A través de una diversión ruidosa, aparentemente improvisada y elocuentemente excéntrica Juan Loriente y Óscar Gómez Mata hacen un guiño a la performance poética y conceptual. La referencia a la obra de Borges El hacedor (1960) es evidente tanto en el título como en las figuritas de las tigres del final, y por si no bastara los dos actores nos iluminan sobre la etimología de la palabra maker en inglés antiguo, cuyo contenido se acercaría más bien al rol de poeta y creador de significado. El humor vistoso, los bailetes excéntricos, los intermedios musicales y las piezas improvisadas e interactivas acompañan las refinadas citas de Marguerite Duras, Borges y María Zambrano.
El arte pictórico de Francesco Furini y su personal perspectiva de la historia de Santa Lucía confieren a la obra cierta gravedad enciclopédica, por breves momentos cortada sólo por la nariz redonda, los ojos inocentes y perdidos, las fintas orejas del gorro y la torpeza estudiada de Óscar Gómez. El objetivo es claro desde el principio: acompañar el espectador en un camino tortuoso e imprevisible hecho por momentos de hilaridad espontánea, lúdico asombro, dolorosas confesiones, sinceros desnudos y regalos inesperados. Más que una performance de los años ochenta recuerda el Teatro Pánico de Fernando Arrabal y Alejandro Jodorowsky.
El luto y la pérdida, el destino y el tiempo, la ciencia y la filosofía, el arte y la amistad son investigados de manera pintoresca y absurda, sin orden aparente ni coherencia de fondo. La risa se mezcla con el llanto y el llanto se vuelve mueca irónica, la acción es confusa y las teorías de los monólogos perturbadoras. Óscar Gómez Mata y Juan Loriente nos recuerdan que la vida es imprevisible, que cada uno de nosotros puede ser bisexual, que la mayoría de las veces es más conveniente “pensar como todo el mundo, es decir con los cojones/ovarios, tragarte tus propias ideas y metértelas por el culo”.
El mayor inconveniente ante espectáculos de este tipo es que todo se quede en la superficie y que la risa estridente se interponga ante la agudeza del drama. Los tontos del pueblo son por antonomasia filósofos frustrados y víctimas generosas. El escarnio público puede que los convierta en santos inocentes durante el tiempo que dure la obra, pero al volver a casa ¿quién volverá la mirada hacia el borracho que duerme frente a la puerta del banco?
Los actores comparan su obra con la metafórica y apetitosa imagen de la lasaña, hay muchos estratos por descubrir, cada uno lleva a un conocimiento más profundo de lo sensible. No sé cuántos entre los espectadores habrán logrado llegar hasta el último estrato o se habrán quedado en la superficie crujiente y cremosa cubierta de parmesano y bechamel. Habría que volver a ver la obra otra vez.
Dónde: Teatro de la Abadía, Madrid