Ojo clínico. Que sólo no lo padecen los que se miran en el espejo observándose defectos insignificantes como: ser calvo, cargar con una melena desaliñada, una barba ídem, gafas, y una vestimenta que casi nunca es la que pasean los que desfilan por la tele, antiguamente llamada ‘caja tonta’, hoy ‘ataúd gusano’.
Pasaron semanas, a lo mejor hasta un par de meses, pero Maëlys me contactó, con la escasa sabiduría en la que creyó ver a un ser humano en una terminal cuando en realidad yo era la fase terminal de la raza humana en un aeropuerto cualquiera, en aquel caso el de Saigón, cárcel contra el pasajero sin visado.
Yo andaba por el Mercado Central de Phnom Penh, sorteando a transeúntes, regañando entre dientes, como cada mañana de cada día, cuando mi móvil vibró –la contaminación acústica es general, y esto lo aprendí en China: es mucho más honesto y eficiente poner el teléfono en modo vibrador a soñar con que en medio de tan tremebunda orquesta de mancos, uno pueda llegar a oír el ring del teléfono– y yo me lancé hacia él, como el que se le caen las llaves de casa y antes de verlas introducirse en una alcantarilla dobla el espinazo, en una acción entrañable que hasta llamó la atención de algunos nativos –vendedores de frutas, en su mayoría– que creyeron ver en mi violento movimiento –haber sido nervioso desde el primer día de vida tiene estas cosas– una especie de nuevo ictus. Algunos hasta se arremolinaron ante mí, en una suerte de pelea a solas.
Hoy en día los teléfonos móviles suenan más que lloran los bebés. Por lo que uno ya casi no se sorprende de lo que pueden llegar a ofrecerte: casi siempre llamadas perdidas y todas esas otras cosas con las que nos obsequia la asquerosa modernidad en 3G: actualizaciones, mensajes de Facebook, Twitter y otros portales, en una manada de temblores sobre mi pierna izquierda que a veces presiento que en vez del mensaje de un amigo lo que hace temblar mi aorta es un auténtico trombo.
Pero era Maëlys, la mujeraza que dejé a solas en aquella extraña terminal de Saigón –ella a mí me dejó varado desde que tomé aquel avión hacia Phnom Penh– que no sólo me había enviado un correo electrónico, sino que, además, decía estar en suelo camboyano. Al principio fue como una irrealidad y con el paso de los pedidos –“Señora, me cago en la puta, le he dicho dos kilos de aguacates, no medio”– fui dándome cuenta de que era verdad: Maëlys había decidido contactarme antes de haber pedido un certificado médico de mi persona además de otro de penales. Es lo que tiene el error, sinónimo de amor y del esguince cerebral.
Reconozco que volví a casa algo aterido, cuando la temperatura rozaba los 30 grados centígrados e iba cargado de bolsas repletas de alimentos que por un momento me hicieron dudar de si realmente debía seguir dedicándome a la cocina o si sería más conveniente, además de elegante, viajar por el mundo por el mero hecho de conocer a señoras de buen ver en terminales de aeropuerto. Eso sí, caminando por el bulevar de Norodom, sudado como un pollo asado, esbocé una sonrisa: no sólo acababa de poner la piedra para otra monumental obra de amor sino que muy probablemente a mi catarata literaria se le había abierto otra vía de agua. Y en esas estoy.
Es gracioso. Uno recibe un mensaje que no sólo llevaba esperando, sino que hasta lo había soñado despierto y dormido, y se pone a dilatar la respuesta, como queriendo hacerse el interesante, en un manido asunto que delata al ser humano: somos imbéciles. Luego tropecé con la puerta de salida de una zapatería, donde había adquirido unas chanclas tras haber desgastado las que regalé a la cajera, creyéndome que no había cristal cuando sí lo había. Resultado: lo que ya eran historia eran mi montura japonesa, partida en tres, y mis cristales, hechos añicos. Recogí lo que pude del suelo y salí como si tal cosa, rezando porque Maëlys no estuviera a cuatro metros, interpretando que su decisión de visitar a un tipo extraño que había conocido en una terminal de aeropuerto no había sido un pedazo de error.
Luego, con las gafas antiguas que aún mantengo, respondí a la señora de manera certera: “Como no me contactabas llevo ingresado un par de meses en el Centro de Salud Mental de Phnom Penh…”, para luego advertirla que dos días después, cuando me dijo que llegaría a Phnom Penh desde Siem Reap y Battambang, podríamos vernos en mi restaurante, en lo que puedo asegurar que fue una extraña espera repleta de nervios juveniles y todas esas cosas difíciles de explicar cuando encaras los 41 y te pasas la mayor parte del tiempo bebiendo, escribiendo y sudando mediante paseos sin destinos a lomos de chanclas a seis euros el par. Luego se desgastan, ¡claro!
La noche de autos me había atrincherado en la primera planta de mi restaurante, asustado por verla dar el paseíllo desde la entrada hasta su mesa, avergonzado por si podía llegar a tartamudear, y rezando para que no chocara con más cristales recién abrillantados: ya no me quedaban más gafas.
A eso de las ocho y media, y cuando dos muchachos y una muchacha –todos amigos– charlaban conmigo distendidamente, recibí por medio de una de mis camareras un mensaje milagroso: “Hay dos chicas en la mesa 1 que preguntan por ti”. Ya no quedaba más que ponerse en pie, introducir los pinreles en las zapatillas de esparto –trabajar en chanclas sería demasiado– y bajar al salón principal con la cabeza bien alta y las pulsaciones sobre cien. Bajando las escaleras temí un desmayo y el conseguiente descojone general. Pero con un poco de suerte, y agarrado al pasamanos, llegué a la planta baja donde de golpe y porrazo recuperé aquella visión que perdí en aquella extraña terminal vietnamita, aunque mantuviera su recuerdo: era su cara; ya no había margen de error para un sueño; para otra victoria; que me río yo de los que ligan por internet con lo fácil que se ha puesto el hacerlo, y sin buscarlo, en los aeropuertos del mundo.
Vestidas como dos turistas que pasean por un país inclemente en asuntos tales como el calor y la humedad –o sea, no iban embutidas en modelitos de Dior– asumí que Maëlys iba rodeada por el mismo halo que hacía un par de meses amenazó con ahogarme. Lo que esta vez no hice fue atreverme a olerla, absolutamente destruido por los nervios, a pique de entrar en un ataque de pánico, que cuando nos besamos en el saludo inicial sentí que mis orificios nasales se habían atascado, en señal exacta de la piltrafa que estaba hecho. Mis amigos, cuando Maëlys y su compañera se fueron a su hotel, me pasaban la mano por la espalda con ánimos, parecidos a los que se realizan a canes, que en realidad eran descalificaciones: “Nunca te había visto así, macho”, me dijo el más joven. Creo que llegué a temblar. Y eso que hacía rato que se había marchado.
Aquella noche me apresuré diciéndole que sí a enseñarla al día siguiente Phnom Penh, con su Riverside lleno de puteros, malas pintas y pedófilos camuflados tras best-sellers de quinta mano, cuando en vez de irme a dormir me escondí tras unas botellas de La Vendimia, fabuloso tinto de Álvaro Palacios, que con amigos fueron descorchándose de manera rápida. Nos dieron las cuatro y al levantarme a eso de las ocho noté asuntos extraños: estaba cansado, resacoso y tenía una cita vital. La edad, en mi caso, ya no era juvenil. Por lo que sufría hasta duchándome. Nos encontramos en su hotel y paseando, bajo la lona del cielo que expulsaba un calor extremo, acrecentado por la dinámica alcohólica previa y/o general, noté que la cosa no podía acabar bien. Ellas se iban de Phnom Penh a eso de las dos de la tarde –era mediodía– y yo contaba los minutos para salir disparado hacia mi sofá, ponerme debajo del aire acondicionado y tomarme la tensión, en un alarde hipocondriaco de manual. Lo peor vino cuando Maëlys, por la que estaba loco, me dijo que debíamos comer los tres.
Elegí el Genova, un italiano con terraza, pero al llegar nos enteramos que no abría al mediodía. Por lo que cercano al colapso las detuve en el Lemongrass, un restaurante ameno de cocina tailandesa de perfecta calidad-precio, cuando yo ni podía comer ni casi articular palabra. En medio de una batería de preguntas –la amiga se había empeñado en hacerme un interrogatorio; seguramente por petición de Maëlys– comprendí que aquel aire acondicionado y aquellos ventiladores poco iban a hacer en medio de mi trifulca general, que suele someterme cuando hay tensión en el ambiente, resaca en las venas y responsabilidades únicas. Salí un par de veces del restaurante haciéndome el telefoneado, cuando me metí a capón un ansiolítico de 10 miligramos entre tuk-tuks y motocicletas aparcadas, volviendo a la mesa con una información casi teatral: “Mi manager me ha llamado para decirme que se ha caído el sistema informático. Debo volver a mi restaurante”.
La gracia del asunto no era sólo que el sistema informático no se había caído. Ni que el manager libraba ese día, ojo al dato. Ni que, en realidad, nadie me había llamado. Sino que volviendo a mi restaurante, aturdido y preocupado, me metí en una casa de masajes para pasar el rato, ya que la responsabilidad de tener a Maëlys frente a mí, en medio de aquella resaca monstruosa, era superior a un concierto ante 78.000 personas sin bafles ni alta tensión y la voz tomada.
Cuando sospeché que ya debía haber salido del término municipal de Phnom Penh se detuvo el ataque de pánico. Pánico en el edén. En el edén de su presencia. De su sonrisa. De su persona, que antes de dejarme marchar, preocupada porque el sistema informático de mi restaurante no funcionara, me dio el tiro de gracia: “Si tienes libre en Navidad podrías venirte con nosotras; estaremos alojadas a 40 kilómetros de Phnom Penh”.
La locura tiene este tipo de cosas: que te desembarazas de la persona a la te gustaría besar, para luego horadar, y acabas mandándole un correo electrónico sin sentido: “Hola, en Navidad estaré trabajando. Pero luego podríamos ir todos juntos a Kep, en vez de vosotras solas”. Por supuesto dijo que sí. Y ahora cuento los minutos –y los ansiolíticos– para saber si en este nuevo plan que será real a la vuelta de la esquina podré mantener el tipo, o si por el contrario, diré aquello de: “Voy a nadar un poco”, para no parar hasta las costas de Vietnam.
Joaquín Campos, 27/12/14, Phnom Penh.