Llegó a la página 121 de A la puta calle de Cristina Fallarás y ya no puedo leer.
Mira que el libro –un libro que aúlla, que se arranca mechones de pelo- está lleno de dolor: tener un currículo impresionante y vivir en Europa y no encontrar trabajo y ser pobre y estar a punto de ser desahuciada. Y mira que habla de que sus dos hijos pequeños, que repiten plato de arroz todos los días, no entienden por qué ya no van a tener casa. Mira que habla de todo lo que hemos perdido todos y sus palabras –estrellas ninjas- vuelan hacia ti. Sigo leyendo. La mandíbula apretada, la respiración honda, sintiendo el miedo crecer como un vertido tóxico: sigo leyendo.
Pero no puedo pasar de la página 121.
Yo, que he sido fuerte todo este tiempo porque soy latinoamericana, carajo, y porque nosotros llevamos en crisis desde 1492 y mi familia pasó dos temporadas de economía durísima durante mi infancia y en la primera Navidad de esas dos crisis me regalaron un champú y en la segunda un cuaderno a rayas. Y mi papá, que tuvo mucho y lo perdió y lo ganó de nuevo y lo volvió a perder, siempre nos dijo: «nunca den por sentado nada».
Yo, digo, que he intentado que no mandar más malrollo a la atmósfera porque ya bastante agobiante es y he procurado asegurar que me va bien, sí, benditas revistas latinoamericanas que me encargan cosas, bendito el amigo que me consiguió esas clases de español durante unos meses, y nunca, nunca, nunca, decir a nadie lo difícil que es tener 37 años, la edad ya no sólo de trabajar, sino de ascender, de ganar mejor, de tomar decisiones, y no tener trabajo ni esperanza de conseguir uno. La edad, también, de decidirse por fin a tener un hijo.
Maldita página 121 de Fallarás.
Yo no había llorado esta crisis. No, ni por todos los amigos, extranjeros y españoles, que abandonan el barco todos los días y nos dejan preguntándonos «¿y nosotros, cuánto tiempo más aguantaremos?». Ni por toda la gente a la que he entrevistado y me ha contado su pesadilla, su deuda, su hurgar en la basura, la primera vez que se llevan a los hijos a un comedor de caridad. Es que no lloré ni siquiera cuando me despidieron hace dos años, en medio de la crisis –con qué tonta ilusión decimos es «en medio» cuando quizás todavía es «al principio»- y ya sabía que miles de periodistas se estaban quedando en la calle y sería imposible volver a emplearse en España. No lloré ni ese día y vengo a llorar ahora.
Cristina escribe:
«En cuanto a los hijos. Si no los tiene, no creo que llegue a tenerlos».
Y entonces siento que me habla a mí, que ha escrito esas palabras exactamente para mí.
Y me derrumbo.