincide con el Madrid de las imágenes de Plossu, cuyo ámbito temporal además no se centra en esa época. De las ocurrencias y sucedidos personales y de la idea de la ciudad que sugiere el texto, situada entre el tópico de la postguerra y las resonancias ochenteras en la onda de aquel “Madrid me mata”, no menos manido, se desprende la imagen de un Madrid que es una ciudad diferente de la, muy real, fotografiada por Bernard Plossu. El texto, que nos habla de una ciudad extraordinariamente subjetiva, hosca, pero sobre todo extraña para quienes somos de por aquí, contrasta con la mirada, esta sí ciertamente poética, de las fotografías de Bernard Plossu. Y es que, prácticamente nada de aquello a lo que se alude aparece en las imágenes, y, a la inversa, nada de la urbe que recogen las fotografías, se encuentra en aquello de lo que se trata en el texto.