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Mientras tantoMagos en el desierto de Wadi-Qelt, zona C entre Israel y Palestina

Magos en el desierto de Wadi-Qelt, zona C entre Israel y Palestina

La fábrica de historias   el blog de Iara Matiñán Bua

 

Cuando camino alrededor de las montañas siempre me detengo para observar su cima: me encanta leerlas. Me dijo Tahseen mientras comenzábamos nuestro viaje con otros palestinos que trabajaban con él en el Ministerio de Educación por el hermoso rincón de Wadi-Qelt.

 

Wadi-Qelt era un lugar marcado por la música de la estela del río, situado al este del desierto de Judea (valle del oasis de Jericó, Palestina), donde Jesucristo fue tentado por Satanás durante 40 días.

 

—Escribiré sobre el oasis verde que se divisa en el valle de las montañas vacías de color. Verde significa vida sobre todo para nosotros que vivimos en medio del desierto. La escasez de agua es motivo de guerra y de conflicto. El hombre siempre busca apoderarse de los recursos naturales.

 

—Gracias por llevarme contigo y con el resto de tus compañeros de trabajo —le respondí. Necesito documentar cómo viven los palestinos y los israelíes cada día, vivir con ellos y observar cómo son sus rutinas. Por desgracia, este tipo de historias no se observan en los medios de comunicación. Las grandes agencias están demasiadas ocupadas cubriendo sangrientas matanzas y discursos de propaganda política. No tienen tiempo para bajar a la tierra de los humanos mundanos, personas que viven sus historias cotidianas en países en conflicto sin que sus voces sean jamás escuchadas. Yo nunca he creído en el periodismo de las agencias, sino en el que aspira a producir un cambio en el mundo.

 

—Me gusta tu manera de pensar, está de acuerdo en como actúas.

 

—-Gracias —respondí a Tahseen.

 

—¿Esas bases militares son de la guerra de la independencia de 1948? —pregunté a Tahseen y a su amigo Ismael mientras continuábamos el camino.

 

—No —respondió Ismael. Son bases que los británicos usaron en la Segunda Guerra Mundial.

 

Sin duda Oriente Medio estaba marcado por la huella de la guerra.

 

—Yo me crié en este valle, mi familia son beduinos. Recuerdo que en la guerra del 1973 tenía doce años y quería salir de aquí cruzando las montañas a pie. En mi intento me encontré a unos soldados jordanos que custodiaban la zona, por aquel entonces Cisjordania, estaba bajo el control del Gobierno jordano. Los soldados me dijeron que volviese a mi casa, y así lo hice. Al día siguiente los aviones militares israelíes empezaron a bombardear la zona. Me acuerdo que me escondí junto con otros niños más pequeños: estaba acongojado de miedo. Veía luces en el cielo, pero no quería mostrar a los menores mi pavor, así que para disimularlo me tapé la cabeza con un sombrero agachándome en el suelo. Las luces estaban cada vez más cerca de nosotros. Cuando el ruido se desvaneció, volví a mirar al cielo. Dios nos había dado una segunda oportunidad. Me quité la gorra y volví con los otros niños, fingiendo que nada había pasado.

 

Me pareció interesante reescribir qué es lo que un niño de doce años había sentido por aquel entonces. Claro que para ser objetiva también debería indagar acerca de los pilotos israelíes que sobrevolaban la zona y que sin duda muchos de ellos perdieron sus vidas en servicio. En la guerra no había ni buenos ni malos, tan sólo odio y destrucción.

 

—¿Oyes ese ruido? —me preguntó Tahseen. Es la música del agua del río que bordea Wadi-Qelt. Cuando el lector lea sobre este lugar también ha de sentir el sonido que dota de vida a la tierra desértica, y ha de ver los colores verdes que salpican las montañas doradas como si fuesen la paleta de un pintor.

 

Sin duda Tahseen era un buen escritor, y aunque yo no era religios, agradecía al cielo todos los grandes maestros que me había brindado por casualidades de la vida (aunque siempre pensé que determinado tipo de personas estaban predestinadas a conocerse).

 

Un coche 4×4 adelantó al grupo mientras caminábamos.

 

—Son israelíes —dijo Tahseen. Estamos en la zona C marcada por los acuerdos de Oslo, por lo cual no está bajo el control de la Autoridad de Palestina, sino de Israel.

 

—Lo cierto es que la zona está muy limpia, se nota que Israel la cuida.

 

Noté la mirada de desdén del resto de los palestinos cuando comenté que Israel protegía sus zonas ocupadas.

 

—Es cierto —me respondió el escritor— y me alegro de que pienses así, porque la verdad es que en algunos aspectos Israel está más desarrollado que nosotros.

 

Me paré a pensar en la falta de contenedores y servicios de recogida de basura que tanta falta hacían en Cisjordania. La Autoridad Palestina no había hecho un buen trabajo en ese aspecto, pese a ser de su competencia.

 

—Considero que los educadores también deberíamos trabajar para conseguir una sociedad más cívica, y enseñar a la juventud palestina lugares como éste. Nuestros jóvenes han de aprender a viajar por su tierra.

 

—Tahseen, cuando leo tus artículos publicados en el periódico creo que señalas muchos temas interesantes que la Autoridad Palestina y la sociedad debería corregir. El problema es que no apuntas ninguna solución. Eres demasiado diplomático, y creo que un escritor ha de proponer estrategias de cambio. «La diplomacia y los escritores nunca han sido grandes amigos», comentó su amigo Ismael mientras caminábamos por el desierto.

 

No podía estar más de acuerdo con Ismael. Pensé en todos los problemas que había tenido por escribir sobre Israel y Palestina, y en las críticas recibidas en ambos lados, cuando en realidad sólo quería buscar caminos de cooperación.

 

Imágenes de beduinos subidos a caballo y cuidando rebaños de cabras se mezclaban con nuestras voces.

 

—Los beduinos son árabes musulmanes que viven en tiendas de campaña en el desierto. Suelen habitar en lugares cerca de ríos o de zonas con agua. Muchos de ellos viven en el desierto del Negev, en Israel, y hacen el servicio militar por tres años, como el resto de los israelíes —–explicó Tahseen con la paciencia que le caracterizaba, como si fuese un libro abierto, un profesor que se iluminaba el rostro cada vez que impartía su conocimiento y expresaba sus ideas.

 

Entre beduinos y escondrijos de francotiradores divisé una cruz cristiana y un hermoso monasterio escondido en la falda de la montaña hecha trizas por los dientes del afilado viento del desierto.

 

—-Es el monasterio de San Jorge (Sant George).

 

Este monasterio griego ortodoxo fue construido en el siglo 5 después de Cristo por Juan de Tebase, quien se convirtió en un ermitaño y se mudó desde Egipto en el año 480. El monasterio de San Jorge debe su nombre al monje más famoso que vivió en él: Gorgias de Coziba. Destruido en el 614 por los persas, el monasterio fue reconstruido en el periodo de las cruzadas, cayendo posteriormente en desuso. En 1878 un monje griego, Kalinikos, se estableció aquí y lo restauró, finalizando las obras en 1901.

 

Había recorrido muchísimos lugares por la tierra, pero siempre me encontraba una esquina recóndita que parecía sacada de un libro de magia. El monasterio de Sant George es una de esos recuerdos que perdurarán en mi memoria.

 

—Caminaré delante de ti, no quiero que te caigas por el precipicio y que tu familia me mate —bromeó Tahseen- ¿Sabes una cosa? Creo que viajar no es solo ir de un continente a otro buscando historias extraordinarias sino salir de casa y mezclarse con lo que te rodea. Hay mucha gente que viaja buscando amor, una vía de escape para la cotidianidad de sus vidas. Yo viajo para conocerme a mí mismo.

 

Gran frase, pensé.

 

Después de seis horas caminando por el desierto cogimos un microbús de vuelta a Ramallah cuando uno de mis amigos del Kibbutz me llamó para preguntarme cómo iba todo.

 

—Bien —le respondí. Ahora mismo estoy en Jericó.

 

—¿Sabes que yo no puedo ir a Jericó?

 

—Sí que puedes, es zona C.

 

—¿En serio?, no lo sabía. De todas maneras nunca iría porque creo que no es seguro para los judíos.

 

—Sí que lo es —dije apenada. Pero entiendo por qué piensas que no.

 

La conversación acabó y contemplé el maravilloso atardecer en Jericó, zona C. De nuevo me sentí afortunada por la vida que tenía y por ser capaz de ver y conocer a todas las personas que me encontraba en mi camino. Pese a todo, un deje de tristeza velaba mi mirada. No dejaba de pensar lo injusto que era que yo pudiese disfrutar de la compañía de Tahseen y del espléndido paisaje de Wadi-Qelt, y que los judíos que vivían a unos pocos de kilómetros, que en cualquier otro país serían vecinos e irían juntos a tomar café, nunca verían.

 

De nuevo comparto con vosotros mis imágenes de los lugares recorridos. Por mucho que viajaba cada vez me costaba entender más al ser humano.

Wadi-Qelt

 

Wadi-Qelt

 

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