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Mientras tantoMaldita nostalgia

Maldita nostalgia


 

 

En la puerta de la casa me espera un auto: lunas eléctricas, conexión auxiliar para la música, aire acondicionado. He pasado los 40 años y eso es lo que se espera de un hombre que ha emigrado, que ha pasado bien por los 30s: un buen auto, una casa, un nombre. 

 

Es un discurso burgués, es una invención del mercado, es una convención social ¿Quién necesita un auto? El cansado, el herido, el casi muerto que no puede/no sabe tomar un tren. A veces también me siento así. La mayor parte de las veces ni me lo pregunto. Tal vez debería darme crédito por preguntármelo de vez en cuando. Supongo que aquello ─mirado con cierto cariño─ aún me ubica en la categoría de los no-muertos.

 

Hubo una época en que me burlé de quien apareció preguntándome ¿por qué no tienes un auto? Me puse bravo: en Nueva York no se necesita auto, yo vivo en Brooklyn y trabajo en el Bronx, puedo usar los buses y los trenes. Acá se vive mejor sin tener carro. No sabes los problemas que trae tenerlo: levantarse temprano porque van a limpiar la calzada dos veces a la semana, perder el tiempo encontrando espacios para estacionarlo. «Esto es muy distinto de Lima» dije. 

 

Decidí usar el auto por miedo a perderme el nacimiento de mis hijos. Supuse que en caso de emergencia el motor japonés me ayudaría a alcanzar a mi mujer antes de que entrara a la sala de partos. Estaba trabajando a 64 kilómetros de casa, podía regresar en 40 minutos para ser útil, cargar las bolsas al hospital, etc. Hoy me he acostumbrado. Me consuelo con la noticia del precio barato de la gasolina: gastaría más pagando el estacionamientos de todo el día que en llenar el tanque de combustible. Ya no leo en el tren mirando el Hudson pero escucho Radiohead, Soda Stereo, Van Morrison, Tom Waits, lo que me tira mi lista de canciones de Spotify mientras llego a la universidad. (Como verán, me autoengaño con el argumento de que en el auto siempre aprendo. Tendrían que haberme visto el semestre pasado reescuchando las grabaciones de mis clases de literatura francesa).

 

Mis piernas se vuelven flojas, ya no caminan cuatro veces a la semana el trecho de frío entre Jerome Avenue y Broadway, ya no bajan corriendo por Kingsbridge Avenue ni las escaleras apuradas de Marbel Hill con el miedo del tren de las 9 y 20 de la noche que se va.

 

Hubo una época en que miraba con desprecio los autos. Trabajaba por 250 dólares al mes, terminaba los viernes del verano y me subía a un autobús barato, lleno de gente. El viaje de 8 horas me dejaba en una playa del sur: Silaca, a 600 kilómetros de Lima. El ruido del mar alcanzaba mis oídos mientras empezaba el descenso. Llegar al final del camino de tierra rojiza me tomaba 40 minutos: lo que me demora hoy llegar a la ciudad de Nueva York. Bajando la cuesta empinada de Silaca, me embarraba los zapatos de tierra roja, olisqueaba las matas frescas que crecían por aquí y por allá cerca de los puquiales y de un riachuelo cuyas aguas estaban protegidas por la sombra de olivos, higos y granados. Demoraba un poco más si me salía del camino a buscar pitajayas, a mirar lagartijas. Al final del camino estaba el mar.

 

Sospecho que esto que describo se llama nostalgia. Detesto la nostalgia. La posibilidad de pensar en aquella época como que «fue mejor» me perturba. Era más joven y más tonto. Subirme al bus el viernes y regresar en el bus el domingo por la noche, para alcanzar Lima la madrugada del lunes y empezar a trabajar, no me hacía más feliz que hoy. Sin embargo con demasiada frecuencia vuelvo a recordar ─esta mañana por primera vez en público, con ustedes─ esa trocha desde la carretera Panamericana hacia el mar de Silaca.


Eso me perturba. Tal vez la mejor manera de atender la nostalgia no sea ésta sino en privado. Manejando el auto hacia Nueva York, junto a Radiohead.

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