Asistir a un debate postpartido del Madrid es una experiencia casi almodovariana. Yo el otro día después de lo del Fuenla dejé al canal seguir su curso mientras hojeaba distraídamente mi recién adquirido mamotreto de Thomas Wolfe. He de confesar que lo que salió del televisor me sustrajo casi violentamente de mis relajadas divagaciones para ponerme al nivel de, pongamos, Pepa, esa Carmen Maura de ‘Mujeres al borde de un ataque de nervios’ que guardaba en la nevera gazpacho con somníferos.
Yo les hubiera dado un vasito a cada uno de esos contertulios, todos ellos afectados de madriditis el que menos en grado moderado. Desde luego debe de haber una epidemia mayor de la habitual. El miércoles (y todavía hoy) la consigna era vender la idea, que nunca fue real a pesar de que la compren propios y extraños, de un casi desastre del Madrid tipo Alcorcón, o tipo «Alcorconazo» como les encanta decir con sensualidad a esos hombres que parecen enloquecidos tras un parto y sólo buscan al marido que los abandonó como a Julieta Serrano.
En realidad todos esos hombres son esos personajes, pero las mujeres al borde del ataque de nervios son los madridistas, al menos este madridista, que contemplan día tras día (unos con mayor profusión que otros, como el miércoles pasado), si no es en una parte en otra, un guión loco elaborado con la única intención de divertir al futbolero a costa de la salud de los madridistas) y a través de una sordidez casi puramente escatológica, ya sin ninguna referencia cultural, ni siquiera deportiva, que justifique una mínima pertinencia, incluso moral, echado todo argumento a una cazuela de la que sale por ejemplo el brebaje que probé sin quererlo tras el partido, privándome sorpresivamente de mi menú de Thomas Wolfe.
Yo que planeaba irme a dormir con el recuerdo de ese timbrazo musical, casi emocionante, de Gareth Bale. Ese centro zurdo con el exterior de hermosa estética saltarina y precisión galesa (si no existe como concepto la precisión galesa debería de existir), o ese espuelazo de bailarina de Degas donde yo vi hasta el tutú subir y bajar grácilmente con la potencia de un bailarín atleta y dechado como el describir interminable de ese tren iniciático entre montañas y valles camino de la nueva vida de Eugene Gant. Yo que planeaba un sueño largo y plácido, pletórico de subordinadas evocadoras y vertiginosas como en ‘Del tiempo y del río’, me iba a ir a la cama finalmente entre murmuraciones de corrala y tendenciosos y maliciosos y vulgares pseudoanálisis de colores chillones que ya no me cogerán más, al menos de sorpresa. Antes me tomo el gazpacho con somníferos.