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Mientras tantoMadrid sitiado. La hazaña de salir a pie

Madrid sitiado. La hazaña de salir a pie


 

Kilómetro 0 de todas las carreteras nacionales en Madrid. Foto: Corina Arranz

 

[En la primavera de 2007 le propuse al entonces redactor jefe del añorado suplemento Los domingos de ABC, Alberto Sotillo, uno de los mejores jefes que he tenido, emular la propuesta artística de Perejaume e intentar salir de Madrid… a pie. En tiempos de coronavirus, de confinamiento, en que está prohibido salir de Madrid, salvo que cuentes con una excusa que persuada a la autoridad competente, pensé que tal vez sería bueno rescatar esta pequeña aventura. Para que la imaginación vuele con los pies. Se publicó en versión resumida en papel y en versión íntegra en la web].

 

El antiguo poblachón manchego se convirtió en capital de un imperio ultramarino, pero no acabó de perder su condición de villa y corte sosegada, mentidero donde la intriga y el sesteo se prodigaban. Regada por un río sin pretensiones, como su nombre proclama, Manzanares de huertas y romerías, Madrid ha tardado en abrazar el modelo chino y en las primeras estribaciones de un siglo futurista ha borrado todos sus lindes. Crece como una mancha de aceite sobre el viejo macizo de la raza, se hace cosmopolita y multicultural, mientras autopistas y vías rápidas la rodean como la mejor muralla, un extrarradio cada vez más amplio sobre el que se alzan las almenas de urbanizaciones sucesivas. Ciudad sin límites, su escala parece inhumana, aunque en su miríada de inmuebles se den cita todos los oficios y resortes de la condición humana, todos los episodios de la carne y el espíritu, los negocios y los sueños.

Pero sus legendarias puertas ya no sirven ni para nada, decorados para el teatro del absurdo. De ahí la tentación de medirla paso a paso, de preguntarse si es posible abandonarla como hacían los pastores con sus rebaños trashumantes. Un perfecto contrasentido cuando se asfaltan carreteras sin cesar, se tienden vías férreas de alta velocidad o se levantan aeropuertos megalómanos.

Impecables con sus galones y medallas, los dos guardias civiles que custodian la puerta de la presidencia madrileña (antigua Dirección General de Seguridad y sempiterno reloj de las campanadas de la suerte), a escasos metros del Kilómetro 0 de todas las carreteras radiales españolas, no tienen la menor idea de cómo salir de la ciudad andando. Sospechan que “es imposible. Todo son autopistas, autovías y urbanizaciones. Se puede pasear por el Retiro y por la Casa de Campo. Pero andando andando, lo que se dice andando, no hay manera. Las carreteras de hoy son como las antiguas murallas. De aquí sólo se puede salir en coche, en autobús, en moto, en tren o en avión. Ni siquiera por el río”. Los dos números se quedan rumiando el envite, perplejos, dudando de si lo que en realidad pretendía el presunto viajero era tomarles el pelo. Casi tan desconcertado se queda el vendedor de La Farola, negro de Nigeria, apostado junto a la puerta de La Mallorquina, en el arranque de la calle Mayor, donde siempre huele a napolitana y a tinta de lotería. Pero viene a concluir lo mismo que los guardias: “No tengo la menor idea”.

Once de la mañana de un miércoles lluvioso en la Estación del Norte, Príncipe Pío, de donde salían en tiempos los trenes para Galicia, hoy completamente desvirtuada: combina el servicio de viajeros de cercanías con un monumental centro comercial bajo la hermosa marquesina hija, como casi todas, de un ingeniero llamado Eiffel. Signo de los tiempos. Acaso como una suerte de saudade, llueve con mansedumbre gallega.

Empieza el experimento.Las reglas son mínimas: tratar de comprobar si es posible salir de Madrid a pie, sin saltar vallas, sin atravesar carreteras, sin jugarse la vida. El atasco y las obras eternas están a la orden del día, en la glorieta de San Vicente, de donde salen precisamente las dos rutas propuestas por Ecologistas en Acción para salir de la metrópoli apoyado en las dos piernas: la Senda Real y la Senda de las Merinas.

Las hojas de los árboles apenas dejan entrever la silueta del Palacio Real. ¿Dónde está el río? ¿Dónde las antiguas huertas que lo bordeaban? La mayoría de los obreros que se afanan en la obra son inmigrantes. Soplete, tráfico endiablado, camiones cargados de tierra y cemento haciendo maniobras. Y sobre el caos, las ventanas del hotel Florida Norte. Cuatro Estrellas. Y la estación de autobuses de La Sepulvedana. El 4 a Talavera de la Reina y el 2 a Pueblanueva están a punto de salir. El inicio de la senda, con vagonetas, grúas y movimiento de vigas es un peligro en la misma acera, que sin embargo, enseguida se amplía: la obra queda atrás, la lluvia sigue mansa, merina, chubasco rumiante. En el Mercadito de San Antonio el frutero no me deja elegir la manzana y me da la más fea dentro de una bolsa. Pero la veo antes de guardarla en la mochila y vuelvo sobre mis pasos: “No me deja elegir y me da la más fea. Y además vieja”. Hace el trueque sin decir esta boca es mía.

En el Paseo de la Florida desemboca, inesperadamente, la calle Mozart, con una pared toda hormigón desnudo. Pasa un cercanías. Junto a Casa Mingo, sidras, y los famosos pollos asados de los tiempos de estudiante, por fin asoma el río, quieto, con tez de aceite y cobre, cuyo espejo móvil no altera el único pescador al acecho. Aprovecho el camino para entrar en la ermita de San Antonio de la Florida y contemplar los frescos de Goya en la pequeña iglesia neoclásica, de cruz griega y cúpula con linterna. Al pie del altar, para mi embarazoso asombro, reposan los restos del pintor, trasladados desde el cementerio de Burdeos, donde fue enterrado en 1828. En uno de los paneles se lee algo que nos concierne: “En otro tiempo las riberas del Manzanares, en los alrededores de la puerta de San Vicente, eran una agradable campiña muy concurrida por viajeros, lavanderas, guardias y multitud de madrileños los días de fiesta. Erigida en 1732 una ermita en honor de San Antonio de Padua, pronto cobró gran fervor popular a san Antonio de la Florida, con romería el 13 de junio, a la que acuden jóvenes casaderas para pedirle novio al santo”. En 1798, Carlos IV le encargó a Goya los frescos de una iglesia construida por el italiano Francisco Fontana sobre las ruinas de un templo que levantara Sabatini, que a su vez había obrado sobre escombros de una que dibujara Churriguera. El martillo neumático de otra obra cercana se cuela en la iglesia. Al salir, la luz abruma, pese a estar el cielo cubierto, de un gris marengo.

Avanzo por una senda que todavía es de cemento y el río vuelve a ocultarse mientras a mi derecha transcurren las estribaciones del parque del Oeste y los pájaros se hacen notar. Paso bajo los hilos del teleférico que hace años que no cojo. Llego ante el primer gran nudo de carreteras, que se anuncia para los automovilistas en un gran panel enigmático como un sudoku: “M-30, A-6, N-I, N-V, N-401, Aravaca, Pozuelo, M-500, calle Princesa, parque del Oeste”. Se trata del acceso al emblemático puente de los Franceses (por aquí entraron) y al puente de Castilla. A la derecha, el monumento al capitán general Bernardo O’Higgins, 1778-1842, primer gobernante de Chile. Uno de esos hitos urbanos que pasan del todo inadvertidos salvo para vagabundos, jubilados y palomas y que sólo se aprecian caminando, y cuya peana sólo se puede leer plantándose a su sombra. Pasa otro tren de cercanías. Parece como si el extrarradio estuviera al alcance de la mano. Será un espejismo. Bajo los puentes de las carreteras, tres rumanas limpian parabrisas. Aunque los conductores se muestran invariablemente reticentes, ellas perseveran, y acaban por hacerse con algunas monedas.

Llego a los lindes de la Ciudad Universitaria, con la plaza de la República de Chile como distribuidor de destinos. Aquí casi no hay senda. Me pego al muro del colegio mayor Marqués de la Ensenada. Más que camino parece cochiquera, depósito de errores, cubierta de maleza. Casi hace falta un machete para abrirse camino. No es una senda frecuentada, y menos después del invierno lluvioso, que ha hecho crecer la vegetación. La carretera (la 550, a punto de desmayarse en la M-30) ya aparece vallada. Al otro lado, se lee sobre un dintel: Escuadrón y banda de la Policía Municipal. El camino es poco grato, nada amigable. Pero salen a recibir las amapolas más madrugadoras del año. Las hierbas altas, empapadas, llegan a los muslos. Aunque la senda parece a punto de perderse y de perdernos, no hay pérdida posible: a un lado la carretera, al otro el muro. Y en medio de la ruta, un caracol, que tiene todavía menos prisa que yo. Con los zapatos mojados llego ante la puerta del departamento de humanidades de la Universidad Nacional de Educación a Distancia.

Hay gente que conoce estos vericuetos. Basta con tener que venir aquí cada mañana. Ahora el caminante dispone de un arcén, afortunadamente protegido por un quitamiedos, y pasa bajo viejísimos plátanos gloriosos de los que no pueden disfrutar los coches que pasan como una exhalación. Cuando ya se barrunta La Moncloa, el caminejo se hace casi talud, estrechísimo, entre la alambrada y el quitamiedos. Poco más de un metro de ancho para toda una Senda Real. Lo mejor de todo es que asfalto y cemento han quedado atrás y ya piso o tierra o hierba, un suelo blando, que se adapta al peso del bruto, y no al revés. Paso ante un cartel que no es para mí y que reza “SOLO C. P. Agrónomos, Facultades de Filología y Estadística”, mientras arrecia el fragor sordo y constante de los vehículos. Cielo oscuro. Vuelve a lloviznar. La finca que alberga el Palacio de la Moncloa, con varias líneas de defensa, se despliega sobre el cuadrante derecho. A unos ochenta metros, un todoterreno de la Guardia Civil custodia el flanco, y junto a él un agente que observa mis movimientos. Apenas se atisba una ventana del complejo presidencial entre los árboles tupidos. Pero no se ve ni rastro de ZP. Entre la carretera y el coto vedado de la alta política, un impecable vivero muestra árboles enanos o tal vez vides alineadas. Es el “campo de prácticas” de la Escuela Técnica Superior de Ingenieros Agrónomos. Casi haciendo de bisagra con la huerta modélica está la puerta al complejo de la Presidencia del Gobierno. Escamados, los centinelas de la policía interpelan al intruso. Pero saben nada de ninguna Senda Real. Sugieren que tal vez sea la que discurre entre la entrada propiamente dicha a la Escuela de Agrónomos, justo enfrente, y el ramal que desemboca en la M-30, autopista urbana, línea Maginot de Madrid, principal hito arqueológico de nuestra época, del desarrollo metropolitano.

“Por donde va el jardinero”, acierta a decir con inesperada magnanimidad el agente al ver que por el hondón está a punto de desvanecerse el mono reflectante de un empleado del negociado de parques y jardines. Le alcanzo y me insta a que no me confíe, pero sobre todo que no se me ocurra saltar la barrera, el quitamiedos: “porque le pueden matar o multar”. Madrileño, fue mensajero antes que jardinero, y se llama Luis. Repasa el arcén con un pincho de hierro y una gran bolsa de basura en la que va haciendo acopio de tesoros: hojas, plásticos, envases que los conductores tiran por la ventanilla…

A la Senda Real. El primer tramo es una delicia, casi una pequeña pradera, con tres hileras de álamos, de los que nadie disfruta, salvo jardineros y vagabundos. Pero pronto se vuelve a estrechar la senda de forma inverosímil, y los que sufren son los pies: el terraplén es tan angosto y tan oblicuo que no queda más remedio que caminar por el cauce de cemento por el que desaguan las lluvias, con esporádicos colectores apenas velados por rejas tan holgadas que como te descuides acabas con las piernas rotas enterrado hasta las ingles. Entre la alambrada y la M-30, con un tráfico endiablado, el viajero se pone a ponderar que no puede ser esta la histórica Senda Real.

“A comienzos del siglo XV, Enrique III de Castilla ordenó la construcción de un pabellón de caza en el frondoso bosque de encinas que puebla el monte conocido como El Pardo, cazadero real desde tiempos de Alfonso X el Sabio, y situado a pocas leguas del Alcázar que se levantaba sobre el cerro de la Almudaina en Madrid (donde actualmente se levanta el Palacio Real)”.

Así reza en los márgenes del mapa GR-124 Senda Real, al que me ciño, y donde se añade: “Los primeros planos cartográficos sobre Madrid que se conservan no dan detalles más allá del espacio abrazado y protegido por las distintas murallas que en diferentes épocas se levantaron”.

Entre los caminos que Pedro Teixeira marca en el plano que editó en 1656 se aprecia “con claridad un Camino del Pardo a continuación de lo que hoy conocemos como glorieta de San Vicente”. Me viene a la cabeza uno de los dictados que en el colegio Montecastelo nos ponía don Evaristo, un profesor de Lengua que subrayaba sus clases de retórica con elocuentes bofetones: “Tuve que desandar el camino por haberme extraviado”. No he olvidado el timbre de plomo con el que repetía cada frase del dictado, como sentencias que no admitían apelación.

Me alcanzó Luis, volvimos a consultar el mapa y decidí seguir el dictamen de don Evaristo. Se puso a llover con entusiasmo. Era el mapa el que erraba. Por lo menos a juicio de una futura ingeniera agrónoma. Mientras el mapa dibuja la Senda Real por el mismísimo centro de Agrónomos y Veterinaria, la alumna me confirma que por donde iba, pegado a la M-30, iba bien: y la prueba son las tres hileras de álamos que plantaron hace siglos para hacer más grato el camino al Rey entre el Pardo y el Alcázar. Pero quien trazó el mapa, Jesús Sánchez Jaén, de Ecologistas en Acción, asegura que los ingenieros se han apropiado de una calle de uso común que no les pertenece, y que tras negociar con el ayuntamiento de la capital y la Comunidad de Madrid habían acordado desviar la senda hacia esos pagos porque junto a la M-30 se hacía el camino harto inhóspito. Por entre viveros, altos pinos albares, sauces y hermosos edificios de ladrillo racionalista pasan caminantes y ciclistas. Claro que hay que saber, y la alumna es amable, que entre Agrónomos y Veterinaria hay una verja y en ella una brecha por la que seguir avanzando.

La falsa equivocación me salva del aguacero. Hallo cobijo en la cafetería de la Facultad de Veterinaria, donde aprovecho para disfrutar del rancho del día: un cocido completo, pero vulgar, de cerdos nada ejemplares. A las dos y media de la tarde, cuando el meteoro amaina, vuelvo a reanudar la marcha. He avanzado tan poco que da risa. Porque para llegar hasta estas facultades podía haber cogido un autobús de la Empresa Madrileña de Transportes en la plaza de la Moncloa. Pero los experimentos son así. Dos futuros veterinarios me confirman lo que acabaría por saber al día siguiente: la senda por la que venía, entre la M-30 y la verja, acaba dando paso a una rampa a mano derecha ceñida por un muro pintarrajeado que a su vez da a la granja de los médicos de bichos, donde varias vacas soportan con estoico escepticismo la lluvia, ahora de nuevo mansa.

Tras pasar bajo dos tramos de autovía que forman un túnel especialmente sombrío (idóneo para rodar una escena de una sórdida serie americana de policías corruptos), hay que remontar la pista de asfalto, dejar a mano izquierda el Departamento de Reproducción Animal y Conservación de Recursos Zoogenéticos, con nombre tan tentador como inquietante, hasta alcanzar una verja de aluminio reluciente que separa la carretera de un camino de tierra blanca y piedras, con nueva colección de amapolas y que termina justamente en la pasarela sobre el nudo de Sinesio Delgado, que los ecologistas consiguieron arrancar a Francisco Álvarez Cascos en 1999, cuando formaba parte del Gobierno. Esta sí es una frontera.

Según Hilario Villalvilla, miembro de Ecologistas en Acción, sólo dos vías verdaderamente practicables para salir andando de Madrid: la Senda Real, por la Ciudad Universitaria, y la Senda de las Merinas, por la Casa de Campo y Somosaguas. Reconoce que la ciudad “ultracomunicada” está sin embargo de alguna forma “sitiada”. Para poder habilitar la Senda Real tuvieron que convencer a Cascos de que tendiera una pasarela sobre el eje de Sinesio Delgado, porque era imposible cruzar a pie por ese nudo de carreteras: unas Termópilas contemporáneas, nada heroicas, pero mortales. La pieza de metal costó 70 millones de pesetas. A los ecologistas no les duelen prendas: “Gracias a Cascos y Alberto Ruiz Gallardón, se puede salir de Madrid a pie”.

El suave arco tenso de la pasarela, blanca bajo la lluvia, parece una silenciosa invitación a decir adiós a la metrópoli, sus afanes, los trabajos y los días, que discurren a toda velocidad por las múltiples cintas de asfalto que el agua vuelve todavía más negro. Al otro lado del río del tránsito, en el que jamás te podrías bañar dos veces, en la cabeza de playa de la Dehesa de la Villa, se yergue el primer panel informativo, que hace inventario de sus aves: pito real (picus viridis), picogordo (erithacus rubecula), agatedor común (certhia brachydactyla) y la abubilla (upupa epops). Pero la lluvia parece haberlas ahuyentado.

Si la Puerta de San Vicente era el kilómetro 0 de esta ruta de salida, ahora me encuentro en el 4,7, nudo M-30/A-6/Sinesio Delgado. Escriben los ecologistas que “durante años, los vecinos de la Dehesa de la Villa de Madrid han podido ir andando o en bicicleta hasta el Monte de El Pardo, caminando junto a la tapia del Club Puerta de Hierro hasta el camino paralelo a la carretera de El Pardo. A finales de los años ochenta, las obras de cierre de la M-30 afectaron al camino, reduciendo su anchura y rodeándolo de vías rápidas; pero el camino era practicable y podía recorrerse a pie. En mayo de 1999, nuevas obras de ampliación de la M-30 amenazaban con eliminar lo que quedaba de aquel camino y cerrar una de las pocas vías peatonales de salida de Madrid”. Pero organizaciones como Ecologistas en Acción y la Coordinadora Salvemos la Dehesa de la Villa evitaron la condena.

La tierra está blanda. A las 15.10 asoma la Puerta de Hierro, aislada como un diamante en medio de la vitrina más protegida del museo al aire libre, inaccesible tras tres verjas sucesivas, varias barreras de cemento de un metro de altura, muros-quitamiedos, una carretera de dos carriles, otra mancha de cemento, y por fin la autopista A-6 que al discurrir por una cota más baja no se divisa desde mi observatorio. Pero hay quienes se aventuran a cruzar el río/muralla de cemento. Las noticias dan cuenta de sus cadáveres, recogidos en un tramo de la M-40 sur llamado Las Barranquillas. Lo hacen a cuerpo gentil, sin encomendarse a Dios ni al Diablo, y no porque pretendan irse de Madrid, sino poner en suspensión su propia conciencia, alcanzar una puerta radiante. Los drogadictos más desahuciados mueren con las manos extendidas, como queriendo advertir a los conductores que sean compasivos, que se detengan, que les cedan el paso: son drogadictos que tratan como Moisés de que se abran las aguas de este mar Rojo de carrocerías. Un espejismo. Como esta Puerta de Hierro, con su tramo de pedicura que atraviesa su umbral, una alfombra de cemento en medio de la isleta que apenas tienen tiempo de ver quienes se vierten en Madrid por la acequia de la A-6. El dramaturgo rumano Eugène Ionesco podría ampliar su repertorio dramático con una obra titulada precisamente así, La puerta, puro teatro del absurdo, una puerta por cuyo umbral no cruza nadie, aislada en medio de un nudo de carreteras. Entrada virtual.

Pero es hora de dejar las elucubraciones y volver a mi propia senda, la que corre junto a la M-30, acaso vía de escape para casos de emergencia por si se atascan todas las carreteras, si fallan todos los medios de transporte, si se colapsan todas las redes, cae la electricidad, se agota la gasolina, cierran los aeropuertos…

Sigue lloviendo mansamente, el tráfico no decrece. Tras la puerta principal del Real Club de Golf Puerta de Hierro (practicable para socios), el camino es ahora firme, de cemento rojo, holgado para que circulen dos bicicletas: a un lado el muro del Club Puerta de Hierro, al otro, la alambrada, un terraplén de hierba, un quitamiedos de cemento y la siempre lisa, deslizante M-30. Una puerta en la verja, abierta de par en par, franquea el paso a la parada de los autobuses 83 y 133.

“AVERÍA”, reza de pronto un cartel en medio del camino. Están reparando el pavimento y el acceso a una pasarela sobre la autopista urbana. Un cartel prohíbe el paso, pero hago caso omiso y sigo adelante. No hay ningún obrero en la faena, hasta que casi me doy de bruces con un volquete que viene hacia mí. El conductor, con el casco reglamentario, me mira sorprendido. Hacemos un gesto silencioso de mutuo reconocimiento y cada uno sigue su camino. Las plantas trepadoras que han sembrado del lado de la verja han empezado a crecer gracias a las lluvias copiosas y al sol ardiente. El muro que limita el Real Club Puerta de Hierro, terreno común cedido para disfrute privado, es rosáceo, con cangilones rellenos de tierra para que broten hierbas y flores, aunque sólo en lo alto asoman algunos hierbajos y flores silvestres. Los ecologistas lograron que el club refranqueara la linde y dejara espacio para que hubiera camino. Al otro lado del monstruo de ocho carriles, asoma el parque deportivo Puerta de Hierro, con las cuencas vacías de las piscinas y su amplia pupila azul reflejando el gris del cielo.

La lluvia no se cansa, canta una abubilla. Por fin, el camino desemboca en la calle del Arroyofresno. Sobre el canto de un muro, un cartel, otro signo de los tiempos: “ESCP-EAP London París Berlín Madrid European School of Magnagement”. Y una nueva pasarela sobre el río de metal líquido: “M-30/M-40/Herrera Oria”. Sobre una farola a la derecha del camino, un oportuno aviso: aspa blanca cruzada con una roja, que indica que la senda no sigue por ahí.  Hay que utilizar la pasarela sobre la autopista. Desde lo alto del paso elevado se disfruta de grandes vistas: a la izquierda, el hipódromo de La Zarzuela; a la derecha, pintado sobre una torre modernista, una leyenda local: “Playa de Madrid”. Entre los árboles, se sueña el ignoto fluir del río. Llevo cuenta de dos conejos enanos, aplastados como por una apisonadora: uno pura carcasa seca; el otro, con huesecillos y vísceras todavía asomando por los desgarrones de la piel. Paso ante un frontón batido por el chubasco. Para los profanos, el enigma pintado en la pared: sobre el número 4, “falta”; sobre el 7, “pasa”. Paso ante un prado verde esmeralda, una charca y dos vacas. No se trata de un espejismo propiciado por la constancia de la lluvia. Unas ramas tendidas transversalmente sobre la senda no anuncian nada bueno. Pero paso por encima. El camino se va haciendo cada vez más terraplén, más impracticable, con las hierbas altas, hoy empapadas, que me dejan pingando. A la derecha, tras el muro de rigor, la carretera. A la izquierda, donde muere el terraplén, una verja de alambre y tras ella, tres perros: uno, impasible; los otros dos, ladradores, aunque están atados. Se ve una cabaña bastante precaria, pero no acude nadie al reclamo de los canes. Llega un momento en que el camino es tan angosto que acaban secándose la verja, el terraplén y el muro, y no hay avance posible. Lo intento, pero pierdo pie y acabo rodando por la pendiente.

Por segunda vez tuve que desandar el camino. Pero esta vez parecía que sin remedio. El fracaso parecía cantado. Había seguido el mapa casi al pie de la letra, pero no se podía seguir adelante. No había conseguido ni siquiera atisbar el monte del Pardo. Traté de buscar una brecha en las instalaciones de la Playa de Madrid (“campamento de verano”) y buscar el río para sortear estos impedimentos. Pero no había la menor brecha. Todo estaba vallado a cal y canto. Vi una parada de autobús y me rendí. Era la del 83, Moncloa-Barrio del Pilar, y del 133, Plaza del Callao-Mirasierra. La parada tenía nombre: carretera de Madrid a El Pardo. Al llegar a la calle de Princesa, en el paso de peatones de Marqués de Urquijo, me crucé con un negro con el pelo ensortijado y cara desencajada. Le miré y me increpó: “¡Blanco de mierda!”. Le volví a mirar y encogí los hombros, pero el tipo, con buen español, insistió: “¡Blanco de mierda!”.

Fue Jesús Sánchez Jaén, de Ecologistas en Acción, quien me explicó por qué el minucioso mapa conducía a un callejón sin salida. El propietario de la finca junto a la Playa de Madrid heredó el terreno en tiempos de Alfonso XIII. Fomento presentó un contencioso para que refranqueara la valla y permitiera el paso. Cuando Fomento traspasó la propiedad y la gestión de la M-30 al Ayuntamiento de Madrid, éste se quedó con un litigio que sigue en los tribunales. Cuando cada año hacen los ecologistas una marcha hasta el Pardo por la Senda Real, la Guardia Civil ha de cortar el paso en ese punto: los caminantes salvan entonces el murete de cemento y siguen camino. Pero no había guardias bajo la lluvia a los que requerir para obligar a las aguas de la M-30 a que se abrieran de par en par.

A fuerza de vivir en Madrid y empaparse de su historia y sus aficiones (de su devoción por la tauromaquia surgió La pierna del Tato. (Historias de toros), el estadounidense Bill Lyon se ha convertido en parte del paisaje de la villa y corte. Legendario fue el artículo sobre Pinto y Valdemoro, que publicó el 2 de octubre de 1993 en El País (diario en el que ejerció durante años el honorable oficio de editor), y que le llevó literalmente a tratar de averiguar por sí mismo qué había en esa cesura mítica: “desde Pinto empezamos a caminar por la concurrida N-IV, Madrid-Cádiz, único camino que lo une con Valdemoro, unos cinco o seis kilómetros al sur. Por aquí hay campo y olivos, bastantes fábricas y, al lado de la vía, latas, residuos plásticos y cajetillas (vacías) de tabaco. También un buen número de tornillos y, curiosamente, de rudos y grasientos guantes. No nos cruzamos con ningún otro excursionista. Más o menos a mitad de camino descansamos en una gasolinera cuyo empleado indicó que todavía se estaba en el término municipal de Pinto. Un poco más allá, cuando se veía el Colegio de Guardias Jóvenes Duque de Ahumada, frente al Centro Europeo de la Moda, era obvio que ya se estaba entrando en Valdemoro. O sea: que entre Pinto y Valdemoro parece que no hay nada digno de destacar”.

De afanes científicos y experimentales como ese surgió la idea de tratar de salir de Madrid a pie, pero sobre todo de una acción que acometió el 22 de marzo pasado el pintor (“artista, escritor y excursionista”) Perejaume: salir de la ciudad sin límites transportando a su espalda tres dibujos de la biblioteca de la Academia de Bellas Artes de San Fernando. Tres estudios anatómicos de pies, como no podía ser menos: dos anónimos y un tercero firmado por José Vergara Jimeno (1762-1799). Como explicó después Carles Guerra en La Vanguardia, el artista catalán “antes ya había transportado una tela de Ferdinand Hodler a la cordillera del Atlas, una delicada acuarela de Joan Miró al Cim d’Uja y una cerámica griega a través de los Pirineos, por citar sólo algunas de esasextravagantes caminatas”. En su exploración por el extrarradio matritense, hicieron el camino por el río, pasaron junto alestadio Vicente Calderón y por la M-30 soterrada. Cruzando por el nudo súper sur de la M-40 y tras pasar bajo el puente de la M-50 y la línea de Alta Velocidad, plantaron las tiendas de campaña para pasar la noche en una loma frente al Cerro de los Ángeles. A la mañana siguiente se encaminaron hacia el Ensanche de Vallecas y acabaron devolviendo intactos los tres dibujos a la Academia. Mientras para Guerra, “esta ciudad crece como lo hacen las ciudades chinas”, es “una entelequia que sólo pueden manejar los ingenieros”, para Enric Juliana, delegado de La Vanguardia en la capital de España, “salir de Madrid andando es hoy un acto poético y esforzado”. Perejaume demostró que “lo impensable era posible: salir de Madrid a pie”. Ese ejemplo atizó el deseo de medir las fronteras físicas de Madrid, y abandonarla paso a paso, por sendas, caminos y cañadas. “Más que autopistas y carreteras son las urbanizaciones privadas las que acotan y privatizan espacios que eran privados o de paso, como en La Florida, que es zona verde”, dice Bill Lyon, consumado ciclista, que ha hecho seis veces la ruta Madrid-Málaga sobre sus dos ruedas, aunque “cada vez es más peligroso” aventurarse a salir de la capital en bicicleta, y además cuando vuelve a hacerlo con una nueva supercarretera que antes no existía: “Parece que quieren echar cemento en toda la provincia y que no van a descansar hasta que no hayan cimentado hasta el último solar. Los límites de la ciudad se han desvanecido. La escala de las ciudades es inhumana. Antes, la ciudad terminaba. Se veían las últimas casas y luego había campo y ovejas, no era como en Estados Unidos, que es el modelo que están copiando aquí, en que no cesan de crecer los suburbios, término que no tiene la connotación negativa que posee en español. En Estados Unidos vivir en los suburbios implica calidad, barrios menos poblados, cercados y protegidos, pero que crean una ciudad sin límites. En el Madrid de los años sesenta nadie iba a plaza de Castilla. Allí se alzaban las últimas casas y se veían ovejas. Vamos al modelo estadounidense, adosados, barrios nuevos, todo asfaltado y cimentado”.

El “modelo mancha de aceite”, que definen los especialistas en urbanismo. Lyon recuerda la expresiva forma en que Jesús Gil promocionaba una urbanización en Los Ángeles de San Rafael, “la naturaleza urbanizada ¿Se puede imaginar mayor estupidez, mayor aberración? Para muchos castellanos la naturaleza parece un enemigo, de ahí que se la vayan cargando poco a poco”. La tala del árbol como deporte nacional.

Aunque el propio Sánchez Jaén se mostraba escéptico, debido al movimiento de tierras y obras que se estaban efectuando en Prado de Rey y Somosaguas, lo que probablemente había cortado la Senda de las Merinas, el viajero quería comprobar por mí mismo si por ahí había una posible salida a pie de la metrópoli sitiada. Los problemas arrancan en el mismo punto de partida de las dos sendas, la Real y la de las Merinas, la glorieta o puerta de San Vicente, donde hay un gran cartel que anuncia: “Soterramiento del nudo del Puente del Rey-Avenida de Portugal entre el Paseo del Marqués de Monistrol y el Puente de Segovia. Presupuesto: 371.671.965,05 euros. Plazo de ejecución: 24 meses”. A simple vista, sin esforzarse, se cuentan 52 obreros provistos de vistoso casco amarillo. Pero si se habla con Carlos, portugués de Viana do Castelo, ajusta las cuentas: sólo compatriotas son 80. En total, 300 operarios. Y han recibido instrucciones de apurar al máximo, de no reparar en horas extras. La orden es terminar cuanto antes. Antes de las municipales. El soterramiento ya está finiquitado. Ahora se trata de terminar con el intercambiador de Príncipe Pío. El movimiento de tierra y camiones en el paso de los Pontones es un pandemónium. Cruzo el río escuálido, reducido a un hilo encajonado por los aterramientos y los escombros, por el antiguo Puente del Rey, que será peatonal, y escucho a un obrero que chapotea en el barrizal: “Estoy hasta los cojones de la obra”.

Entro en la Dirección General de Deportes, antigua Casa Palacio de los Vargas, núcleo originario de lo que sería, con sus jardines y huertas colindantes, el Real Sitio de la Casa de Campo, adquirida por Felipe II entre 1562 y 1563, quien la reformó sobre el proyecto del arquitecto Juan Bautista de Toledo. Se utilizó como pabellón de caza cuando la Casa de Campo era cazadero real. De aquí arranca la Senda de las Merinas, de la mismísima puerta del Rey.

Tantas puertas tiene Madrid, y tantas sendas escondidas. Cortado el acceso al tráfico rodado, el asfalto está cubierto por una lámina de barro. Sólo circulan camiones y volquetes de obras. Una prostituta rubia y flaca, nacida en el Este de Europa, bosteza ante el paso de un convoy de vehículos de la policía municipal. La senda sube hacia el lago. Si se echa la vista atrás, el palacio Real asoma entre el follaje, y a la izquierda, el edifico de la Telefónica, con muescas de la guerra civil siempre incrustadas en su carne de piedra.

Del catálogo de la exposición Corresponsales en la Guerra de España, editado por el Instituto Cervantes, rescato un fragmento del enviado especial de la revista polaca Wiadomosci Literackie (Noticias Literarias), Ksawery Pruszynski: “El rascacielos más alto de la Gran Vía es el edificio central de Telefónica, punto de encuentro de nuestros rendez-vous periodísticos. Las puertas de cristal están rotas. Nuevos estragos del bombardeo de la tarde. La planta baja está atestada de gente. Subimos a la planta décima. A esta altura el edificio de Telefónica es aún un gigante obeso y seguro. En una sala amplia aguardan aburridos los censores, mientras mis compañeros esperan sus ‘Londres’ y sus ‘París’. Subimos por la escalera a una planta un poco más alta desde donde se puede divisar todo, absolutamente todo. Desde aquí tu mirada abarca todo el frente próximo a Madrid: el cerro de Los Ángeles, que se alza hacia el cielo; Carabanchel Bajo y Alto; las colinas de la Casa de Campo, que se extienden hasta el camino que conduce a El Escorial (la misma ruta por la que antaño entraron los franceses); y la Ciudad Universitaria. Esta última está formada por un conjunto de estupendos edificios, que incluyen laboratorios y centros docentes, algunos de los cuales están a medio construir. Desde ayer tarde, sobre un enorme edificio de ladrillo colorado ondea una bandera roja, amarilla y roja. Parece que retase a la multitud de banderas con el morado republicano que han florecido en las torres de Madrid. La vieja bandera monárquica ha regresado desde Marruecos y ya ha clavado su asta en la Ciudad Universitaria, los primeros edificios de Madrid”.

Entonces sí que era fácil salir de Madrid y entrar en ella andando. Pero en aquel momento había otra muralla: de trincheras, cañones y bayonetas…

Junto a una barrera y la señal que prohíbe el paso “excepto servicios”, una exuberante compañera de la primera meretriz, ésta de origen latino, espera clientes. Hay más, entre los árboles. Y entre ellas, un negro espigado que no sé si acecha o desempeña servicios de vigilancia facultativa, de cobrador o de seguridad privada. Extraña selva urbana. Se detiene un coche. La mujer negocia apoyada sobre la puerta. En el lago, mientras tanto, una sola barca rema cerca del gran chafarís. No hay acuerdo. La mujer vuelve a su puesto.

Silencioso, pasa un piragüista. Dejo el lago a la derecha y sigo la senda, que no parece tener pérdida. Un panel da cuenta de los hitos de la ruta: metro Lago, recinto ferial, pinar de las Siete Hermanas, albergue juvenil Richard Schirrmann, parque de Atracciones, puente y venta del Batán, parque zoológico, ermita de san Pedro, puente del Álamo negro, puente de la Culebra, puerta del Zarzón. Me cruzo con ciclistas, un marchador sudoroso, jubilados sin propósito… La tierra está blanda por las lluvias recientes, y el parque, solitario en medio de la semana, se muestra como lo que es: un insólito paraíso urbano al alcance de la mano. Entre el frescor de los árboles se cuela el rumor del metro, que pasa por la cercana –e invisible desde el camino– estación del Lago. La senda ancha, bien señalizada, amparada por altísimos plátanos, discurre junto a una carretera cortada por la que sólo circula de tarde en tarde un vehículo policial.

Gritos de angustia brotan súbitamente de entre la floresta. Como si estuvieran matando a alguien. El misterio de resuelve a renglón seguido: en cuanto a los gritos sucede el inequívoco estruendo de un convoy. Se trata del parque de atracciones, de las delicias perversas de la nueva montaña rusa y otros señuelos sadomasoquistas. Un grupo de muletillas practica en un escueto albero, y la muleta de sangre contrasta vívidamente con la prolija gama de verdes, entre hierbas, hojas y ramas. De toro hace un artilugio mecánico: una bicicleta con rueda huérfana y astas de mentirijillas. Las prostitutas se hacen más ostensibles a la salida del Batán, aunque aquí el gremio que predomina es el africano. En segundo término, furgonetas y coches solitarios, con bicho dentro: hacen la vigilancia y llevan la contabilidad, chulos como lectores del tiempo que hace y una melancolía asquerosa. Parque de atracciones, selva de prostitutas. Diversiones con bendición eclesiástica, y diversiones toleradas. Formas de asueto físico y moral.

Tras dejar el zoo y su colección de gruñidos, gemidos y gañidos, una rampa me hace descubrir las almenas de los edificios que rodean el inmenso terráreo urbano. Pregunto si la puerta es la del Zarzón, pero los viejos apostados no saben nada. Nadie parece saber nada, salvo que la boca de metro es la de Casa de Campo. A lo lejos, al otro lado de la mancha cobriza, gris de lluvia, con tiznes morados, rojos, de acero y bruma, se alzan las Cuatro Torres y la torre Picasso. Me despistó el zoo y salí antes de tiempo.

Trato de encontrar la puerta por la que sale la Senda de las Merinas, y así bordeo por la cara interna la muralla que encierra la Casa de Campo. Un hombre que pasea a su perro no conoce el Zarzón, pero sí el puente de la Culebra. He de seguir. Veo un arroyo y opto por salir a este flanco de Madrid: para mi sorpresa, se trata de la calle Galicia. En la primera esquina, entre la ciudad y el parque, villa Odilia. Me he vuelto a equivocar: se trata de la carretera de Boadilla del Monte. En un bajo de menesterosos edificios de cinco o seis pisos se encuentra Casa Candi. Comidas caseras. Tras reponer fuerzas entre obreros y oficinistas, vuelvo a entrar por donde salí.

Tengo una cita pendiente con “la obra de mayor calidad artística existente en el parque”. El puente de la Culebra salva el arroyo de Meaques, tributario del Manzanares. El puente recibe su nombre de las formas onduladas de su pretil, sinuoso granito trabajado por canteros que siguieron las instrucciones de su artífice, el arquitecto Sabatini. En sus inmediaciones se conservan restos de una posición de retaguardia que dio servicio al ejército nacional en la Guerra Civil, que seguramente no tuvo ocasión de inspeccionar Ksawery Pruszynski. Ladrillo y piedra de granito, una boa inmóvil que se aparece cuando uno menos se espera y da paso a la puerta del Zarzón, construida en el año de desgracia de 1898, una de las pocas anteriores al advenimiento de la II República que todavía se conservan, aunque ha perdido los cuatro adornos en forma de piña que la coronaban.

Mientras el cielo se va entenebreciendo, salgo del parque por una puerta que desemboca literalmente en una urbanización de nuevos chalets pretenciosos que parecen hincarse de codos sobre la tapia de la Casa de Campo. Cuando la nueva urbanización que, como no podía ser menos, se llama El Zarzón, la puerta parecerá el acceso privado a la mayor finca pública de la capital. Un lujo asiático.

Sigue siendo la hora de comer y no se ve un alma. Pero doy con el guardián de la obra, que en su cabina da cuenta de su pitanza. Es argentino y tuesta su pan en el infiernillo que caldea la garita. Tras vencer su desconcierto al verme llegar del lado del parque, me pone en vereda para salir del laberinto.

Descubro que por aquí trazaban los ecologistas la famosa senda: por el centro de la celebrada colonia de Los Ángeles, con glicinias en flor en muchas casas, algunas elegantes, otras empalagosas. Del camino de Humera paso a la Avenida de los Ángeles. Me río de la M-502 gracias a una pasarela que salva seis carriles. Atasco en dirección a Madrid, tráfico fluido en dirección a Pozuelo. Al otro lado de la pasarela se encuentra la estación del nuevo metro ligero: Prado de la Vega. Todavía virgen. Sin servicio. Del túnel que es toda una invitación a perderse en las entrañas de estas afueras que han dejado de serlo llegan rumores de sopletes. Pedro Botero en obras. Junto a la estación, el nuevo hospital Quirón todavía no ha empezado a operar: ni alivio ni dolor. Y un cartel: “Madrid M-511 Boadilla del Monte Ciudad de la Imagen”. ¿No lo es toda?

Tuerzo por la Avenida de la Carrera, siguiendo las indicaciones del mapa. Dejo a mi derecha, Prado del Rey. Barrios nuevos, carreteras nuevas. Un Opencor todavía por inaugurar. Un cartel con una vaca eléctrica me confirma que voy por el buen camino. Reza: VÍA PECUARIA, y una recomendación avalada por las banderas de la Unión Europea y la Comunidad de Madrid, paradójica, en medio de casas de pisos y vías de asfalto: “Consérvala”. Casi enfrente, al otro lado de la avenida que todavía rezuma novedad, la urbanización Vega de Somosaguas. Llega el promotor. A espaldas de su elegantísimo chiringuito de ventas, los albañiles enfoscan y rematan lujosas casas de tres pisos. Leo: “Residencial Vega de Somosaguas. Viviendas exclusivas de 1 a 4 dormitorios, con piscina, paddle y espacios comunes”. En el tentador anuncio, con el rutilante azul turquesa-piscina, que equipara todas las aguas elegantes con un Caribe ideal, junto a la frase “hacemos hogar”, falta el reclamo definitivo: “Con vistas a la última vía pecuaria / senda de las Merinas”.

Gracias a los mapas de maniobras de Ecologistas en Acción, refrescamos la memoria: “Las vías pecuarias constituyen una red de caminos milenarios que han albergado el paso del ganado ibérico a lo largo de los siglos y que han constituido el verdadero fundamento estructural de la trashumancia castellana que se desarrolla a lo largo de la Edad Media (…). Estas calzadas pecuarias serpenteaban por la mayor parte de las regiones españolas a lo largo de cien mil kilómetros. Sólo en la Comunidad de Madrid la red de vías pecuarias alcanza una longitud de 4.200 kilómetros”. Del margen de otro mapa, extraigo: “La Comunidad de Madrid, situada en el centro peninsular, es surcada por cuatro Cañadas Reales, símbolo máximo de estos caminos ganaderos”. Las vías pecuarias están clasificadas en cuatro categorías según su anchura: cañadas, hasta 75 metros; cordeles, hasta 37,5 metros; veredas, hasta 20 metros; coladas, cualquier vía pecuaria de menor anchura que las anteriores.

Hago caso omiso de la calle Siroco y sigo por lo que parece la verdadera senda. Otro cartel de la vía pecuaria me confirma que voy bien, que según la taxonomía recién aprendida sería más bien colada. El rumor del tráfico se va quedando atrás. Entran los grillos. Y las amapolas, que ya había saludado en la Casa de Campo, y dos días antes en mi primera tentativa de salir de Madrid por mis propios medios motrices, sin ayuda de motor de explosión o derivados. A un lado de la amplia senda de tierra, una señal roja prendida en la verja disuade de cualquier aventura: la silueta blanca con los brazos en cruz en medio de un círculo parece la diana de una mira telescópica. Para que no haya lugar a interpretaciones equívocas, se añade un comentario gramatical: “Propiedad privada. Grupo SERCON. Seguridad, servicios auxiliares”. Y un número de teléfono. Es una gran finca virgen, con un bosquecillo en lo alto de una loma, y más lejos, un campo de golf. Al lado diestro de la vía, viviendas de lujo de tres y cuatro pisos tras una barrera infranqueable, pero en este caso con la bonhomía de disimular el alambre con un seto bien tupido. El viajero tiene la impresión de que está a punto de lograrlo, y el viento fresco que peina hierbas y transporta nubes parece sumarse a la inminente celebración. La masa de cemento, acero y vidrio se va quedando al fondo del camino, como un telón sólido, neto, con insospechados lindes. La senda es ancha, pero sin llegar al atolondramiento, y se prolonga amparada por una línea de alta tensión. Los que la tendieron sabían bien lo que se hacían: siguiendo la antigua cañada, para qué buscar mejor trazado. El silencio de las cuatro de la tarde se vuelve muy grato a medida que la metrópoli se va disolviendo a cada paso. Entre los árboles, golfistas, y un inmigrante hispano que, encaramado a una segadora de césped autopropulsada, trasquila las primorosas praderas del campo de golfo Los Retamares. Tras un tramo de bosque en la margen derecha, aflora una nueva urbanización: La Finca. Chalets adosados con ostentosas chimeneas que hablan del estatus de los futuros propietarios. La cañada atraviesa la avenida de la Finca, pero enseguida retoma el nombre que traía desde Prado del Rey: Avenida de la Carrera, con la vía pecuaria milagrosamente sin asfaltar en su margen derecha. El nivel del terreno ha ido elevándose de forma imperceptible. Ahora cabe por fin contemplar el campo abierto, el triunfo de la luz. Pero si el viajero vuelve la vista atrás, el horizonte tiene hitos indudables. De izquierda a derecha, como en las fotografías de los equipos de fútbol: las Cuatro Torres, como cuatro zigurats, el nuevo techo capitalino; las torres Kio, la torre Picasso y hasta la Torre de Madrid, hace tiempo destronada, que capta una pincelada de sol que a esta distancia (8,5 kilómetros desde el arranque del trayecto, en la puerta del Rey) parece casi amable, de trazo impresionista.  Aunque de vez en cuanto me cruzo con un corredor, la única alma que no va en coche es la de un jardinero hispano.

Le pregunto y me dice que la M-40, mi linde, el último lienzo de la muralla moderna, no tiene pérdida, todo seguido, ahí enfrente, no muy lejos. Si consigo atravesarla, por arriba o por debajo, habré logrado mi objetivo. Agotado, llego a una rotonda que es paso previo, descansillo, a la M-40. Y en los márgenes de ese distribuidor, de ese círculo de tiza, perfecto bajo un sol picajoso que anuncia tormenta, una señal reconfortante: una vaca más modosa que la previa. Se trata de una señal reglamentaria, de las catalogadas en el Código de Circulación: “ATENCIÓN. VÍA PECUARIA”.

Aunque parezca una aparición salida de una película de Luis Buñuel, se detiene un mensajero mexicano montado en una motocicleta. Me pregunta cómo ir hacia Madrid. Le indico la señal que reza “centro urbano”, y “camino de Alcorcón”. Parece que efectivamente hay un paso franco bajo la M-40. Para el ganado y los vagabundos. Todas las dudas se desvanecen cuando descubro una pintada en una de las pilastras que sustentan la segunda corona de circunvalación de Madrid: “Senda Merinas”. Se trata de una vía de dos carriles y doble sentido, aunque sólo una, la que entra en Madrid, está en servicio: la de entrada para vehículos a motor. Con cuidado, ojo avizor, por aquí pueden pasar viejos y nuevos rebaños. A las 4.50 de la tarde consigo pasar al otro lado. Atrás queda el último cinturón, el último foso, la última muralla menos que imaginaria, la M-40 y su tráfico incesante. Al otro lado de la carretera de incorporación a la autopista me vuelvo a encontrar con la señal que es como una recompensa: “VÍA PECUARIA”. Y otra vez los grillos. Y los postes de alta tensión. Y una nueva urbanización: La Cabaña, justo después de una subestación de Iberdrola. Pero se abre el horizonte, aunque a la derecha se alce, a lo lejos, el centro de comunicaciones de Telefónica, y más lejos, Pozuelo.

¿Cómo no acordarse de Rafael Sánchez Ferlosio? En el capítulo titulado ‘Donde se inicia al lector en la persona de don Zana’, de Industrias y andanzas de Alfanhuí, el más cristalino de todos sus libros, se lee: “Fue cuando había geranios en los balcones, puestos de pipas en la Moncloa, rebaños de ovejas churras en los solares de la Guindalera. Arrastraban sus lanas, comían la hierba entre los escombros, balaban a la vecindad. Se colaban a veces en los patios, se comían el perejil”, y en el capítulo siguiente, ‘De la entrada que tuvo Alfanhuí en la ciudad y visiones de la misma’, se dice: “Cuando, con media hora de sol, una mujer le dijo: ‘Desde la esquina de aquella tapia ya se ve Madrid’, se quitó las alpargatas y se puso unos calcetines blancos y unos zapatos de charol que llevaba en la talega. La tapia era muy alta; por arriba asomaban cipreses. En la esquina miró: una carretera con arbolillos bajaba al río. Al otro lado del río, la ciudad”. Y tras el punto y aparte de rigor: “La ciudad era morada. Huía en un fondo de humo gris. Tendida en el suelo contra un cielo bajo, era una inmensa piel con el lomo erizado de escamas cúbicas, de rojas, cuadradas lentejuelas de cristal, que vibraban espejeando el poniente, como láminas finísimas de cobre batido. Yacía y respiraba. Un cielo llano y oscuro, como una llanura vuelta del revés, cubría con su losa cárdena la ciudad. La ciudad era morada, pero también podía verse rosa”.

Me dejo llevar por el cansancio. Sigo leyendo señales: “Parque periférico Monte Gancedo. Prohibido cazar”. Y una que todavía me gusta más: “Cañada de la Carrera”. Si siguiera caminando podría, imagino, llegar a Galicia y Portugal, al océano Atlántico. Pero ese es otro viaje, otro cantar. Es hora de regresar.

 

 

La calle de Doce de Octubre en tiempos de coronavirus, mucho tiempo después de esta crónica.

 

 

 

 

 

 

 

 

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